Hernando Calvo Ospina (*).- Fue un día de julio del 2001. El cielo estaba azul, despejado. Hacía una suave brisa y sol bellísimo pero que hacía arder el pavimento.


El día anterior, dos de los periodistas responsables de la Mesa Redonda, programa radio televisivo cubano, donde se abordan temas de la actualidad nacional y extranjera, me habían invitado. Sería parte del público y no como panelista.

Les agradecí, pero dije que no podía porque estaría muy ocupado en una reunión sobre mi último libro. Fue una mentira piadosa porque en verdad no quería perderme la comelona de un puerco asado a las afueras de La Habana.

- No te arrepentirás si asistes, me insistieron.

- ¿Van a repartir ron y masitas de puerco al final?, les pregunté.

- ¡Ojalá!, dijeron sonrientes. Y sin más me repitieron:

- Te esperamos mañana.

Esa noche, en el patio de una casa en el barrio Nuevo Vedado, entre congrí, chicharrones, tostones (patacones) y ron la invitación se me fue al baúl del olvido.

Al día siguiente llegué a donde dormía como a las ocho de la mañana. El único ventilador hacía poco contrapeso al calor que ya empezaba a sofocar. El ron consumido hasta poco antes ayudó a quedarme dormido sudoroso.

Quizás unos minutos o días después, algo resonó desde alguna parte, eran como campanas que estallaban en mi cabeza. Creí que eran principios de una pesadilla, pero su insistencia en mi cerebro me hizo realizar que era el timbre de un teléfono. Y sí, el que estaba casi pegado a mi oreja.

Sin abrir los ojos estiré el brazo, tandeando hasta encontrarlo.

- No te olvides que te esperamos esta tarde en la Mesa Redonda, dijo la voz.

Poniendo acento de estar despierto desde siempre, respondí con gran ánimo:

- "¡Ahí estaré! ¡Claro que sí! ¡Y gracias!"

Fue todo. Colgamos.

Iba a seguir durmiendo, cuando salté de la cama y quedé sentado. ¡Yo había aceptado ir al programa! Ya no podía poner marcha atrás. Ningún pretexto valdría. Miré el reloj: Una de la tarde. Tenía dos horas para estar en el edificio del Instituto Cubano de Radio y Televisión. ¡¡Sólo dos horas!!

Fui a buscar una cerveza bien fría que me ayudara a refrescar la caldera atizada por el ron, según enseña la ciencia popular. Ni caliente había.

Una larga ducha fría y a la calle.

El sol me hizo sentir que buena parte del ron seguía en primera fila. Ya dije que el día era bello, bellísimo, pero en las circunstancias en que me encontraba era terrible para mi integridad física.

Llegué a la esquina. El acceso a la calle estaba restringido, aunque sin barreras ni alambradas. Dos hombres de contextura delgada, con sus sencillas camisas llevadas por fuera del pantalón eran el único obstáculo. Me preguntaron a donde iba. Les expliqué. Luego de darles mi nombre, uno de ellos lo encontró en una lista mecanografiada. Sin mostrarles documento de identidad me permitieron pasar.

Ya iba a seguir cuando me acordé de la urgente cerveza. Les dije que iba un momento al hotel Capri, unos pocos metros más allá.

Ahí bogué media cerveza "Bucanero" bien helada. Era suficiente.

Entré al edificio. Sentía que la caldera del estómago estaba en calma pero que aún el ron seguía de baile por la cabeza. Entonces pensé, como para lavarme de culpas: Qué me importa, insistí para que no me invitaran. Además estaré sentado entre el público.

Apenas llegué al estudio me encontré a Rogelio Polanco, también director del diario Juventud Rebelde. Creo que fue quien más insistió para tenerme ahí.

Luego del fraternal saludo me preguntó: ¿acabaste de salir de una fiesta o de un tonel de ron?

Entre sonrisas le respondí que me había untado ron para ahuyentar los mosquitos, y que después había hecho gárgaras con el líquido para sanar una muela.

Me llevó hasta uno de los asientos de la primera fila, de las tres que había. Cuando se alejó caí en cuenta que por mi estado etílico estaba sentado en uno de los peores sitios de ese lugar, pues las cámaras estarían haciendo tomas regulares. Ni podía bostezar, ni permitir un pestañeo. Y el programa era en directo.

