Aurelio Alonso* - La Ventana.- Sería erróneo pretender que cualquier proceso que se defina hoy como socialista puede ser concebido como otra cosa que una transición. Ya se transite desde una sociedad dominada por el mercado o desde una sociedad donde la centralización estatal de las decisiones y de la economía se haya convertido en principio rector con carácter absoluto. O sea, tanto si se tiene que romper con un esquema de poder normado por cánones liberales, que protejan la dinámica de acumulación de capital a toda costa, como si se quiere salir de los excesos de verticalidad en los dispositivos de toma de decisiones.


Las transiciones suponen definir desde dónde y hacia dónde se transita. Ante esta complejidad, que informa la connotación del concepto, y tras experiencias socialistas tan cargadas de reveses, todos somos aprendices. Y se hace muy difícil articular juicios definitivos, y hasta intentar hipótesis, sin bordear el peligro de la superficialidad. En especial cuando la reversión sufrida por los países del Este ha hecho que se asocie el concepto de transición a la renuncia del socialismo.
 
Permítanme centrar la atención ahora en la pregunta más simple en que se expresa la curiosidad sobre el tema de la transición cuando se trata de Cuba: ¿qué va a suceder cuando salga de manos de Fidel la dirección del proceso cubano? Habría que distinguir la alusión a su eventual desaparición física, para evitar eufemismos, porque que «no esté» tiene otro significado. Ahora mismo, hace ocho meses que «no está». Aunque «no está» tiene un sentido restringido, y tampoco excluye que su recuperación le permita volver a asumir a plenitud las riendas de la dirección política.
 
Me gustaría detenerme en la pregunta misma, en lugar de apresurar una respuesta inmediata, y tomar distancia de lo que las tentaciones del simplismo suelen reducir a cábalas inútiles sobre quién sería el sucesor. Distingo dos vertientes: una se refiere al rumbo de la dinámica de cambios y la incidencia del hecho en la transición cubana. Si algo ha demostrado la enfermedad de Fidel Castro es que su ausencia no va a significar una catástrofe política para el proyecto cubano, de historia accidentada pero de horizontes muy claros.
 
Decir que el país cuenta con un capital profesional como nunca había contado antes, significa que también es más capaz que nunca de interiorizar sus experiencias y dirigirse a sí mismo. De qué maneras concretas van a darse la continuidad y el cambio dentro de una transición mayúscula que comenzó hace casi medio siglo, sólo lo sabremos a medida que las coyunturas impongan respuestas puntuales.
 
La otra vertiente es la del peso de la subjetividad: la cuestión de la impronta que quedará de Fidel en el imaginario de los cubanos de las generaciones que le sobrevivan. Esa presencia será importante como inspiración, pero por las decisiones a tomar y el perfil del quehacer institucional, les tocará responder a quienes le vayan a suceder como actores. Nadie puede dirigir desde la tumba, como preocupaba a Thomas Payne que se aspirara a hacer en los nacientes Estados Unidos. Payne debió prevenir también que se dirigiera desde las bóvedas de los bancos, como finalmente tuvo lugar.
 
Lo que en el socialismo del pasado siglo fue atribuido al fantasma de Stalin, como perpetuación de un estilo, debiera identificarse mejor en la mediocridad que impidió a sus seguidores corregir los verdaderos defectos estructurales del sistema.
 
La huella que deja un estadista no está cifrada en que quienes le sigan apliquen continuidades mecánicas. Ni el legado de Mao Tsedong en China, ni el de Ho Chi Minh en Vietnam, han estado sujetos a las coordenadas que se atribuyó al estalinismo. En Francia ninguno de los presidentes que han sucedido a Charles de Gaulle hubiera podido desconocer la influencia de su impronta como estadista, pero aun quienes se definen como gaulistas han seguido estrategias que serían irreconocibles por aquel mandatario.
 
No pensaría dos veces para afirmar que en el caso de Cuba el legado de Fidel se ha hecho ya incuestionable. No sólo para la Isla, sino para una América Latina que ha comenzado a potenciar, más allá de la acción de movimientos sociales, una voluntad de cambio en las esferas gubernamentales, que asumen reclamos de soberanía efectiva y defienden los derechos de los pueblos. Con diversos grados de radicalidad, pero con un importante denominador de resistencia y una creciente conciencia orientada a la integración. El siglo XXI se ha inaugurado como un tiempo de despertar político, y de búsquedas de rescate del ideal de justicia y equidad que los extremos neoliberales intentaron barrer. La silueta histórica de Fidel, su perfil pionero, se vuelve emblemático.
 
