Luisa Campuzano - La Jiribilla.- Las librerías son uno de los espacios más frecuentados por los personajes de Alejo Carpentier, y en sus novelas desempeñan diferentes funciones; una de las cuales consiste en servir de marco de presentación sui generis, y casi siempre irónico, a las ideas que se desarrollan o se proyectan en la trama, ideas que como veremos de inmediato, tienen que ver con procesos revolucionarios en preparación o en desarrollo.


En El reino de este mundo, la librería es uno de los tres establecimientos contiguos con que comienza la novela. Tras detenerse ante la carnicería y la peluquería, contemplar las cabezas bovinas y humanas que en ellas se exhiben, e imaginarlas servidas conjuntamente en un original banquete, Ti Noël pasa a la librería en cuya puerta, sujetas a un alambre, hay láminas con más cabezas: del rey de Francia, de altos personajes de la corte, de guerreros, de magistrados... La repetición de este motivo, puesta de relieve irónicamente por el propio narrador: “Había abundancia de cabezas aquella mañana” (25), y su evidente función analéptica, son demasiado obvias; pero en realidad preparan el camino para que se produzca una ruptura, para que surja lo inesperado. A Ti Noël no le interesa ninguna de las láminas; solo la última le llama la atención; es un grabado que “[r]epresentaba algo así como un almirante o un embajador francés, recibido por un negro rodeado de abanicos de plumas y sentado sobre un trono adornado de figuras de monos y de lagartos” (26). Ti Nöel se atreve a preguntar, y el librero le dice que es un rey de su país; lo que, comenta el narrador, no hubiera sido necesario, porque el joven esclavo de inmediato recuerda allí, en la librería, en el espacio sacrosanto de la cultura letrada, de la razón ilustrada, de la historia documentada, los relatos de Mackandal, los saberes transmitidos por la oralidad que revivía las dinastías guerreras, los pueblos vencedores, los dioses genuinos, los animales que ayudaban a los hombres, los “reyes de verdad, y no esos soberanos cubiertos de pelos ajenos” (28) que había visto en las láminas: un mundo en que los príncipes conocían el lenguaje de los árboles y los reyes eran guerreros; el mundo de sus antepasados que no había quedado allá, “en [el] Gran Allá”, sino que vivía y revivía en él y en cada uno de los esclavos, en virtud de la condición de compendio de saberes inmemoriales y debidamente codificados para su transmisión que caracteriza a la cultura oral (26-29). En esta contraposición de dos concepciones del mundo, la europea y la africana, se enfrentan también dos culturas, la del libro y la de la oralidad. No está de más recordar, aunque nos alejemos para ello de la librería, que muchos años después, entre los expolios de Sans Souci con que el anciano Ti Noël se había armado una especie de vivienda en las ruinas de la casa de Lenormand de Mezy, había “tres tomos de la Gran Enciclopedia, sobre los cuales solía sentarse para comer cañas de azúcar” (182), tomos que serán barridos, con todo lo demás, por el huracán, “el gran viento verde, surgido del Océano”, con que termina la novela. (198)

 

En El siglo de las luces, la Librairie de la Trinité, que “ahora —nos dice el narrador—, se llamaba ‘de la Fraternité’” (133), es visitada por Martínez de Ballesteros, el camarada español con quien Esteban ha estado preparando e imprimiendo propaganda revolucionaria en Bayona para distribuirla al otro lado de los Pirineos, de acuerdo con un proyecto liberador de la península que había sido súbitamente desechado. “¡[M]alditas las ganas que tienen ya de hacer una Revolución universal! —grita, furioso, el logroñés—. No piensan sino en la Revolución Francesa. Y los otros… ¡que se pudran!” (133)

