Rogelio Riverón  - La Jiribilla.- Lo trivial como una fuerte marca de la posmodernidad, (y mucho antes éramos triviales, pero sin tanto eco) toma posesión de casi todo el ámbito de la llamada cultura de masas, a tal punto que el solo hecho de referirse a ello nos puede colocar en las cercanías de las posiciones recalcitrantes. Lo trivial en sí mismo no ha sido nunca un motivo serio de disgusto, a menos que se le constituya en reiteración. Sin pasar por alto que sacar partido a la trivialidad conforma el estilo de verdaderos artistas de la plástica, el cine y las letras del siglo XX, tenemos derecho a seguirnos preguntando por las causas del predominio dictatorial de la banalidad en uno de los más acuciosos géneros de las llamadas industrias culturales: la televisión.


No me olvido de la sacrosanta potestad de cada cual para consumir lo que se le antoje, al menos de modo enunciativo. "Enunciativo" puesto que en la práctica las opciones son cada vez más escasas: sobre todo por compostura con la opinión contraria, me detengo a acotar que no es que palmariamente no existan en eso que encerramos en el término "televisión" espacios que aspiren a algo más que divertir, sea a costa de lo que sea, sino que la forma en que se les ha conseguido desplazar a reductos  mínimos, los hace sutilmente inaccesibles. O están relegados a horarios de poco rating, o se pierden en la maraña de celofán desplegada por los programas del corazón, o se encuentran fuera del servicio público, en la modalidad de cable, que, como se sabe, es para abonados. En la vida real, para decirlo en cubano, debemos estar preparados para la eterna boga en las aguas de esos shows que, por un breve tiempo, te permiten jugar a que eres parte de algo, a que, ahora sí, la televisión es el gran patrimonio de la gente común.

Dos segundos de cavilación bastan para darse cuenta de que esa entelequia no se sufre a sí misma. De hecho, la televisión globalizada se basa en una serie de mitos, y en lugar destacado aparecen aquellos que aluden, por una parte a la oportunidad de cualquier persona de ser protagonista, y por otra a un expreso potencial de novedad. En “Nuevas formas de ver, nuevas formas de ser: el hiperrealismo televisivo”, un artículo de mediados de la década de 1990 (Revista de Occidente, números 170-171), Wenceslao Castañares se refiere a "las nuevas estrategias de aproximación" de lo que ya entonces llamaban la nueva televisión. Tales estrategias, que como bien acota WC no eran completamente nuevas, consisten en llevar al espectador a los escenarios donde los acontecimientos tienen lugar, o invitarlo a participar desde su casa. El propio tono del estudioso —que por demás ha redactado un trabajo atendible— acusa el carácter pretencioso, afectado y puerilmente emotivo de esa nueva televisión. "[…] una vez conseguido el primer plano, la cámara ha seguido adelante y se ha introducido en el interior mismo de los protagonistas sacando a la luz sus más hondos secretos", nos explica. No es difícil notar que poco más allá de la mojigatería y el sentimentalismo se agotan las posibilidades de lo que se nos vende como uno de los grandes gestos de legitimación de la época. Y no deja de ser irónico el hecho de que mucha de la gente a quienes la televisión hace sentir importantes no hayan tenido antes ni tengan después en sus vidas otra oportunidad para ello. Son importantes "a lo cenicienta", mientras que el potencial de novedad de espacios como los reality shows es tan espurio como el de las máquinas de afeitar más comunes: son desechables.

La sensación de realidad de que es capaz la televisión resulta algo mediatizado, aún cuando se siga vendiendo como tal. La realidad de los reality shows o de cualquier programa de participación estándar —me atrevo a repetirlo— está condicionada de antemano por una concepción espectacular, y esa espectacularidad depende a su vez de una exigencia nada festiva: la de seguir produciendo rentabilidad. Reducido el asunto al set de marras, sabemos que esa misma sensación de realidad no tendría sentido sin la presencia de una cámara, y, como pocos ignoran, ninguna cámara es lo que se dice neutral. Ninguna "mirada", para tensar más el planteamiento. Con todo lo de sorpresa a que apelan los reality shows  las cámaras ven lo que "deben" ver. Un sentido aproximado de novedad podría conseguirse en maniobras como las del ruso Víctor Kossakovski en el documental Tishe! (2003), que, como es fácil notar, tiene más de performance que de show, puesto que los verdaderos trabajos de autor no revelan esa "prisa por entretener" que es condición indispensable de la telebasura. Pero juro que no deseo insistir en la condición de "falso arte" de la televisión, si se le compara con el cine.  Lamento que los defensores de la telebasura no puedan esconder la certeza de que todo en un discurso dado es ideología, y de ello no escapa ni la forma en que han sido dispuestas las cámaras en un espacio equis, ni el horario en que se transmite el programa.

