Ricardo Alonso Venereo - Granma.- García Márquez nunca fue un crítico, ni un teórico literario: siempre prefirió contar historias. Este 6 de marzo, el descollante novelista y periodista colombiano habría cumplido 94 años de edad.


Natural de Aracataca (Magdalena), El Gabo heredó –de sus abuelos, el coronel Nicolás Márquez, veterano de la guerra de los Mil Días (1899-1902) y Doña Tranquilina Iguarán, y de sus tías, en especial, de Francisca– el arte de contar, que llegó a dominar a la perfección.

El escritor Gabriel Garcia Márquez. Foto: Archivo de Granma

En ellos encontró el escritor el substrato mítico del que partiría para la composición de Cien años de soledad (1967) y la mayor parte de sus obras. Se afirma que Nicolás le contaba a Gabriel infinidad de historias de su juventud y de las guerras civiles del siglo XIX; lo llevaba al circo y al cine, y fue su cordón umbilical con la historia y con la realidad. Doña Tranquilina Iguarán, dicen, pasaba los días contándole fábulas y leyendas familiares, mientras organizaba la vida de los miembros de la casa de acuerdo con los mensajes que recibía en sueños. Ella le aportó la fuente de la visión mágica, supersticiosa y sobrenatural de la realidad que creció como una ceiba y con la fuerza de un tornado, en el futuro Premio Nobel de Literatura (1982).

El 13 de septiembre de 1947 publicó su primer cuento, La tercera resignación, en el número 80 del suplemento Fin de Semana del rotativo El Espectador, órgano al cual se incorporaría como periodista en febrero de 1954. Aquí se convirtió en el primer columnista de cine del periodismo colombiano. Su participación en el llamado Grupo de Barranquilla, una especie de asociación de amigos de la literatura, le dotó de las herramientas para llegar a ejercer sus dos profesiones preferidas: la literatura y el periodismo.
García Márquez realizó estudios de derecho, escribió sonetos y poemas (sin mucha suerte), hizo pininos en el dibujo e incursionó en la caricatura. Pero al final la vida lo puso en el camino correcto.

Con Fidel en una sesión de la Asamblea Nacional del Poder Popular Foto: Jorge Oller

A principios de 1950, cuando ya tenía muy adelantada su primera novela, titulada entonces La casa, acompañó a su madre, doña Luisa Santiaga al pequeño, caliente y polvoriento Aracataca, con el fin de vender la vieja casa en donde se había criado. Comprendió entonces que estaba escribiendo una novela falsa, pues su pueblo no era siquiera una sombra de lo que había conocido en su niñez; a la obra en curso le cambió el título por La hojarasca, y el pueblo ya no fue Aracataca, sino Macondo, en honor a los corpulentos árboles de la familia de las bombáceas, comunes en la región y semejantes a las ceibas, que alcanzan una altura de entre treinta y cuarenta metros.

Fue la época en que vivía en pensiones de mala muerte, como El Rascacielos, un edificio de cuatro pisos ubicado en la calle del Crimen que alojaba también un prostíbulo. Muchas veces no tenía el peso con cincuenta para pasar la noche; entonces le daba al encargado sus mamotretos (los borradores de La hojarasca) y le decía: «Quédate con estos mamotretos, que valen más que la vida mía. Por la mañana te traigo plata y me los devuelves».

Así se hizo más fuerte en él su pasión por la literatura.Basta recordar títulos como El otoño del patriarca (1975), Crónica de una muerte anunciada (1981) o El amor en los tiempos del cólera (1985) o la ya mencionada Cien años de soledad. Si en la última década del siglo XIX, Rubén Darío dio a Hispanoamérica la independencia literaria al inaugurar la primera corriente poética autóctona, el Modernismo, a mediados del siglo XX correspondió al colombiano Gabriel García Márquez situar la narrativa hispanoamericana en la primera línea de la literatura mundial precisamente con la publicación de Cien años de soledad (1967), obra cumbre del llamado realismo mágico.

Como ya conté hace seis años atrás en estas mismas páginas fui de los privilegiados que tuvieron la oportunidad de que el mismísimo Gabo me firmara un ejemplar de su libro El amor en los tiempos del cólera, durante su presentación en La Habana. Con celo he guardado en mi pequeña biblioteca el ejemplar en el que solo estampó su mote –El Gabo– y al que año tras años vuelvo con la esperanza de que me trasmita sus dotes de narrador, para como él apropiarme del inigualable, real, mágico y maravilloso universo de la literatura.

¡Gabo, asere!

Dayana Darias Valdés

Cubadebate

Tiene que ser amor, y tiene que ser idilio, cosas de ebrios sin mesura, de enfermos de literatura... No hay otra explicación para poder dibujar el mapa de Aurelianos en un país donde todos somos aseres. A 94 años de su natalicio, Gabo es un asere más, y para su suerte, sí tiene quien le escriba.