Ante estas y otras palabras aún más fuertes, “Esteban, temiendo que un vecino pudiera oírlo” le pide que lo acompañe a comprar papel (133). Entran, pues, en esta “tienda mal alumbrada, de bajo puntal”, donde el cubano “solía pasar […] largas horas, hojeando libros nuevos”, y que algo le recordaba “la última sala del almacén habanero”, precisamente por la “acumulación de objetos polvorientos” entre los que se enumeran algunos destinados a la ciencia o la navegación: “esferas armilares, planisferios, catalejos, artefactos de física”, similares a los que habíamos encontrado en las primeras páginas de El siglo… A pesar de lo mucho que podría exhibir una librería de tan variado surtido como el que acaba de mostrársenos, Martínez de Ballesteros va a detenerse en “unos grabados, recién recibidos, que evocan los grandes momentos de la historia de Grecia y Roma”, los cuales le brindan un excelente pretexto para expresar su encono: “Hoy cualquier mequetrefe se cree hecho de la madera de los Gracos, Catón o Bruto”.(133) Más adelante, se pone a hojear, con igual rabia, las partituras que se venden en la librería: “Mostró los títulos a Esteban: ‘El árbol de la libertad’, ‘Himno a la razón’, ‘El despotismo aplastado’, ‘La nodriza republicana’, ‘Himno al salitre’, ‘El despertar de los patriotas’, ‘Cántico de los mil herreros de la manufactura de armas’”. (134) Su propósito, que en el transcurso de la novela será el mismo de otros personajes desengañados, como Esteban y finalmente Sofía, es señalar los perfiles demagógicos, reiterativos, dogmáticos y mutables de la maquinaria ideológica de una revolución a la que se entregaron y por la cual se sienten traicionados. La biblioteca, como otros escenarios, le ofrece ejemplos elocuentes en esta obsesiva asunción de denominaciones e instituciones inspiradas en la antigüedad clásica, o en la asignación indiscriminada de nombres y títulos de ingenuo contenido revolucionario a cualquier cosa.

Más adelante, en el epílogo de la novela, cuando Carlos viaja a Madrid para averiguar cómo fueron los últimos tiempos de Esteban y Sofía, es un librero quien le brinda desde su perspectiva profesional, un testimonio del desencanto y el alejamiento de Esteban de todo lo que tuviera que ver con la Revolución: “no quería saber de filosofía, de trabajos de economistas, de escritos que trataran de la Historia de Europa en los últimos años.” (412).

En El recurso del método, hay más librerías que cumplen cometidos relacionados con el perfil político y, en particular, con el tono paródico de la novela. En primer lugar, son los espacios donde se producen requisas de libros peligrosos. Voy a referirme, sin necesidad de comentarla, solo a la primera requisa, que en lo que concierne al oficial que la dirige y al exabrupto irónico de uno de los libreros, se basa en hechos reales ocurridos durante la dictadura de Gerardo Machado en Cuba:

A las tres ocuparon las autoridades —al mando del Teniente Calvo, experto designado— distintas librerías que ofrecían al público, en ediciones económicas, libros tales como La semana roja en Barcelona (opúsculo sobre la muerte del anarquista Ferrer), El caballero de la casa roja, El lirio rojo, La [sic] aurora roja (Pío Baroja), La virgen roja (biografía de Louise Michel), El rojo y el negro, La letra roja de Nathaniel Hawthorne —exponentes todos, según el experto, de una literatura roja, de propaganda revolucionaria […]— “Llévense, de una vez, La caperucita roja” —había gritado fuera de sí, uno de los comerciantes. — “Va preso, por gracioso” —dijo el Teniente Calvo, entregándolo a un agente… (181)

Por otra parte, como un argumento más de los muchos expuestos para demostrar el enorme alcance de la expansión norteamericana en tierras del Sur con posterioridad a la Primera Guerra Mundial, y subrayar, al mismo tiempo, la mediocridad de las novedades que ella ofrece, el narrador se detiene a detallar qué está proponiéndosele al público lector en las librerías. Con lo que también muestra, implícita e irónicamente, la creciente subordinación del mercado literario a la tiranía del cine y de la naciente industria cultural, ya que todos los libros nuevos que aparecen en las vitrinas y estantes de los establecimientos destinados a su venta, no son, salvo excepciones, de autores norteamericanos, pero sí han sido grandes éxitos del cine de Hollywood:

