Misión Verdad.- La estrategia antichavista, afincada en una escalada de amenazas y agresiones multiformes, ha sido aderezada por la reacción inyectada de sus seguidores: la promoción del odio. Como en 2012 con la "arrechera" y en 2014 y 2017 con las guarimbas, los actos disfrazados de protesta traen consigo destrucción, muerte e inestabilidad que no son consecuencia ni efecto de alguna inconformidad política, sino que son parte constitutiva de lo que se quiere imponer.


Lo cierto es que de nuevo se echa mano del escenario mediático, se fuerzan bases legales, se procuran falsos positivos mientras no dejan de estar presentes los elementos mercenarios.

Las acciones violentas, que delatan desde ya el plan, se suman a la combinación de declaraciones subordinadas de Juan Guaidó y al apoyo expresado por la Administración Trump violando cualquier forma diplomática. Ello devela, sin cortapisas, a cuáles intereses, planes y valores responde el antichavismo.

Las incitaciones a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) por parte de funcionarios estadounidenses de alto rango como Mike Pompeo, Mike Pence y John Bolton permiten deducir que el descalabro del sector que adversa al chavismo es también multiforme, tanto que ha alcanzado escalas de desarticulación que son graves para cualquier país en el que deba prevalecer el diálogo y el debate antes que la guerra.

Toda esta aceleración de eventos forma parte de un estado de excepción teledirigido. El lunes 21 de enero hubo un preludio mediante cacerolazos que desembocaron en acciones de calle meramente vandálicas. El caso más simbólico ha sido la quema de la casa cultural Robert Serra, en honor a quien fuera asesinado en 2014 por encargo de élites antichavistas en una operación cuyas investigaciones arrojan la participación de sectores cercanos a Álvaro Uribe Vélez, uno de los padrinos del paramilitarismo colombiano.

El antichavismo ha optado por atacar directamente a los símbolos y territorios en los que el chavismo se ha desarrollado como fuerza política para arrinconar la iniciativa popular y buscar la confrontación total. En sectores de clase media alta como San Antonio de los Altos o El Cafetal no se registraron disturbios tan fuertes como en sectores populares, en los que estos eventos han sido, cuando menos, extraños en años anteriores.

De nuevo, como en las guarimbas de 2014 y 2017, se busca promover una política de odio contra las personas identificadas con el chavismo para provocar una confrontación, y establecer territorios donde la integridad física de los chavistas esté en riesgo por su identidad política. Esta repetición de patrones tiene como antecedente las guarimbas de 2017 durante las cuales se contabilizaron más de 30 crímenes de odio contra personas identificadas con el chavismo.

Entre estos casos, destaca el de Orlando Figueroa, quien fue quemado vivo en la plaza Altamira, lugar en el que, al menos, dos personas más fueron atacadas por esta misma razón. Así, finalizando las guarimbas de 2017, los grupos de encapuchados, conocidos como "guarimberos", se conformaron como verdaderos grupos de exterminio, que en muchas ocasiones, incluso, se volvieron en contra de los propios seguidores de la oposición al no dejarlos salir de sus propias casas, o transitar libremente por las calles de sus zonas de residencia.

En estos días, en zonas como Antímano, autopista Caracas-La Guaira, Carapita, Catia, Pinto Salinas o San Agustín fueron, de nuevo, presenciados dispositivos de agitación en los que pequeños grupos, equipados con bidones de gasolina, cauchos y demás "logística", se dedicaron a quemar y destruir espacios públicos que han sido recuperados por los actores populares organizados de la Revolución Bolivariana, de la misma forma que lo hicieron en las guarimbas de 2014 y 2017 para comenzar con la promoción del odio contra chavistas con la quema y ataque a símbolos identificados con los últimos 20 años del proceso bolivariano.

Mientras que en lo meramente mediático, se lo trata de un montaje en el que "el pueblo" destruye su propio entorno y la paz que tanto le cuesta mantener porque "está harto", mientras tanto se ejerce una contabilidad de "lugares con protestas" vía ONGs que no refleja sino la cantidad de dinero que gastan estos sectores en generar focos.

Estos eventos se corresponden con un plan de vieja data en el que partidos como Voluntad Popular han estado, por un lado, reclutando nuevos activistas, y por el otro reciclando al remanente de sus "cuadros" para reactivar la violencia. La novedad en los sectores populares es que en estas zonas se ha intentado un ablandamiento (nomenclatura en los análisis de revoluciones de color) mediante la combinación de fallas en los servicios públicos como el gas, agua, telefonía, transporte, entre otros, para intentar llevarlos hacia esta dinámica social más propia del este que del oeste de Caracas, donde, por lo general, conviven personas de ambas tendencias políticas sin ningún tipo de problema.

En medio de un bloqueo de larga data que se ha ido configurando paulatinamente contra la economía venezolana, se ha buscado colapsar la cotidianidad, una operación de injerto conflictivo cuyas motivaciones son ajenas a las aspiraciones populares de mejoras en los servicios. En las zonas populares no se exige perseguir a chavistas  sino, por el contrario, que sean enfrentados y superados los problemas ocasionados por el sabotaje inducido desde sectores infiltrados en empresas públicas y la indulgencia programada, además de los efectos acumulados por cinco años de una crisis económica inducida producto del bloqueo.

Como ya es usual, en estas escaladas violentas sus protagonistas esperan la acción de los cuerpos de seguridad para agudizar la conflictividad, de esta manera se activa y justifica la persecución al chavismo desde las mismas comunidades como manera de culpar al otro de la violencia propia. El intento de mantener el orden público, por cierto necesario en economía, es llamado "represión" y el legítimo derecho a la protesta es confundido con un autoproclamado derecho a la amenaza y la agresión política, como lo ha sido durante cada escalada violenta con huellas del Departamento de Estado.

La necesidad de generar muertes "de lado y lado" forma parte del escenario mediático en ciernes; pudiera hacerse más predecible dado que la inserción en barriadas y urbanizaciones populares no pareciera ser un objetivo por sí solo. Parte del plan pareciera ser (de nuevo) generar indignación en estos sectores para lograr su movilización en contra del Estado, tal cual un ejército de reserva en la mesa de los peones, y los sectores identificados con el chavismo.

El antecedente de las guarimbas de 2017 habla por sí solo, ya que cuando, luego del plebiscito opositor a favor de instaurar un gobierno paralelo, se tomaron por completo zonas de la clase media alta por parte de encapuchados. De forma violenta, estos grupos se enfrentaron a los organismos de seguridad para no dejarlos entrar en estas áreas, y establecieron toques de queda nocturnos donde nadie podía salir ni entrar.

En los recuerdos de aquellos días se registra el día de las elecciones a la Asamblea Nacional Constituyente, cuando en estas zonas se atacó a todo aquel que fuese a votar para frenar estos verdaderos estados de sitio, y en el caso de la población chavista, de apartheid debido a la imposibilidad de moverse con libertad por miedo a ser agredidos por su identidad política.

En esta dirección, la primera política de calle del "gobierno paralelo" de Juan Guaidó parece ser, de nuevo, intentar construir un régimen de apartheid contra la población chavista. Esta vez promocionando, y buscando, extender esta lógica de odio y confrontación a los sectores populares de Caracas, hoy, en su gran mayoría, contrarios a enfrentarse por razones políticas.

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