Bruno Sgarzini - Misión Verdad.- El día del golpe a Dilma Rousseff sucedieron una serie de hechos que desnudan por completo lo que vino después en Brasil: uno de ellos fue la reivindicación del torturador de Rousseff en el voto a favor de su destitución por parte del hoy candidato presidencial, Jair Bolsonaro. Otro fue la relación de más de 160 parlamentarios partidarios del golpe con corporaciones como la petrolera Chevron, Koch Industries, Parmalat, Monsanto y los bancos Goldman Sachs y JP Morgan y, por último, el anuncio bastante pornográfico del viaje al día siguiente del senador Aloysio Nunes, ahora canciller de Temer, a Washington para entrevistarse con funcionarios del Departamento de Estado y el Congreso estadounidense, como si fuera a hacerles un reporte del trabajo que habían hecho.


No era para menos: el Congreso ambientado en la Operación Lavadero de Autos (Lava Jato), realizada por una justicia revestida de gendarme, había cortado en seco la fase terminal de un gobierno de Dilma Rousseff que, unos meses antes, acababa de anunciar, en una cumbre de BRICS en el país, el lanzamiento de una arquitectura financiera alternativa al dólar de carácter global. Brasil había sido derribada en la hora, la fecha y el lugar exactos, como si una mano (in) visible la hubiese puesto justo en el ojo de un huracán.

Sobre lo que vino después, Andy Robinson en The Nation afirma: "El plan era que, una vez removida Dilma Rousseff, se implementara un plan de choque neoliberal, eufemísticamente etiquetado por el presidente Michel Temer 'como un puente hacia el futuro', con privatizaciones rápidas, venta de activos brasileños a inversores internacionales, austeridad draconiana, desregulación del mercado y mano de obra precarizada. Con esto, los mercados responderían y la confianza volvería a fluir. Una recuperación económica liderada por el sector privado sentaría las bases para una exitosa carrera presidencial por parte del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB), de centroderecha y pro empresarial, respaldado por todos los comentaristas sensatos de Wahington, Wall Street y San Pablo. Lula, siempre una amenaza por su maldito carisma, sería llevado a la prisión, mientras que un gobierno del PSDB, dirigido por el gobernador del Estado de San Pablo, Geraldo Alckmin, volvería a colocar a Brasil en el camino neoliberal a medida que retrocediera la ola progresista de la década anterior".

Pero eso sucedió al revés, porque resulta que el gobierno de Michel Temer apenas alcanza una popularidad de 1%, el candidato de los mercados (Geraldo Alckmin) no logra salir del cuarto lugar en las encuestas, y, como consecuencia, la gendarmería judicial como timonera del golpe se vio obligada a apresar al principal líder del país, Lula Da Silva, para terminar de sacarlo del medio.

Mientras todo eso sucedía, la economía brasileña perdió 7 puntos de PBI entre 2014 y 2017, el desempleo alcanzó niveles récords y la pobreza va en aumento con una pérdida de ingresos familiares calculada en un 14%, que hace que la nueva clase media surgida del gobierno de Lula "vuelva a mirar a la pobreza a la cara", en palabras del corresponsal de The Nation en San Pablo.

Una foto electoral del martes 25 de septiembre, publicada por la encuestadora Ibope, sostiene que las tendencias actuales ubican al extremista Bolsonaro con 27%; al delfín de Lula, Fernando Haddad con 21%; al nacionalista Ciro Gómes con 12%; y Alckim con 8%, al tiempo que, en una hipotética segunda vuelta, el extremista pierde con el delfín de Lula por 6 puntos, Ciro Gómez triunfa en todos los escenarios, y Alckim hace lo mismo con Bolsonaro y Haddad en caso de lograr unificar una candidatura única con otras propuestas electorales.

De acuerdo a Karina Patricio, magíster en Relaciones Internacionales de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, "el golpe parlamentario contra Rousseff fue exitoso porque logró unificar a sectores empresariales, mediáticos, judiciales con intereses geopolíticos externos, sin embargo, lo que sucede es que ahora no hay un representación única del establishment sino que muchos de ellos están enfrentados".

Sin embargo, en su opinión, ahora está en un proceso transicional similar a la primera elección posterior a la dictadura, donde había una pluralidad de candidaturas iguales a las de hoy. En este contexto, señala, hay "mucha incertidumbre" sobre los posibles desenlaces de este proceso.

Transición, gobernabilidad de excepción y el fin de la Constitución

En este contexto, la elección presidencial del 7 de octubre forma parte de un proceso político y social que tuvo su punto de inicio en 2013 con unas guarimbas a la brasilera por el aumento del transporte público en el marco de la Copa Confederaciones de fútbol. Como sucedió un año después en Venezuela con la convocatoria a "La Salida" de Leopoldo López, esas protestas rompieron, por un lado, la convivencia democrática en el país al generar una corriente de odio contra el gobierno de Rousseff, y, por el otro, sirvieron de ablande y aislamiento del PT con respecto a una parte de la sociedad que ya comenzaba a hartarse de su gobierno.

Las presidenciales del año siguiente dieron lugar a una victoria por estrecho margen que conformó un Congreso totalmente dominado por los sectores más retrogrados del país. En ese ambiente, Rousseff sustituyó su ministro de Economía por Joaquim Levy, un hombre del mercado, y realizó alianzas con uno de los líderes del Partido del Movimiento Democrático Brasileño, Michel Temer, artífice del posterior impeachment en su contra. Esta breve historia puede sonarle redundante al lector, pero explica en gran medida el devenir de un proceso que parece lejos de estar terminado.