Las librerías que antes ofrecían obras de Anatole France y Romain Rolland —sin olvidar El fuego de Barbusse, éxito casi legendario— presentaban ahora El prisionero de Zenda, Scaramouche, Ben-Hur, Monsieur Beaucaire, y las novelas de Elinor Glynn bajo vistosas portadas a todo color que, por lo sugerentes, atraían lectores deseosos de ‘ponerse al día’ en materia de literatura (215-216).[1]

Paso, finalmente, a la librería que no está en ningún libro de Carpentier, y que, sin dudas, fue aquella en la que más parece haber trabajado, pues he encontrado no menos de cinco borradores distintos del episodio desarrollado en su espacio imaginario, manuscritos y mecanuscritos, con multitud de tachaduras, marcas, anotaciones marginales, adiciones, desplazamientos, permutaciones… En las copias mecanográficas de la segunda versión de Los pasos perdidos que se conserva en la Biblioteca Nacional, la que el autor tituló Santa Mónica de los Venados, lo que pasa en esta biblioteca y no fue incorporado a la versión publicada ocupa casi una decena de páginas. Se desarrolla en la ciudad latinoamericana a la que acaban de llegar el protagonista y Mouche, en el marco de la revuelta que los tiene encerrados en el hotel, y se relaciona directamente con ella.

Hastiado de su reclusión y acosado por la falta de tabaco, el protagonista se dirige a un pasaje situado en los bajos del hotel, y entra a un establecimiento semiabierto que resulta ser una librería. Un tanto desconcertado, opta por aprovechar la situación y se pone a buscar una novela policiaca, pero descubre “que allí solo había ediciones de otros tiempos”.

Me iba escurriendo hacia la puerta —cuenta— cuando el librero […] salió de su rincón umbroso. Me pareció que un retrato de familia se animaba […] Debajo de su rostro arrugado […] se movía una espesa indumentaria de luto desusadamente amenizada con mancuernas de marfil, dijes, cintas de espejuelos, leontinas y un camafeo en la corbata. […] El curioso personaje parecía empeñado en que no me marchara [y] antes de que me fuera posible zafarme, fui conducido por él a una profunda butaca de cuero, de la que varios gatos escaparon a saltos.

Resulta imposible reseñar en estas páginas el variado y rico catálogo de las piezas que el librero va poniendo en sus manos, dignas de la mejor biblioteca latinoamericana, y sin duda construidas con todo un derroche de erudición y documentación, como una pequeña enciclopedia física, antropológica, histórica, política de América. Me ceñiré a dos colecciones, la de grabados y la de mapas, sin incluir, salvo excepciones, las descripciones y comentarios del narrador. El librero comienza mostrándole grabados, de evidentes factura e inspiración europeas y escenario americano: Maximiliano (1832-1867) vestido de charro; Chateaubriand (1768-1848) a orillas del Niágara; Bonpland (1773-1858) viviendo en una choza en compañía de una india desnuda; la Novia de Santo Domingo (en vez de Los esponsales de Santo Domingo) y el Terremoto de Chile “por un romántico ilustrador de Kleist” (1777-1811); los incas de Marmontel (1723-1799). Como se ve, la progresión temporal es inversa, como invertida había sido la cronología de las reproducciones de la galería universitaria que visitara mientras esperaba al Curador, y del viaje al pasado que él mismo está experimentando:

Volvían las ruinas a hacerse puertas de ciudades, templos del Sol, fortalezas emplumadas por el tocado de guerreros, y los prodigios se instalaban en lo cotidiano. Walter Raleigh penetraba en ríos donde nadaban espantables dragones; aparecían personajes sin cabeza, con los ojos en el pecho, serpientes enormes, caníbales, amazonas y unípodes.

