Eduardo Vilora Daboín* - Revista Pueblos.- El 31 de diciembre de 2017, en nota aparecida en el sitio web español El Diario sobre el tema de fuentes de financiamiento alternativas como forma de sostener medios de comunicación independientes, se menciona, como ejemplo exitoso de ello, el sitio venezolano Runrun.es, dirigido por Nelson Bocaranda. Otra nota, publicada en el sitio web Nieman Reports, hace apología de medios digitales venezolanos como Efecto Cocuyo, Armando.info, El Pitazo y el mismo Runrun.es, casi en los mismos términos.

Tanto en la nota de El Diario, firmada por Bibi Van Der Zee, como en la de Nieman Reports se equipara a estos sitios web venezolanos con otros sitios del mundo que toman nuevas opciones de financiamiento como vía para evadir presiones de regímenes autoritarios que cercenan o coartan la libertad de expresión: “La combinación de gobiernos autoritarios y recesión económica ha llevado a la ruina a cientos de publicaciones. Sin embargo, empiezan a surgir pequeños emprendimientos independientes dispuestos a dar la pelea en todo el mundo”, dice la nota de El Diario, originalmente publicada en inglés en The Guardian.

Se dice en estos textos que estos medios surgieron de forma independiente y se situaron en internet para escapar de la censura del gobierno venezolano. A favor de ese argumento se enumeran datos que son abiertamente falsos y otros tendenciosamente interpretados.

Es falso, por ejemplo, que el gobierno haya cerrado medios de comunicación. Lo que ha ocurrido con un canal de televisión y con algunas radios es que no se les ha renovado la concesión que el Estado venezolano otorga para el uso de la frecuencia radioeléctrica.

Otra cosa que estaría por verse es la de su supuesta independencia. Suficientes pruebas existen de la cantidad de millones de dólares que se introducen en Venezuela para financiar a organizaciones y fundaciones contrarias al gobierno bolivariano como para mirar con ingenuidad la procedencia del financiamiento de estas “pequeñas iniciativas” de periodismo independiente.

¿No se trata, más bien, de una forma de evadir normas y controles (establecidos con toda claridad en la legislación venezolana) en torno a aspectos como la difusión de contenidos cargados de violencia, propaganda de guerra, incitación al magnicidio o al golpe de Estado, entre otros?

Para entender esto es importante recordar de dónde viene esta legislación y cómo surge. Revisamos algunos hechos recientes de la historia política venezolana.

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En abril de 2002 el presidente constitucional de Venezuela, Hugo Chávez, fue derrocado por un golpe de Estado construido principalmente por los medios de comunicación. Tras meses de una campaña mediática en la que, de forma cartelizada, convocaron directamente a desconocer el gobierno y promovieron su derrocamiento, concluyeron elaborando un vídeo trucado según el cual grupos armados pagados por el gobierno asesinaron a personas integrantes de una movilización pacífica opositora.

En ese video se basó todo el relato mediático que justificó y legitimó el golpe de Estado: se difundió falsamente que el presidente había renunciado, se transmitió la lectura de un comunicado del alto mando militar desconociendo la autoridad del presidente, acusándolo de asesino, se censuraron las movilizaciones populares masivas en respaldo al presidente, se sacó del aire repentinamente al fiscal general de la república cuando denunció que se había roto el hilo constitucional, se celebró en vivo la caída de Chávez y se legitimó la instalación del nuevo gobierno de facto.

La responsabilidad al respecto fue confesada en vivo y directo al día siguiente en programas que celebraban la caída de Chávez: “Gracias, Venevisión, gracias, RCTV, gracias, Televen, gracias, CMT, gracias, Globovisión. Gracias, medios de comunicación”, dijeron. Y también: “El trabajo de los dueños de los medios, que arriesgaron no solamente su vida sino también sus millones, es digno de aplauso”. Valga como prueba solo el ejemplo del programa matutino de Napoleón Bravo transmitido por Venevisión el 12 de abril de 2002.

Lo mismo ocurrió entre diciembre de 2002 y febrero de 2003, cuando se desarrolló en Venezuela un segundo intento de derrocar a Chávez, esta vez con una operación de sabotaje y paralización de la industria petrolera. Solo un hecho da una idea de lo ocurrido en términos mediáticos: durante dos meses todos los canales de televisión y las emisoras de radio suprimieron la publicidad para transmitir en su lugar propaganda en la que se entronizaba el sabotaje petrolero, se interpelaba directamente al presidente de la República para que abandonara su cargo y se estimulaba una insurrección de la fuerza armada.

Desde entonces, la gravedad de la instrumentalización del poder mediático y la libertad de expresión (como arma de guerra para derrocar el gobierno venezolano y torcer la voluntad ciudadana) fue generando un proceso de transformaciones legislativas para proteger a la ciudadanía. Esa legislación, expresada en instrumentos como por ejemplo la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión y la Ley Orgánica de Telecomunicaciones, es la que buscan evadir buena parte de estos medios venezolanos que han venido surgiendo en internet.

Pero los poderes políticos y económicos que estuvieron detrás de aquellas conspiraciones mediáticas de 2002 y 2003, ¿abandonaron su empeño?, ¿dejaron de “arriesgar sus millones” para derrocar al gobierno venezonalo? ¿No habrán dirigido o canalizado esos recursos a través de ese enjambre de nuevos medios digitales que proliferan desde la fachada de pequeñas iniciativas independientes y que son, además, permanentemente legitimados por grandes consorcios comunicacionales como CNN o BBC, así como por notas al estilo de las citadas al principio de estas líneas?

