“Da grima, da pena, creer que puede haber criaturas que por dinero, abran a los paseantes esta arca santa de los pueblos que debe ser la prensa.” José Martí


Alejandro Pedregal* - Cubainformación.- Pocas semanas después del triunfo de la Revolución, ante las amenazas de congresistas norteamericanos y la subordinación generalizada de la prensa, Fidel Castro organizó lo que se vino en llamar la Operación Verdad.

El periodista argentino Jorge Ricardo Masetti, que había entrevistado a Fidel y al Che Guevara en la Sierra Maestra llevando sus voces por primera vez al pueblo cubano a través de las ondas de Radio Rebelde, fue invitado para coordinar el evento. El acto consistía en un ejercicio de comunicación del nuevo gobierno revolucionario que, ante cuatrocientos informadores, principalmente latinoamericanos, quería revelar la “otra realidad” de aquellos días. Para ello, se habían propuesto combatir las tergiversaciones de las agencias internacionales, especialmente las de la United Press y la Associated Press que, en palabras de Fidel, limitaban la labor de los periodistas latinoamericanos por medio del “cable que no es latinoamericano”, pero que no les quedaba “más remedio que adoptar” ante la falta de alternativas, haciendo que la prensa de la región acabase siendo “víctima de los monopolios” estadounidenses.

El líder de la Revolución sentenciaba ante el fervor presente: “Hay que crear una agencia de noticias latinoamericana para contrarrestar las informaciones desvirtuadas”. Empresa que las autoridades cubanas llevarían a cabo con la creación de Prensa Latina, dirigida por Masetti a ofrecimiento del Che, y a cuya plantilla se incorporarían figuras de la talla de Gabriel García Márquez, Rodolfo Walsh, Rogelio García Lupo o Juan Carlos Onetti, además de contar con la colaboración de Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Waldo Frank o Charles Wright Mills, entre muchos otros.

El pasado miércoles 23 de noviembre había quedado para ir a desayunar en Madrid con un buen amigo y experimentado guionista, al que precisamente conocí en Cuba años atrás. Mientras me preparaba en casa, interrumpieron las noticias de la radio para dar una información de última hora: Rita Barberá había sufrido un infarto; ampliarían detalles al respecto en cuanto tuvieran más información. Me fui sin saber nada más hasta llegar, una media hora más tarde, a la cafetería donde había acordado mi encuentro. En ese intervalo se debió dar a conocer el fallecimiento de la antigua alcaldesa de Valencia. Al llegar a la cafetería, sin embargo, la noticia ya era otra: dos grandes televisores de plasma reunían a toda una pléyade de tertulianos hablando con desprecio de Unidos Podemos ante los ojos incrédulos de los presentes, que combatían la mañana entre cafés, cruasanes y tostadas. El motivo no podía ser más humano: los parlamentarios del grupo de Unidos Podemos habían decidido ausentarse del Congreso cuando se rindió homenaje a Barberá en el hemiciclo con un minuto de silencio. No se podía mostrar menos empatía ni sensibilidad ante el fallecimiento de una persona, que además era un cargo público. No importaba que no fuera parlamentaria o que nunca se hubiese rendido un tributo así en el Congreso, incluso cuando asesinaron a Josu Muguruza o murió José Antonio Labordeta (que sí fueron parlamentarios), en cuyo caso la Mesa del Congreso rechazó un acto similar. Se trataba de un acto de humanidad perfectamente comprensible y no era el momento de recordar que cuando se pidió un minuto de silencio en recuerdo del expresidente de la Generalitat asesinado por Franco, Lluís Companys, un diputado del PP interrumpió el homenaje al grito de “¡Viva España!” No se podía ser rencoroso en un momento así, independientemente de que la fallecida, cuando aún era alcaldesa, se hubiera burlado públicamente de los 43 muertos y 47 heridos del accidente del metro de Valencia cuando una protesta frente a ella reclamaba esclarecer las responsabilidades políticas. La banda del melenudo de Pablo Iglesias debería haber mostrado más madurez y menos resentimiento. Podrían por ejemplo haberse mirado en el espejo de sus compañeros en la Cámara Baja del PP, cuyo partido había abandonado a su suerte a Barberá apenas unos meses atrás, aplicando alrededor de ella un cortafuegos ante los escandalosos casos de corrupción que la salpicaban desde que dejó el ayuntamiento con una deuda superior a los 800 millones de euros. Aun así ahí estaban ellos, homenajeándola, olvidando esas diferencias mundanas que ahora no eran más que mamandurrias. Lo hacían desde el corazón, sabiendo diferenciar lo terrenal de lo divino, sin intención alguna de instrumentalizar una muerte y las instituciones públicas con fines partidistas, sin querer con ello monopolizar el debate público con fines ideológicos. O algo así es lo que decían en la televisión para cuando acababa mi primer café. Lo entendimos todos los presentes. No podíamos estar más de acuerdo. ¡Se trataba de la muerte de una persona, joder!