En estos nuevos escenarios nacionales, el desafío de la transición, en términos de superación de patrones liberales, se intensifica progresivamente. En Cuba discurre por cauces que se atienen a otro patrón propio de continuidades. Como transición dentro de la transición, diría yo, y sin espacio para lecturas inmovilistas, porque el diseño de estrategias ha estado siempre condicionado por coyunturas internacionales. Al contrario de lo que muchos piensan, el escenario cubano ha sido, durante casi cinco décadas, un escenario ininterrumpido de cambios.
 
Contextualiza la transición cubana, en primer lugar, por supuesto, la política norteamericana. Nada hace pensar que este contexto, marcado por el bloqueo y la hostilidad de los Estados Unidos, vaya a cambiar en el paso de una Cuba con Fidel a una Cuba sin Fidel. Sobre todo cuando observamos que los signos de agresividad imperialista se extienden ahora también a los gobiernos que van asumiendo posturas de resistencia y de rescate de soberanía: y cuya apertura refuerza la presencia cubana en el concierto regional.
 
Los críticos del proyecto socialista cubano acostumbran a objetar que los gobernantes de la Isla se han habituado a subordinar su diseño a la política norteamericana hacia Cuba. Después de vivir y reflexionar día a día el trayecto recorrido desde 1959 me cuesta ver cómo podría ser de otro modo. De hecho, para resistir la erosión económica, política, cultural y de todo género, de este embate sin tregua, el teorema que hará inmortal a Castro es la demostración de lo mucho que se puede lograr en condiciones tan adversas.
 
Resistir (palabra clave para una ideología afincada en la soberanía), dar seguridades de subsistencia a la población, formar un sólido capital humano, practicar una solidaridad sistemática y masiva con otros pueblos. Y por encima de todo, ese valor, en apariencia intangible, de la dignidad de no dejarse someter por la fuerza del aparato imperial.
 
En el caso cubano el éxito o el fracaso en este medio siglo no pueden ser medidos por la consolidación del desarrollo económico. Ni siquiera por la superación de pobreza de la cual a menudo presumimos, que en rigor ha sido superación de desamparo, porque los niveles de austeridad que tienen que padecer los cubanos son muy altos, y sólo parece que comenzarán a aliviarse a medida que la recuperación permita remontar el drama de los noventa.
 
No es un secreto que la economía de la primera década del experimento revolucionario está repleta de desaciertos y de reveses. Tampoco es un secreto que la que se desarrolló bajo el sistema de preferencias del CAME a partir de 1972 (la dependencia soviética) padeció menos reveses, o de otros distintos, pero tal vez desaciertos mayores. En alguna medida reveses y desaciertos de diferente tipo. Los primeros a causa de la inexperiencia y la escasez de capital profesional; los siguientes por los defectos del modelo, la pérdida de ingenio implícita, y otras deformaciones.
 
Dentro de los cánones que identificamos hasta hace poco como socialistas resultó a veces más difícil para los cubanos manejar una abundancia un tanto exótica, que hacer frente a los obstáculos.

Lo acontecido en los noventa, a partir del derrumbe, y hasta nuestros días, es con más razón, motivo de polémica. Quiero pensar que el proyecto cubano ha rebasado ya su etapa más dura, y lo ha conseguido con gloria. Peor sólo podría ser un escenario de «iraquización» en la política latinoamericana de Washington: improbable, pero no imposible.
 
Diría, para dar integridad a estas apreciaciones, que en Cuba la Revolución de 1959 inició un proceso de transición al romper con el capitalismo dependiente, desde una decidida orientación socialista, dentro de un océano de complicaciones Y que después del derrumbe del sistema soviético se abre, en Cuba, con una serie de reformas económicas e institucionales, un segundo proceso, que pudiera calificarse de transición desde el modelo socialista frustrado hacia la búsqueda de un socialismo viable. Con lo cual subrayo que la necesidad de reinventar el socialismo del siglo XXI, a la cual se ha referido Hugo Chávez con reiteración, es un propósito tan válido para los cubanos como para los que tratan de emprender el camino desde otros contextos económicos, políticos y sociales.
 
No podría atribuir, en bloque, a las reformas de los noventa, el carácter de una estrategia lineal y consecuente. Tampoco me siento en capacidad de distinguir qué debe quedar de las mismas y qué está llamado a revertirse. Ni excluyo los riesgos de errores en políticas futuras y de nuevos reveses a remontar. Pero es imposible pasar por alto que aquellas medidas permitieron al país amortiguar la caída, y a la vez iniciaron una nueva etapa en la transición.
 
Hablar de democratizar se ha vuelto hoy tan ambiguo que puede tener significados diagonalmente opuestos. Gobiernos «del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», como soñó Lincoln, no son viables en los Estados Unidos de hoy, ni lo eran cuando estalló la Guerra Civil, ni cuando tuvo lugar la expoliación de la mitad del territorio mexicano: simplemente se trata de un ideal incompatible con la lógica liberal de la acumulación capitalista.
 