Con el golpe, el Congreso de facto derribó la Constitución de 1988, surgida posteriormente a la última dictadura militar, una de las más largas y cruentas de la región que, con el apoyo de Estados Unidos, industrializó a Brasil. Sin faltar a la verdad, esa Constitución fue el compendio de pactos y reglas que el proyecto "Brasil potencia" planteó para que los gobiernos pudieran cambiar, pero las políticas de fondo no. A ese pacto fue que se incluyó el PT como fuerza política nacida a partir del sujeto brasil-paulista y el liderazgo del ex tornero mecánico y sindicalista Lula Da Silva.

Desde 1988 hasta 2015, todas las fuerzas políticas respetaron ese acuerdo implícito hasta que el golpe dio lugar a una forma de gobernabilidad de "excepción permanente", según Pedro Estevan Serrano, autor de Golpe y Autoritarismo de Estado, basada en que los derechos y las garantías sean suspendidos en función de que el poder político pase a ser controlado por el poder económico y el Estado se convierta en el garante de grandes operaciones del mercado. Quizás los ejemplos más evidentes de esto sean la reforma constitucional votada para congelar los programas sociales por 20 años y la reforma laboral que establece una legislación que permite que los trabajadores rurales cobren con comida, techo y vestimenta como si estuvieran en el Medioevo.

Por eso, en Brasil estas elecciones presidenciales se dan sin Constitución, ni derechos ni garantías para todos sus ciudadanos, en una especie de simulación de democracia que, por la impopularidad de quienes gobiernan, se han vuelto en una hendija bastante viable para ejercer presión contra ellos.

Esto para el lector puede sonar extremista, fuera de lugar, pero recuerde: 3 millones de brasileros fueron despojados de sus derechos a votar en las zonas donde el PT tiene mejores números electorales por una decisión administrativa del Tribunal Supremo Electoral.

Escenarios, crisis de Estado y el peligroso camino por donde va Brasil

Aunque restan unos días para las presidenciales, las tendencias ubican en segunda vuelta a Bolsonaro frente a Haddad como dos polos opuestos contrarios que atraen para sí apoyos de cada lado del espectro político.

Consultado por esta tribuna, el profesor de la Universidad Federal de la Integración Latinoamericana, Luciano Wexell Severo, afirmó que con este escenario "el país podría entrar en una falsa polarización entre Bolsonaro y Haddad, una antinomia del siglo XIX entre la oscuridad y la luz, donde el delfín de Lula podría ganar en un contexto de tensión y de gran insatisfacción y desilusión con el PT, que probablemente será comprobado en las elecciones de diputados estadales, federales, senadores y gobernadores".

De darse esto, dada la compleja composición del Congreso, el PT necesitaría un esquema de alianzas con organizaciones como el Partido del Movimiento Democrático Brasileño, repitiendo una relación de dependencia que llevó a Dilma Rousseff a ser destituida por Michel Temer. Por eso, para Wexell Severo, el mejor escenario sería que ganase Ciro Gómes por la posibilidad de generar una gobernabilidad más amplia y no tan amenazada por agentes del Estado, judiciales y parlamentarios, como le sucedería a Haddad.

En ese sentido, en el verbo de Haddad, como de cada vez más medios pro mercado, está implícito que su gobernabilidad reeditaría el esquema de convivencia con la derecha brasileña. En palabras del ex presidente de Brasil, Ferrnand Henrique Cardoso, su partido, el PSDB, debería "ayudar a gobernar a Haddad en caso de su triunfo", por lo que podría repetirse un escenario similar al del triunfo de Dilma Rousseff, donde el PT, nuevamente, estaría condicionado por sus alianzas con la derecha brasilera. Sin embargo, con el aliciente de cinco años de la intensificación de un proceso de tensión política que se evidencia en el ciclo de movilizaciones a favor y en contra de Bolsonaro.

El ascenso de este ex capitán, asesorado por Steve Bannon, estratega de Trump, es revelador porque manifiesta cómo el proceso iniciado con las protestas de 2013 ha dado lugar al crecimiento de un movimiento de extrema derecha a la brasilera que expresa la incapacidad de la institucionalidad del 88 de contener, expresar y aislar a los grupos más fanáticos de la sociedad a través de grandes acuerdos nacionales.

Su radicalización, como la de funcionarios judiciales, militares activos y periodistas de medios corporativos, lo señalan como el mejor representante del partido de la excepción, bajo la categoría de un "Pinochet institucional", según Breno Altman, director del medio Opera Mundi.

Su llamado a que sus seguidores desconozcan, junto con los militares, un resultado presidencial que le sea desfavorable demuestra, además, hasta qué punto la fractura institucional está cerca de derivar en una social de impredecibles consecuencias.

Este cúmulo de circunstancias tampoco son propiedad única de Brasil, sino que se inscribe en un contexto global y regional en el que las necesidades del mercado cada vez más requieren de pasar por encima de las reglas establecidas por los Estados a través de regímenes de excepción, mientras que, a la inversa, a los proyectos nacionales se les hace cada vez más imperioso cortar en seco estos procesos con Asambleas Constituyentes, o grandes reformas, que creen un marco institucional de gobernabilidad que evite en el tiempo que la fractura institucional tome rumbos inciertos y peligrosos, entre otras razones.

La dimensión de la crisis del Estado brasilero reside en pasar de tener un proyecto de inserción en las nueva arquitectura del poder global emergente (BRICS) a revivir un periodo de tensión social, similar al que en 1964 desembocó en un golpe militar a João Goulart, poniendo en la cabeza del gobierno a una elite con modales esclavistas y pre modernos. La diferencia es que esa dictadura fue arropada por un Estados Unidos fuerte que, en plena Guerra Fría, convirtió a esa dictadura en un muro de contención frente a la Unión Soviética y los movimientos nacionales en América Latina. Hoy ese mundo no existe.

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