Al día siguiente, casualidades de la vida, asistí a un acto público en el que participaba Pablo Iglesias. Se trataba de la presentación del libro de Arantxa Tirado y Ricardo Romero ‘Nega’, La clase obrera no va al paraíso. Entre reivindicaciones de los políticamente incorrecto frente a la hipocresía imperante, y con vistas a construir ese “nuevo sentido común” gramsciano, Iglesias reivindicaba que a pesar del “linchamiento mediático” no había parado de recibir felicitaciones por la calle, porque era necesario diferenciar “las condolencias a la familia de los homenajes políticos” especialmente ante una figura “vinculada a la corrupción” como lo había sido Barberá. En el acto se recordó también la miseria planificada de la clase obrera por el neoliberalismo, ejemplificada en las víctimas de la pobreza energética por las que nadie guardaba minutos de silencio… También se acordaron del poeta comunista Marcos Ana, el preso que más tiempo había cumplido en las cárceles franquistas, 23 años, y que en aquellos momentos agotaba su vida en un hospital madrileño… Bien, pero… ¡Se trataba de la muerte de una persona! ¿Tan difícil es de entender?

Esa misma noche murió Marcos Ana. A la mañana siguiente, el viernes 25, yo salía de viaje. Conmocionado ante la noticia, leí algunos de sus poemas, así como las elegías que le dedicaban aquellos que le habían conocido y admirado, y que fueron publicando sobre todo en medios digitales. No me sorprendió que los medios más relevantes del país le dedicaran tan poco espacio; la muerte de Barberá y el desplante insensible de esos bárbaros de Unidos Podemos estaba demasiado reciente.

El sábado por la mañana desperté temprano. Tenía dos mensajes en el teléfono de dos amigos cercanos, uno cubano y otro argentino. Me daban la noticia de la muerte de Fidel, golpeados en lo más íntimo. Ya no pude recuperar el sueño y me puse a leer las noticias. Al cabo de un rato, mientras preparaba café, en la radio conectaban con Miami y hablaban con el alcalde, que se dirigía a una fiesta de celebración pasadas las 3 de la madrugada en la ciudad de Florida. El tipo no podía estar más exultante confesando que llevaban años esperando la noticia. Al acabar la entrevista, los tertulianos en el estudio comenzaron a comparar, entre chistes y comentarios ingeniosos, la declaración de la muerte de Fidel por parte de Raúl Castro con la que en su día hizo Arias Navarro en el fallecimiento de Franco, subrayando la falta de sentimiento en la primera. Se trataba de la misma radio en la que apenas uno o dos días atrás el periodista Iñaki Gabilondo afeaba a los parlamentarios de Unidos Podemos su actitud ante el minuto de silencio de Barberá, porque “ya forma parte de lo establecido” y “ya es parte del sistema”, y éste sólo se cambia a través del respeto a las instituciones, “cambia[ndo las] leyes, no colecciona[ndo] gestos”… Y esas cosas que ya deberíamos saber todos. ¿Por qué deberíamos saberlo? Porque nos lo dicen a todas horas, estemos desayunando en una cafetería con una tertulia en la televisión, leyendo un periódico durante un viaje o escuchando la radio mientras hacemos el café. Es de sentido común.

