Luis Sexto - inSurGente.- Ciudad idiota llamó Miguel Ángel Limia a La Habana. Más o menos contemporáneamente, Jorge Mañach admitió que era indiscreta e ingenua como un muchacho grandullón. Un poco antes, Miguel Ángel de la Torre la tachó de ciudad pecadora y soberbia. ¿Quién entonces no tenía una queja contra la capital?  Rubén Martínez Villena, que había afirmado que Limia era el cronista de aquella generación y que polemizó con Mañach sobre poesía y política desde la izquierda, también desahogó en esos días de la década de los 1920 un eructo sobre La Habana y sus ediles, al recoger en una crónica el fanguillo indeleble que, tras la lluvia, se amontonaba en las calles y salpicaba automóviles, pantalones y piernas con ronchas de sarampión negro.

Hoy pasa lo mismo. Aunque ya la crónica no es en los periódicos “la sonrisa de la primera plana” que festejó el propio Miguel Ángel de la Torre, la gente echa en el tintero de la prisa callejera sus invectivas sobre la ciudad. La irreverencia colorea la relación con La Habana. Unos la maldicen; otros la rebajan. Le gritan sucia. Caliente. Bulliciosa. Y sin embargo, ahora como antes, vivimos entre el odio y el amor. Porque, detrás del insulto, estira sus dorados crespos la melcocha, el ditirambo, el ronroneo de los felinos inferiores cuando se rascan en las canillas del amo.

Lo más impresionante de esta paradójica tradición de insolencias y querencias se halla en que lo menos habanero de La Habana son sus pobladores. Limia vino de Baracoa; De Sagua, Mañach; de Cienfuegos, De la Torre; Rubén, de Alquízar. Y miles que pasan por ser de aquí, somos de… por allá, del Juan de las Quimbambas que a veces no aparece en el mapa. Ninguno de aquellos nombres de prosa enhiesta y talento zahorí abandonó la ciudad idiota, indiscreta, ingenua, soberbia. Ni otros, con menos alcurnia, hemos abandonado después la sucia, caliente, bulliciosa ciudad. A pesar de las demandas, del pleito cotidiano con la insuficiencia o la desmesura, La Habana es única, irrepetible, insustituible, máxima, para los mismos que la denostan.

Sus inicios de villorrio fueron inconstantes. Como nuestro amor. La semilla de la ciudad futura se movió saltando tal un caballo de ajedrez. Puso sus cascos de guano y adobe en tres casillas distintas: primeramente en el sur, en un sitio que nadie podrá asegurar por el momento, con puntería histórica, si fue Batabanó o la desembocadura del Mayabeque, o un punto más adelante, quizás empeñada en calificarse dentro de la actual provincia de Pinar de Río; después al noroeste, cerca del hoy barrio de Puentes Grandes, y luego se asentó al borde de la bahía. Vino prehecha, en el sofocón de las carabelas, agitándose en los esquemas medievales de los conquistadores.

No hay que descubrirla. Pero ha sido descubierta una y mil veces, cuando algún cubano se hospeda en La Habana con la sensación de llegar a la gaveta de los misterios nacionales. Y se engendra así el primer enigma. Porque de pronto nuestra relación con La Habana comienza a desenvolverse de persona a persona; la tratamos como un ser vivo. La ciudad se introduce en el recién llegado por el olor -como  una mujer con su perfume-, cuando entrando por ferrocarril, o en ómnibus, desde el oriente –incluso en tren desde occidente- lo agarrota a uno el vaho inigualable de gas y humo, monóxido y pescado de la zona de Tallapiedra, ahí, donde otro cronista de aquellos tiempos atinó a decir que se retorcían los intestinos de La Habana. Y al pasar en mayoría por la puerta del retrete, descubrimos la humanidad espacial de La Habana.

Y por qué tan humana. ¿Cuál ensalmo o conjuro amarra de modo tan pugnaz y tierno la relación entre la ciudad y sus habitantes, ese te odio y te quiero, esa lágrima por que te añoro y esta otra por que no te soporto? Oh, La Habana…  Es un ser vivo, porque nació en la contradicción. Se levantó junto al agua, lejos de la que podía beber. Contaba cuatro casas de familia alrededor del Castillo de la Fuerza, y los vecinos se recreaban en 50 tabernas, y fue albergue de dos futuros santos –San Luis Beltrán y San Francisco Solano- y al par crucero marinero de putañerías y escándalos… La hicimos y nos hizo. Como nos dobla la imagen un espejo. Y después de saberlo qué queréis, pregunta mi amigo Argelio Santiesteban, experto en habanerías. ¿Qué queréis: el vuelto?

(Del libro “Con Judy en un cine de La Habana y otras crónicas de la ciudad”)

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