Cabe la sospecha porque a partir de la utilización de estos sitios de internet y de las redes sociales, así como de otros instrumentos como whatssapp o telegram, fue posible construir las gigantescas operaciones mediáticas globales contra el gobierno venezolano tanto en 2013 como en 2014 y 2017, cuyo fin no fue distinto ni un ápice del que se propusieron los medios tradicionales en 2002 y 2003, todo ello gracias a la ausencia casi absoluta de regulación jurídica sobre el llamado ciberespacio.

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Un claro ejemplo de ello fue la mega operación psicológica destinada a desconocer el resultado de las elecciones de abril de 2013, en la cual tuvo un rol central Nelson Bocaranda, director de Runrun.es, a quien hacen referencia las notas referidas al principio de este texto.

Usando Twitter como herramienta principal, durante todo el día de las elecciones se difundieron mensajes falsos sobre supuestas irregularidades ocurridas en el proceso electoral: videos trucados, fotos descontextualizadas, falsos testimonios. Un mensaje se posicionó sobre los demás: de los centros de votación estaban siendo extraídas de forma oculta las urnas electorales. ¿La matriz impuesta? Una sola: si Maduro gana es porque hubo fraude.

El clímax fue la difusión de una serie de fotos en las que se veía a efectivos militares quemando en un terreno baldío cajas identificadas con el logotipo del Consejo Nacional Electoral contentivas de material electoral, acompañadas de textos que las señalaban como prueba irrefutable del fraude electoral. Al día siguiente se pudo demostrar que las fotos eran reales, sí, pero que correspondían al acto público y legal de destruir material electoral de procesos anteriores cumplidos los plazos que se determinan en la ley.

Al día siguiente, tras haber sido anunciado el triunfo de Nicolás Maduro, y después de que el candidato opositor se negara a reconocer el resultado y llamara públicamente a sus seguidores a descargar su rabia en la calle, el señor Bocaranda difundió el tuit que, según el diseño de la operación, venía a ser la prueba final del fraude y atizaba, además, el odio inoculado durante años contra la misión médica cubana: “Informan que en el CDI de La Paz en Gallo Verde, Maracaibo, hay urnas electorales escondidas y los cubanos de allí no las dejan sacar”.

La consecuencia casi inmediata del mensaje fue que violentos grupos opositores se abalanzaron sobre decenas de estos centros de salud en todo el país, incendiando y destruyendo su equipamiento interno y agrediendo al personal médico cubano. Con ello se inició una terrible ola de violencia que terminó con once personas fallecidas, todas seguidoras del recién electo presidente Nicolás Maduro.

Luego se dieron dos ejemplos más de este fenómeno: en 2014 el plan insurreccional llamado La Salida, que dio pie a la megacampaña mundial SOS Venezuela, y en 2017 la escalada insurreccional llamada #Resistencia que culminó en el mes de julio. En ambos casos se instrumentalizó mediáticamente la muerte de personas para construir el relato de un gobierno tiránico que asesina ciudadanos(as) impunemente.

El modus operandi fue el mismo: aunque las circunstancias de las muertes fueron confusas y ameritaban complejas investigaciones antes de esclarecerlas, a través de las redes sociales y de sitios web se impuso en el mundo entero, en minutos, la matriz mediática diseñada: las muertes ocurrieron a manos de grupos paramilitares financiados y sostenidos por el gobierno o a manos de los cuerpos de seguridad del Estado.

Nunca hicieron falta pruebas ni evidencias. En su lugar siempre se mostraron videos confusos, fotos de contextos confundibles. Los escasos caracteres que caben en un tuit fueron suficientes para juzgar y sentenciar sobre el fallecimiento de una persona y sobre los y las responsables. Con breves frases que circularon y se viralizaron se difundió una verdad prefabricada. La TV, la radio y la prensa escrita funcionaron, después, como caja de resonancia y legitimación.

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En abril de 2002 fueron tres o cuatro “reportajes” las piezas mediáticas con las que se construyó la verdad prefabricada. Hubo que esperar las emisiones nocturnas de los distintos noticieros, los programas de opinión nocturnos de ese día y los matutinos del día siguiente para que se concretara su difusión.

En 2013, 2014 y 2017 fueron, durante meses, miles de tuits, cientos de videos, cientos de audios de whatsapp, cientos de notas de prensa, miles de post en Facebook e Instagram, cientos de reportajes publicados en internet y distribuidos directamente hacia las computadoras y teléfonos de millones de personas en todo el mundo. Así, apenas era necesario que transcurrieran pocos minutos para que la verdad prefabricada en torno a Venezuela se difundiera en todo el planeta.

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Como dice el economista y analista político Julio Escalona, parafraseando a la inversa a Clausewitz: “La política es hoy la continuación de la guerra por otros medios”. A la frase cabría agregar que el discurso informativo, estético y simbólico, con los medios digitales como punta de lanza, es la continuación de la guerra y la política por otros medios.

En esa guerra, como en todas, la primera víctima es la verdad. Pero sus asesinos y asesinas no son siempre visibles. Muchas veces no se ensucian las manos, sino que mueven los hilos desde la sombra, dinero de por medio. Otras veces están en la calle, detrás de una cámara o ante el teclado de una computadora o un smartphone, tras la máscara de un o una heroica periodista independiente que difunde por su cuenta sus propios hallazgos. En ambos casos es difícil distinguirlos. Toca siempre, para entender un poco más y entender otra verdad distinta a la prefabricada, rasgar velos, saltar muros, romper fachadas, leer entre líneas y salir también a la calle, buscar los hechos, interpelar cara a cara la realidad.

*Eduardo Viloria Daboín es documentalista.  Coordina la revista Sacudón y forma parte de la Cooperativa Audiovisual La Célula. Además, es responsable nacional de comunicación de la Corriente Revolucionaria Bolívar y Zamora

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