Supongo que a nadie le escandalizará si afirmo que resulta evidente la capacidad de nuestros medios para configurar y dar forma a nuestras concepciones del mundo, construyendo lo que Gramsci llama el sentido común, sobre el cual se establece la hegemonía social que se naturaliza y se percibe sin alternativa posible en la ciudadanía. Es difícil por tanto entender que alguien se escandalice al descubrir la importancia que puede alcanzar el control sobre estos medios y porqué se ambiciona tanto, que a menudo dependan de la publicidad de grandes empresas para su subsistencia o que su información se cocine (cuando no se transmite sin filtro alguno) en una gran cantidad a partir de los cables que elaboran menos de una decena de agencias de noticias internacionales, en su mayoría estadounidenses. Del mismo modo, a nadie debería escandalizarle tampoco que los caprichos de los consejos de administración de los grandes medios, controlados por compañías multinacionales, no se comporten de manera desinteresada y que, por tanto, el periodismo resultante se vea afectado por todos estos condicionantes. Dentro de ellos, algunos periodistas “independientes” siempre se apresuran a reivindicar que a ellos nadie les ha callado nunca por expresarse públicamente en un medio. Habría que recordarles lo que le dijo Noam Chomsky a uno de ellos cuando se excusó reivindicando que él nunca se había autocensurado: “Yo no digo que usted se autocensure. Estoy seguro de que cree todo lo que dice. Lo que yo digo es que, si usted creyera algo diferente, no estaría sentado donde está sentado”.

Es un acto interesado reclamar el respeto por unos muertos, pero acallar las noticias o celebrar y reírse de otros. Es un acto interesado comparar al responsable de un golpe de estado que condujo a una guerra civil, tras la que aún hoy mantenemos el dudoso honor de ser el segundo país del mundo en desapariciones, aliado de Adolf Hitler y Benito Mussolini, y cuyo régimen se sostuvo gracias al apoyo de Estados Unidos, carcelero y torturador mayor del mismo Marcos Ana, con el guerrillero revolucionario que se enfrentó, con un pequeño ejército de barbudos, a un dictador que había hecho de su país (una antigua colonia maltratada por el monocultivo impuesto por el capital extranjero) un casino y un burdel lleno de miseria y analfabetismo, y que en circunstancias históricas que jamás eligió tuvo que resistir a la mayor potencia económica y militar de la historia durante más de medio siglo (la misma que mantuvo a Franco en el poder) para revertir la situación catastrófica en que se encontraba su tierra, logrando sus objetivos a pesar de embargos, sabotajes, tentativas de invasión y más de 600 intentos de asesinato contra su persona por parte de dicha potencia, amigo además de Salvador Allende, Nelson Mandela o Hugo Chávez, al que C.L.R. James comparó en Los jacobinos negros con el líder de la Revolución de los esclavos de Haití, Toussaint L’Ouverture, admirado por Pablo Neruda, Gabriel García Márquez, Eduardo Galeano, Juan Gelman, Rodolfo Walsh o Julio Cortázar, pero sobre todo por los condenados de la Tierra, al que hoy lloran en cada continente los más miserables, aquellos que nunca podrán acceder a la tribuna de esos medios que tienen que ver, escuchar o leer para formarse una concepción del mundo, y que contrarrestan como pueden desde su propia experiencia vital. Todo son actos interesados: callar las injusticias y mirar hacia otro lado, pedir respeto por el fallecimiento de unos mientras se emiten horas de celebraciones por el de otros, omitir el llanto que una muerte causa en millones, comparar realidades y personajes que bajo cualquier metodología de análisis resultan tan alejados entre sí como dos galaxias en el espacio.