De modo que cuando oímos que la neotelevisión (recuérdese que así la ha llamado Umberto Eco) ha sido capaz de eliminar la molesta condición de previsible que arrastraba la paleo-televisión (de nuevo Eco dixit) tenemos derecho, al menos, a un leve carraspeo. Ni los reality shows, ni los demás programas de participación, por más en vivo que se realicen, escapan al marco de ciertas premisas; luego si hay premisas, hay algunas pistas para imaginar lo que vendrá. Veamos: la cadena norteamericana CBS debía iniciar este otoño la difusión de Kid Nation, un reality show que requería de la reconcentración de niños entre ocho y quince años en un pueblo fantasma. Completamente solos durante unos 40 días. Podíamos estar seguros de que en aquel peculiar destierro no iban a  tener que vérselas con tiburones, al menos en un sentido literal. Pero sus comportamientos responderían y, como se sabe, respondieron a la presión sicológica a que se les sometió. ¿Había motivos para esperar que acabaran dando vueltas en un tiovivo? La prensa ha revelado que al menos seis niños sufrieron traumas de distintos grados: cuatro confundieron la lejía con bebidas espirituosas y la ingirieron; otro se fracturó un miembro, otro se quemó.

Quien mantenga encendido su televisor en un canal como MTV puede corroborar la misma perseverancia por difundir una y solo una idea del gusto musical de una juventud globalizada "a la cañona": allí casi todo es "popmodernidad". Idolillos asépticos que valen más por cómo se proyectan que por sus canciones. El jazz, la música de cámara, la de autor en general, son para "personas que pasan por ser representativas de grupos cultivados cultural y artísticamente" (WC, op.cit). Esta pasión por los estándares acusa en realidad —ahora sí— un raro pudor por lo diferente. Puede que casi nadie se pregunte por qué la televisión es prácticamente la misma en Buenos Aires, Miami o Madrid, cuando las gentes y sus entornos pueden ser tan distintos, pero que se lo pregunten pocos no significa que el dilema sea menor. Hasta ahora ha funcionado esa manipulación de toda idea sobre la cultura, según la cual el buen hombre común, pide por instinto  y recibe por amor lo que más le conviene. Ese mecenazgo que comúnmente predican los mass-media relacionados con el entretenimiento no busca exclusivamente la rentabilidad monetaria, sino que cobra un interés, ni más ni menos, ideológico. Dicho en palabras de Herbert Marcuse, citado por Stefan Morawski (Centro Teórico-Cultural Criterios, La Habana, 2006) ese patrocinio persigue perpetuar “una confortable, no conflictiva, razonable y democrática falta de libertad”. Y nos sugiere, por tanto, ver el fenómeno más allá de un contexto estrictamente artístico. Convenimos en que el derecho a escoger tiene algo de  sagrado, y parece lógico que convoca, por así decirlo, al derecho a ofertar. Pero esa televisión sin marcas de identidad a que me refiero lo que hace en concreto es simplificar la idea de lo que se demanda y en consecuencia se ofrece. Primero intenta crear adicción y luego responde según una lógica obstinada y mediocre. A tal punto que algunos canales que con respecto a Latinoamérica manifiestan rasgos de monopolio —The History Channel, The National Geographic Channel, y otros— vienen a ser en Norteamérica y Europa propuestas alternativas. Aquellos documentales propios más bien del cine con que intentan seducirnos carecen de valor, puesto que nunca intentan convertir en protagonistas "a la gente corriente".  