Tras una larga disquisición del anciano, según el cual “el Descubrimiento de América había determinado el ocaso de la alquimia en Europa […] Paracelso abandonaba la Gran obra al ver regresar los primeros galeones cargados de oro […] y solo un loco, andando con su escudero por los caminos de España, trataba aún de hallar la Verdadera Aventura —la que conduce a lo que nadie vio—”, comienza el desfile de los mapas, también en sentido inverso: de lo ya conocido, a lo antes desconocido, de mapas en que todavía se dibujaba el contorno de América, a mapas en los que éstos se ven ocultos tras “cortinas de brumas” y envueltos en “océanos plagados de monstruos”. “El Mundo Viejo se angostaba. Más allá de Macrobio, más allá de San Isidoro de Sevilla, el mundo viejo acababa de perder hasta la redondez […]”.

En estos y otros temas andaban cuando suenan disparos:

Hablé entonces al malicioso anciano —recuerda el protagonista—, de mi incomprensión ante lo que estaba ocurriendo; de la imposibilidad en que estaba de desentrañar la ideología de los partidos en pugna. El librero se levantó […] Despejó la mesa, y sacó dos libros de un estante. Al punto creí que se había vuelto loco: moviendo un tomo con cada mano como un marionetista que acciona sus títeres, remedó una cómica riña de gallos […] De pronto suspendió el extraño juego dándome los gallos —es decir, los libros […] Eran El príncipe y El contrato social.

En la versión manuscrita, el librero copia fragmentos de uno y otro en sendos papeles, se queda él con los de Maquiavelo y le entrega los de Rousseau al protagonista:

“Vamos a cantar una antífona”, dijo

Y puso de cantus firmus un texto de Maquiavelo: “En cualquier ciudad hay dos inclinaciones diversas, una de las cuales proviene de que el pueblo desea no ser dominado ni oprimido por los grandes, y la otra… (1) —Me hizo seña de leer a mi vez un párrafo de Rousseau: (2). Hablaba Maquiavelo ahora: (3). Respondía Rousseau: (4). Y proseguía la antífona: (5) JJ hablaba por mi boca (6).

En una de las versiones mecanuscritas se desarrolla esta lectura a dos voces con diez citas de las referidas “autoridades”, cinco para cada uno de los dialogantes. Y al margen, escrita a lápiz, aparece la siguiente nota: “No hace falta tanto. Luego de la lectura por separado, leen juntos. (En eso llega la tropa)”.

Pero en las restantes versiones mecanuscritas, inmediatamente después de la riña de gallos entre Maquiavelo y Rousseau, con variantes más o menos importantes, pero que de momento pasaré por alto, el librero concluye:

Entre estos dos libros se encierra toda la historia de nuestro siglo XIX. Es decir, que las balas de ciertas batallas se entrecruzaron entre bandos situados a trescientos años de distancia el uno del otro. Añada a eso, ahora, el Capital de Marx, un viejo liberalismo masónico que todavía debe mucho a Jeremías Bentham, y una aristocracia que, en el fondo, añora el Cedulario de Indias, y comprenderá por qué se oye hablar tan a menudo de revueltas en América Latina. En la mayoría de los casos no son partidos los que se ametrallan en las calles: son épocas distintas. Ideas que ya han perdido toda vigencia en otras partes, siguen teniendo aquí, por contraste, un tremendo contenido subversivo. Todo el drama se explica por un trágico desajuste de ontologías. Con esa manía nuestra, además, de ignorar a los que vieron claro en la realidad americana desde Miranda hasta Martí, pasando por Alberdi, Juárez y Sarmiento. Es la eterna historia de los inditos de Chuquisaca, educados de acuerdo con los principios —nunca seguidos en el lugar de origen— del Emilio de Rousseau.