Cuando Marx exponía las fallas de la democracia burguesa para dar respuesta, bajo su pretendida visión universal de la ciudadanía, a las latentes diferencias económicas que en la práctica perpetuaba, condicionando las voluntades políticas de la población, lo hacía dentro de un contexto mediático que hoy nos resulta notablemente primitivo. Es posible que por este motivo el pensador alemán no le dedicara demasiado espacio a este ámbito en su obra. Sería Lenin el que, en su praxis revolucionaria, mejor comunicaría la relevancia esencial de la prensa y la propaganda para alcanzar y sostener en el tiempo sus objetivos transformadores. En 1959, tras el triunfo de la Revolución, Fidel Castro no tardó en manifestar la importancia que tenía la información para el éxito de la empresa revolucionaria que se había marcado, “para contrarrestar las informaciones desvirtuadas” como destacó en la Operación Verdad. Aquello, como hemos visto, llevó a la creación de Prensa Latina, y fue precisamente trabajando en esas oficinas cuando Rodolfo Walsh decodificó una serie de cables que sirvieron para frenar el intento de invasión de Playa Girón.

Hoy muchos traen al debate público la cuestión de la “democracia para Cuba”, algo que viene precedido por un martilleo mediático de años y años y años, y que ha servido para legitimar la supuesta necesidad del propio debate. Se deja sin embargo a un lado el debate sobre la democracia en sí, como si ésta no fuera más que una categoría absoluta que viene ya dada por una fuerza divina y que debe reproducirse con mecanismos preestablecidos por toda latitud terrenal sin cuestionamientos ni mamandurrias. No entraré aquí en ese debate, en si hay otras formas democráticas posibles, si esas incluso ya se han ejercido en Cuba o si esto que pisamos aquí puede catalogarse realmente de democracia o si es otra cosa, producto de una historia depredadora y de la acumulación originaria o vete a saber qué. Pero ya que he hablado tanto de los medios, sí quiero abrir una rendija por la que colar una duda al respecto… ¿Es posible la democracia si aquellos que tienen la capacidad para inducir la actuación de los ciudadanos, que dan forma a cómo funciona el mundo construyendo voluntades, no son ni aspiran a ser democráticos y además repiten mañana, tarde y noche un relato que proyecta las fantasías de sus consejos de administración, controlados por poderes fácticos y de cuyas identidades e intereses apenas nos llega de cuando en cuando algún detalle por vías informales?

El domingo 27 de noviembre la portada del ABC, con un retrato de Fidel sobre fondo rojo, titulaba: “Muere el tirano de Cuba”. Aquello me tranquilizó. Me hubiera preocupado mucho si el mismo periódico que en su día felicitó el cumpleaños a Hitler, se dedicó a dar constantes loas a Franco durante décadas (despidiéndole con un “Vivo en la historia”) o dio la bienvenida a Pinochet celebrando el golpe contra Allende (expresando además su deseo de que “los militares, una vez cumplida su misión quirúrgica de urgencia, devuelvan a Chile al normal ejercicio de la democracia” [cursiva mía]), hubiera cambiado un ápice su línea editorial repentinamente. Hay que agradecerles que cada día y sin excepción se esfuercen tanto por dejar bien claro dónde estamos cada uno. Y como muestra de agradecimiento, a cambio yo quiero desde aquí regalarles una frase de José Martí: “No merece escribir para los hombres quien no sabe amarlos”.

* Alejandro Pedregal es investigador postdoctoral en el Departamento de Cine y Televisión de la Universidad Aalto, Helsinki (Finlandia), co-director del documental sobre Cuba Tú fuiste la semilla y autor de Film & Making Other History: Counterhegemonic Narratives for a Cinema of the Subaltern. Sobre el papel de Rodolfo Walsh en Prensa Latina y los episodios de Playa Girón ha escrito el ensayo The Minister of Girón, publicado en Rab-Rab–Journal for Political and Formal Inquiries in Art, 3.

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