Pero la otra cara de la verdad es que no basta con que el proletariado tome el poder, ni con que la burguesía sea expropiada, ni con que se derogue la legalidad del ancien régime, ni que se barra con sus instituciones, y se desechen sus fundamentos ideológicos. El dato clave es, a mi juicio, que reinventar el socialismo supone parejamente reinventar la democracia, y viceversa, y este es un paquete completo en la agenda del siglo XXI. Se ve con claridad en los procesos de cambio que tienen lugar hoy en América Latina. Se ve con claridad también en las urgencias del socialismo cubano. Asumo un rechazo tácito al verbo «democratizar», debido a las confusiones inevitables a que nos conduce, ya que se hace imposible hablar de democracia sin generar debate y afrontar equívocos.
 
Una sociedad que, como la cubana, ha armado sus instituciones políticas sobre cargos honorarios, con presupuestos de rendición de cuentas y revocabilidad del mandato de los elegidos por parte de los electores, y otros elementos similares, cuenta con referentes muy sólidos en sus esquemas de representatividad para avanzar en el camino de construcción de una democracia esencialmente distinta. La cuestión de si lo logra o no, entra en el juego de las posibilidades. La de cómo va a lograrlo, en la agenda de los desafíos.
 
En un plano negativo, hay que reconocer que la institucionalidad vigente hoy en Cuba padece de lastres burocráticos muy pesados, heredados en cierta medida del modelo soviético, y justificados a costa del reclamo de unidad y de las virtudes a las cuales aludí antes. La propuesta leninista de «centralismo democrático», como fórmula de poder proletario, ha terminado por consagrar la vertiente centralista para decidir, y la democrática para apoyar, cuando su mérito consistiría en que toda acción centralizada esté sujeta a lo que democráticamente se decida. La confrontación entre el inmovilismo y la imaginación al interior de la institucionalidad actual se asoma ya, aunque de manera poco visible aún, en la «batalla de ideas» que hoy se libra en Cuba.
 
El abanico de problemas puntuales que afronta la sociedad cubana actual es demasiado amplio como para abarcarlo aquí, pero no puedo dejar de asomarme a ellos, porque están dentro del inventario reconocido de lo que urge atender en el proyecto de transición: la estructura más propicia para la economía socialista (problema no resuelto definitivamente), asegurar que la estrategia de recuperación ambiental condicione el alcance de las políticas económicas, una estratificación de ingresos más equitativa dentro de la sociedad cubana, la satisfacción de necesidades prioritarias cuyo déficit califica en indicadores reales de pobreza (nutrición desigual y deficiente, precariedad de la vivienda), la confrontación de la corrupción y las anomias sociales y, como he sugerido desde el comienzo, la configuración de canales de participación efectiva de la población en los mecanismos de decisión en todas las instancias, con la consecuente redefinición del papel de los aparatos del Estado y del Partido en la gestión dirección política del país.
 
El cuestionamiento del unipartidismo es, en realidad, un dilema importado. La cuestión vinculada al tema «partidos políticos» no radica esencialmente en que sea uno o sean varios, sino en el significado de la organización partidaria dentro de la institucionalidad política y social. El multipartidismo no tiene por qué traducirse en obstáculo a la socialización, ni el unipartidismo en partidocracia.
 
La cuestión radica en que el sistema no bloquee, sino que facilite la participación efectiva de la población en la toma de decisiones y la defensa de sus intereses. Confío en que los órganos del Estado tendrán en el futuro de Cuba un papel más decisivo como transmisores de la voluntad popular en la gobernabilidad del sistema, y el Partido se transforme más en una fuerza de aseguramiento moral (como corresponde a la idea original del «partido-vanguardia») y menos una instancia de poder.
 
En tanto la crítica tienda a convertirse en el atributo de las instancias superiores y la autocrítica en la expresión esperada de humildad de las bases, y se rechace la relación inversa, indicativa de toda la potencia transformadora del pueblo, la institucionalidad socialista se verá amenazada por el mal que hizo irrealizable el panorama que intentó abrir hace un siglo al mundo la Revolución Bolchevique.
 
No me siento en condiciones de precisar en qué medida el socialismo cubano está permeado por estos males, aunque soy un testigo entre tantos de sus desatinos tanto como de su grandeza. Y a la larga, no está de más inmunizarse incluso contra males que ya creamos curados. Así veo la transición cubana, desde los desafíos del presente, y sobre todo del futuro, ante los cuales estoy convencido de que el propio Fidel hubiera llegado más lejos si hubiera podido conducir su proyecto revolucionario en condiciones normales, sin un permanente estado de sitio.

 

* Subdirector de la revista Casa de las Américas (La Habana)

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