Alguien podría ofenderse, demandar: ¿Es que, llegado el momento, no soy capaz de darme cuenta de que quieren manipularme? ¿Es que no tengo derecho a ser manipulado? Ciertamente. Pero no resulta arduo convenir en que ese estado de percepción requiere de un entrenamiento. "Las masas", en la manera en que lo entiende la televisión globalizada, no estarían a la altura de esos entresijos.
a llamada cultura de masas, a tal punto que el solo hecho de referirse a ello nos puede colocar en las cercanías de las posiciones recalcitrantes. Lo trivial en sí mismo no ha sido nunca un motivo serio de disgusto, a menos que se le constituya en reiteración. Sin pasar por alto que sacar partido a la trivialidad conforma el estilo de verdaderos artistas de la plástica, el cine y las letras del siglo XX, tenemos derecho a seguirnos preguntando por las causas del predominio dictatorial de la banalidad en uno de los más acuciosos géneros de las llamadas industrias culturales: la televisión.

No me olvido de la sacrosanta potestad de cada cual para consumir lo que se le antoje, al menos de modo enunciativo. "Enunciativo" puesto que en la práctica las opciones son cada vez más escasas: sobre todo por compostura con la opinión contraria, me detengo a acotar que no es que palmariamente no existan en eso que encerramos en el término "televisión" espacios que aspiren a algo más que divertir, sea a costa de lo que sea, sino que la forma en que se les ha conseguido desplazar a reductos  mínimos, los hace sutilmente inaccesibles. O están relegados a horarios de poco rating, o se pierden en la maraña de celofán desplegada por los programas del corazón, o se encuentran fuera del servicio público, en la modalidad de cable, que, como se sabe, es para abonados. En la vida real, para decirlo en cubano, debemos estar preparados para la eterna boga en las aguas de esos shows que, por un breve tiempo, te permiten jugar a que eres parte de algo, a que, ahora sí, la televisión es el gran patrimonio de la gente común.

Dos segundos de cavilación bastan para darse cuenta de que esa entelequia no se sufre a sí misma. De hecho, la televisión globalizada se basa en una serie de mitos, y en lugar destacado aparecen aquellos que aluden, por una parte a la oportunidad de cualquier persona de ser protagonista, y por otra a un expreso potencial de novedad. En “Nuevas formas de ver, nuevas formas de ser: el hiperrealismo televisivo”, un artículo de mediados de la década de 1990 (Revista de Occidente, números 170-171), Wenceslao Castañares se refiere a "las nuevas estrategias de aproximación" de lo que ya entonces llamaban la nueva televisión. Tales estrategias, que como bien acota WC no eran completamente nuevas, consisten en llevar al espectador a los escenarios donde los acontecimientos tienen lugar, o invitarlo a participar desde su casa. El propio tono del estudioso —que por demás ha redactado un trabajo atendible— acusa el carácter pretencioso, afectado y puerilmente emotivo de esa nueva televisión. "[…] una vez conseguido el primer plano, la cámara ha seguido adelante y se ha introducido en el interior mismo de los protagonistas sacando a la luz sus más hondos secretos", nos explica. No es difícil notar que poco más allá de la mojigatería y el sentimentalismo se agotan las posibilidades de lo que se nos vende como uno de los grandes gestos de legitimación de la época. Y no deja de ser irónico el hecho de que mucha de la gente a quienes la televisión hace sentir importantes no hayan tenido antes ni tengan después en sus vidas otra oportunidad para ello. Son importantes "a lo cenicienta", mientras que el potencial de novedad de espacios como los reality shows es tan espurio como el de las máquinas de afeitar más comunes: son desechables.

La sensación de realidad de que es capaz la televisión resulta algo mediatizado, aún cuando se siga vendiendo como tal. La realidad de los reality shows o de cualquier programa de participación estándar —me atrevo a repetirlo— está condicionada de antemano por una concepción espectacular, y esa espectacularidad depende a su vez de una exigencia nada festiva: la de seguir produciendo rentabilidad. Reducido el asunto al set de marras, sabemos que esa misma sensación de realidad no tendría sentido sin la presencia de una cámara, y, como pocos ignoran, ninguna cámara es lo que se dice neutral. Ninguna "mirada", para tensar más el planteamiento. Con todo lo de sorpresa a que apelan los reality shows  las cámaras ven lo que "deben" ver. Un sentido aproximado de novedad podría conseguirse en maniobras como las del ruso Víctor Kossakovski en el documental Tishe! (2003), que, como es fácil notar, tiene más de performance que de show, puesto que los verdaderos trabajos de autor no revelan esa "prisa por entretener" que es condición indispensable de la telebasura. Pero juro que no deseo insistir en la condición de "falso arte" de la televisión, si se le compara con el cine.  Lamento que los defensores de la telebasura no puedan esconder la certeza de que todo en un discurso dado es ideología, y de ello no escapa ni la forma en que han sido dispuestas las cámaras en un espacio equis, ni el horario en que se transmite el programa.