Polanco volvió con un chicle. Se lo agradecí y de mala gana empecé a masticarlo pues nunca me ha gustado.

- Hernando Calvo Ospina, me dije, prepárate a la gran prueba del no dormirte durante una hora por culpa del ron.

Todo listo para empezar el programa. Luces, cámaras, sonido y voces estaban a prueba.

Y se levantó todo el mundo. Se me hizo extraño que se entonara el himno nacional antes del programa, pero me levanté, puse las manos atrás y me preparé a escucharlo con el respeto merecido pues no conocía su letra.

A ese silencio instalado fue llegando un murmullo, mezclado con sonido de varios pasos. Miré a mi derecha. Ante lo que vi creí que estaba alucinando, que el ron me tenía delirando por primera vez en mi vida. Apreté los ojos muy fuerte, pero al abrirlos la escena había cambiado muy poco. Entonces sólo se me ocurrió exclamar para muy adentro, casi reventándome la caja torácica:

- ¡Madre mía, Fidel!

Entró saludando muy amable con el brazo un poco levantado. Luego vi cómo saludó a tres personas que estaban antes que yo en esa fila. En esos instantes, aterrado, pensé en mi tufo a ron. Creo que quise que me ignorara. Que no me saludara, para que no lo sintiera.

Y llegó hasta mí. Estiró la mano y muy amablemente me saludó. Al estrechársela sólo atiné a decirle:

- Comandante, buenas tardes.

Me dijo unas breves palabras. Luego pasó a saludar a los que iban a participar en la emisión. Todos seguíamos de pie.

Luego nos pidió, con una inmensa amabilidad, que nos sentáramos. Y empezó el programa.

De vez en cuando, disimuladamente, yo insistía en constatar que lo tenía muy cerca, sólo dos hombres de por medio. No podía creer que este gigante de la humanidad hubiera estrechado mi mano. Menos que estuviera ahí.

No recuerdo cuál fue el tema del programa. Sólo sé que no paraba de pensar preocupado: ¿Habrá sentido mi tufo? Pues lo que restaba de borrachera había huido desde que lo vi entrar por esa puerta.

Se acabó el programa.

Él se levantó y fue a charlar con los expositores.

Un hombre de su escolta se me acercó, acompañado por el otro periodista que me había insistido para asistir, Randy Alfonso.

- Estos son dos libros suyos. Entrégueselos al Comandante, por favor.

Extrañado los recibí como si nada tuvieran que ver conmigo. Vi cuales eran. Los dos hombres me fueron acompañando, o quizás empujando suavemente pues yo del susto no sabía a donde iba, aunque Fidel estaba a menos de dos metros.

Esperamos a que él terminara de charlar con alguien. Luego vi cómo se giraba y se ponía frente a mí de nuevo. Mis dos acompañantes se retiraron. Yo era como un niño que le entregaba a su más admirado profesor un regalo hecho por sus propias manos.

Él los tomó, los hojeó, y empezó a hablarme de ellos. Los había leído! Como para ratificarme que era cierto, me dijo que en el de "Disidentes o Mercenarios" había un error. Me explicó cuál era. De "Bacardi, la guerra oculta", tuvo comentarios positivos que no me esperaba.

Luego quiso saber de mi trabajo, de mis proyectos, de mi familia.

No sé cuántos momentos duró ello. No muchos, creo. Pero para mí han sido de los más grandes que me ha regalado la vida. Tiempo después lo encontré dos veces más. Pero esa vez sigue siendo esa vez.

Cuando Fidel dio por terminado nuestro encuentro, y yo me encontraba con las manos sin libros, se me acercó otro de los escoltas, y me dijo con voz grave pero con rostro cómplice:

- Compañero, si alguien hubiera encendido un fósforo, usted y el Comandante hubieran estallado: ¡¡qué tufo a ron!!

Y llegó esa imagen que acabó con la vergüenza que seguía teniendo: Fidel, que estaba muy cerca, escuchó el comentario, giró la cabeza ¡y me sonrió!

(*) Hernando Calvo Ospina, Periodista, escritor y realizador colombiano residente en Francia.


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