"Antes de la Revolución no tuve nunca la curiosidad de conocer a Cuba. Los latinoamericanos de mi generación concebíamos a La Habana como un escandaloso burdel de gringos donde la pornografía había alcanzado su más alta categoría de espectáculo público mucho antes de que se pusiera de moda en el resto del mundo cristiano", dijo cuando se le cuestionó, entre otras cosas, su amistad con Fidel. Pero Gabo fue hierro e hizo silencios: "La nuestra es una amistad intelectual, cuando estamos juntos hablamos de literatura".

Entre sus anécdotas referidas a Cuba se halla la de aquel 1.º de enero, cuando los ruidos lo sacaron de su apartamento y se enteró de que Batista ya no estaba más en Cuba, y la posibilidad de visitar el país por vez primera se le hizo más real.

En una ocasión contó: '

El 18 de enero, cuando estaba ordenando el escritorio para irme a casa, un hombre del Movimiento 26 de Julio apareció jadeando en la desierta oficina de la revista en busca de periodistas que quisieran ir a Cuba esa misma noche. Un avión cubano había sido mandado con ese propósito. Plinio Apuleyo Mendoza, y yo, que éramos los partidarios más resueltos de la Revolución Cubana, fuimos los primeros escogidos.

Apenas si tuvimos tiempo de pasar por casa a recoger un saco de viaje, y yo estaba tan acostumbrado a creer que Venezuela y Cuba eran un mismo país, que no me acordé de buscar el pasaporte. No hizo falta: el agente venezolano de  inmigración, más cubanista que un cubano, me pidió cualquier documento de identificación que llevara encima y el único papel que encontré en los bolsillos, fue un recibo de lavandería. El agente me lo selló al dorso, muerto de risa, y me deseó un buen viaje.

El inconveniente serio se presentó al final, cuando el piloto descubrió que había más periodistas que asientos en el avión, y que el peso de los equipos y equipajes estaba por encima del límite aceptable. Nadie quería quedarse, por supuesto, ni nadie quería sacrificar nada de lo que llevaba, y el propio funcionario del aeropuerto estaba decidido a despachar el avión sobrecargado. El piloto era un hombre maduro y serio, de bigote entrecano, con el uniforme de paño azul y adornos dorados de la antigua Fuerza Aérea Cubana y durante casi dos horas asistió impasible a toda clase de razones. Por último uno de nosotros encontró un argumento mortal:

—No sea cobarde, capitán —dijo— también el Granma iba sobrecargado.

El piloto lo miró, y después nos miró a todos con una rabia sorda.

—La diferencia —dijo— es que ninguno de nosotros es Fidel Castro.

Pero estaba herido de muerte, extendió el brazo por encima del mostrador, arrancó la hoja del talonario de órdenes de vuelo y la volvió una pelota en la mano.

—Está bien —dijo—  nos vamos así, pero no dejo constancia de que el avión va sobrecargado.

Se metió la bola de papel en el bolsillo y nos hizo señas de que lo siguiéramos. Mientras caminábamos hacia el avión, atrapado entre mi miedo congénito a volar y mis deseos de conocer Cuba, le pregunté al piloto con un rescoldo de voz:

—Capitán, ¿usted cree que lleguemos?

—Puede que sí —me contestó— con la ayuda de la Virgen de la Caridad del Cobre.

Un aterrizaje de emergencia hizo que la primera tierra que Gabo tocó en Cuba fuese camagüeyana. Sin nada más que su intuición, sabía que la isla sería una marca imborrable en su cuaderno de memorias, que este cielo y estos hombres eran la vida misma narrada en tiempo real.

Junto a Fidel fundó, allá por 1986, la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, donde fue director y maestro. Se hizo embajador sin título en un país donde su obra es imprescindible en todos los niveles educativos. Quizá por eso una vez dijo: "Ustedes los cubanos, además de leer mucho, saben leer bien".

Entre tantas anécdotas que llevan su nombre, aquella de cuando entró a una librería en La Habana y un custodio lo reconoció es mi favorita.

Al salir García Márquez, otra persona se acercó para preguntar quién era, a lo que él primero respondió: «Es un gran escritor cubano que vive en Colombia». Lo cierto es que Gabo sigue siendo un gran escritor cubano, son cosas que la eternidad nunca nos podrá reclamar.

El del Premio Nobel, los libros de mi infancia, mi amor en tiempos de cólera, de lluvia y ansiedades... Gabo cubanísimo, puro, regalo de un 6 de marzo en que la naturaleza dijo gracias. ¡Qué abrazos tan lindos da la vida! ¡Asere! ¡Gabo! Ni 100 años de condena podrían solventar todos estos espacios donde no estás.

La hojarasca es un sepulcro, y tus putas tristes, tu coronel, tu laberinto, tu patriarca... Los demonios, Gabo, los demonios están escribiendo las noticias de tu América. ¿Cómo se le explica a la Patria que no quedan crónicas? Nos anunciaron la primavera, y para ti bastó, pero, Gabo, te hiciste imperecedero, verbo, asere... Y eso, aquí, es inmortalidad.

(Tomado de Vanguardia)

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