De modo que cuando oímos que la neotelevisión (recuérdese que así la ha llamado Umberto Eco) ha sido capaz de eliminar la molesta condición de previsible que arrastraba la paleo-televisión (de nuevo Eco dixit) tenemos derecho, al menos, a un leve carraspeo. Ni los reality shows, ni los demás programas de participación, por más en vivo que se realicen, escapan al marco de ciertas premisas; luego si hay premisas, hay algunas pistas para imaginar lo que vendrá. Veamos: la cadena norteamericana CBS debía iniciar este otoño la difusión de Kid Nation, un reality show que requería de la reconcentración de niños entre ocho y quince años en un pueblo fantasma. Completamente solos durante unos 40 días. Podíamos estar seguros de que en aquel peculiar destierro no iban a  tener que vérselas con tiburones, al menos en un sentido literal. Pero sus comportamientos responderían y, como se sabe, respondieron a la presión sicológica a que se les sometió. ¿Había motivos para esperar que acabaran dando vueltas en un tiovivo? La prensa ha revelado que al menos seis niños sufrieron traumas de distintos grados: cuatro confundieron la lejía con bebidas espirituosas y la ingirieron; otro se fracturó un miembro, otro se quemó.

Quien mantenga encendido su televisor en un canal como MTV puede corroborar la misma perseverancia por difundir una y solo una idea del gusto musical de una juventud globalizada "a la cañona": allí casi todo es "popmodernidad". Idolillos asépticos que valen más por cómo se proyectan que por sus canciones. El jazz, la música de cámara, la de autor en general, son para "personas que pasan por ser representativas de grupos cultivados cultural y artísticamente" (WC, op.cit). Esta pasión por los estándares acusa en realidad —ahora sí— un raro pudor por lo diferente. Puede que casi nadie se pregunte por qué la televisión es prácticamente la misma en Buenos Aires, Miami o Madrid, cuando las gentes y sus entornos pueden ser tan distintos, pero que se lo pregunten pocos no significa que el dilema sea menor. Hasta ahora ha funcionado esa manipulación de toda idea sobre la cultura, según la cual el buen hombre común, pide por instinto  y recibe por amor lo que más le conviene. Ese mecenazgo que comúnmente predican los mass-media relacionados con el entretenimiento no busca exclusivamente la rentabilidad monetaria, sino que cobra un interés, ni más ni menos, ideológico. Dicho en palabras de Herbert Marcuse, citado por Stefan Morawski (Centro Teórico-Cultural Criterios, La Habana, 2006) ese patrocinio persigue perpetuar “una confortable, no conflictiva, razonable y democrática falta de libertad”. Y nos sugiere, por tanto, ver el fenómeno más allá de un contexto estrictamente artístico. Convenimos en que el derecho a escoger tiene algo de  sagrado, y parece lógico que convoca, por así decirlo, al derecho a ofertar. Pero esa televisión sin marcas de identidad a que me refiero lo que hace en concreto es simplificar la idea de lo que se demanda y en consecuencia se ofrece. Primero intenta crear adicción y luego responde según una lógica obstinada y mediocre. A tal punto que algunos canales que con respecto a Latinoamérica manifiestan rasgos de monopolio —The History Channel, The National Geographic Channel, y otros— vienen a ser en Norteamérica y Europa propuestas alternativas. Aquellos documentales propios más bien del cine con que intentan seducirnos carecen de valor, puesto que nunca intentan convertir en protagonistas "a la gente corriente".  

Alguien podría ofenderse, demandar: ¿Es que, llegado el momento, no soy capaz de darme cuenta de que quieren manipularme? ¿Es que no tengo derecho a ser manipulado? Ciertamente. Pero no resulta arduo convenir en que ese estado de percepción requiere de un entrenamiento. "Las masas", en la manera en que lo entiende la televisión globalizada, no estarían a la altura de esos entresijos.

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