El protagonista comenta para sí que le “hubiera sido difícil aprobar o desaprobar esas palabras —dichas, por cierto, con alguna afectación académica—, a causa de un fundamental desconocimiento de hechos. Y por lo mismo pensaba en el interés de emprender ciertas lecturas informativas…”

Pero es entonces que se levanta la cortina metálica, entra la tropa y se descubre que el librero no es librero, sino, según las distintas versiones, un profesor, un historiador, un personaje político, o un ministro de un gabinete anterior, que se había refugiado en ese sitio que conocía muy bien, seguro de que vendrían a buscarlo; y que será rector, o miembro de una Pentarquía que ocupará el gobierno.

Entra una monja con zapatos de hombre, que resulta ser un mecánico leader del Partido Radical Socialista…

Y hay varios finales posibles. Sale el anciano a la calle, con El Príncipe en el bolsillo, y “gesto casi presidencial, saludando con su sombrero de paño negro a la multitud que lo aclamaba”. O, tomando “un volumen de las poesías de Musset” […] abierto al azar, “se alejó entre sus guardianes […], recitando con un buen humor debido a un muy largo estoicismo” la primera estrofa de “L’Andalouse”:

Avez vous vu dans Barcelone

Une Andalouse au sein bruni?

Pâle comme un beau soir d’automne!

C’est ma maîtresse, ma lionne!

La Marquesa d’Amaëgui!

Y el protagonista, por su parte, confirma su incapacidad de procesar lo que ha vivido: “Volví al hotel con la rara sensación de hallar otro mundo al cabo de tan pocos peldaños”.

Me resta explicar por qué se tacha, se desecha, se deja a un lado todo lo que le dio tanto trabajo al escritor. En varias ocasiones me he ocupado del extraordinariamente bien construido protagonista de Los pasos perdidos. Volver a delinear su compleja personalidad de desarraigado que no elaboró su duelo, de melancólico, de bicultural no asumido; detenerme otra vez en su inseguridad; hablar nuevamente del carácter autorreferencial de su texto, del yo de entonces que ha experimentado lo que narra y del yo de ahora que, desde su fracaso, lo escribe; podría ayudarnos. Releyendo la novela, tratando de ubicar este episodio en el espacio que le habría correspondido en Los pasos perdidos, es perfectamente lógico entender por qué Carpentier lo desechó. Porque lo que en él se presentaba, ese mundo carnavalesco de la política latinoamericana, en que todo es lo que no es, pero tal vez pudiera ser, no tenía cómo encajar en el diseño de un libro de viaje escrito por un protagonista que apenas comienza a encontrar claves para recomponer precariamente el espacio idílico de su infancia tronchada, no tenía cómo ser asimilado, comprendido y narrado verosímilmente por él. Su mundo, el del hotel, situado al cabo de tan pocos peldaños, era efectivamente otro mundo. Es el mundo que se le impone y lo domina cuando, al subir al avión que lo rescata, oye hablar nuevamente la lengua que ha llegado a ser la suya; cuando enciende el cigarrillo que le brindan, cuando saborea el primer sorbo de whisky que le ofrecen.

Pero el mundo carnavalesco de este episodio dejado de lado por Carpentier no será olvidado del todo por él, sino que en buena medida reaparecerá veinte años después, no sólo en temática, sino también en recursos y procedimientos expresivos, en lenguaje narrativo, en El derecho de asilo y, sobre todo, en El recurso del método, donde el Primer Magistrado, sus estrategas militares, Peralta, y el profesor Luis Leoncio Martínez desarrollan con la mayor efectividad histriónica, la dinámica de la picaresca política del novecientos latinoamericano.

Notas:

1 El prisionero de Zenda [de Anthony Hoppe, inglés, 1880], Scaramouche [del escritor italiano Rafael Sabatini (1875-1950)], Ben-Hur [de Lew Wallace, americano, 1888], Monsieur Beaucaire, [Booth Tarkington , americano, 1900, adaptada a cine y opereta], las novelas de Elinor Glynn [inglesa, creadora de la novela erótica femenina, también llevadas al cine por Valentino y Gloria Swanson].

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