Belén Gopegui - Cuadernos Hispanoamericanos, nº 681.- En el poema Guía para la Física Moderna de un Niño, Auden escribe: "Esta pasión de nuestra naturaleza/ Por el proceso de descubrir/ Es un hecho que apenas se puede dudar,/Pero me alegraría más/ Si supiera más claramente/ Para qué queremos el conocimiento". El físico Richard Feynman había comentado en una ocasión “la falta de aprecio emocional de los poetas hacia los aspectos de la Naturaleza que se han revelado en los últimos cuatrocientos años”.

En 1967 alguien le envía el poema de Auden para mostrarle que los poetas modernos escriben prácticamente acerca de todo. Sin embargo, Feynman replica: “El poema del señor Auden sólo confirma esta falta de respuesta a las maravillas de la Naturaleza, pues él mismo dice que le gustaría saber más claramente para qué queremos el conocimiento. Lo queremos para poder amar más la Naturaleza. ¿No daría vueltas a una bella flor en su mano para verla también desde otras perspectivas?”.
Feynman sabe que los hombres buscan el conocimiento con muchos otros fines, para hacer la guerra, para tener un éxito comercial, para ayudar a los enfermos, etc, motivos de diverso valor. Los poetas, dice, entienden estos motivos obvios y sus consecuencias, y escriben sobre ellos. Pero, a su modo de ver, las emociones de “asombro, maravilla, deleite” que se experimentan al descubrir cómo trabaja la Naturaleza en los mundos animado e inanimado raramente se expresan juntas en la poesía moderna. “La insensibilidad de nuestra época”, concluye, “tan lamentada, es una insensibilidad que sólo puede ser aliviada por el arte, y desde luego, no por la ciencia sin arte. El arte y la poesía pueden evocar la belleza y hacer, poco a poco, la vida más bella”.
El poeta y más aún el narrador, podríamos responder a Feynman, se ocupan menos de cómo funciona la naturaleza y más de la cultura, de la llamada civilización, de las acciones y pasiones humanas. Esto acaso explique que ambos hayan perdido cierta capacidad de asombro o maravilla pues, con demasiada frecuencia, no encuentran civilización sino barbarie.
En 1983 Erich Fried escribe el poema Deuda de reconocimiento y lo fecha “cincuenta años después de la subida al poder de Hitler”. Dice así: “Demasiado acostumbrados/ a temblar de indignación/ por los crímenes de los crímenes/ de los tiempos de la esvástica/ Nos olvidamos/ de estarles un poco agradecidos/ a nuestros antecesores/ porque sus acciones / Podrían seguir ayudándonos/ a reconocer a tiempo /la fechoría incomparablemente mayor/ que hoy estamos preparando nosotros".
Tienen a su manera, razón los poetas y los narradores. Tienen razón quienes señalan, como Fried en otro momento, la importancia de remontarse “a las más profundas raíces del mal de las cosas primigenias”. Pero tal vez también el físico tenga a su vez razón. Tal vez el narrador y el poeta deban ocuparse de aspectos de la naturaleza que apenas han sido vislumbrados por la literatura, y ocuparse de aspectos de la cultura y de la civilización que la literatura ha considerado, al menos cuantitativamente, menos importantes.
Pues si las más profundas raíces del mal, el desprecio, la hybris, la mezquindad, la mentira, la cobardía, el miedo, los desastres, las vidas aparentemente tranquilas pero que sin embargo guardan tormentos en su interior, la muerte, la ira, la ambición criminal, los celos, la traición, la tortura, la ignominia, el daño, si todo ello, decía, ha sido abundantemente tratado en la literatura, por el contrario ni las más profundas raíces del bien, ni siquiera las más superficiales, han merecido algo más de unas cuantas páginas a lo largo de los siglos. Decir, como Gide, que con los buenos sentimientos no se hace literatura, no vendría al caso pues la expresión buenos sentimientos alude antes al mero gesto caritativo, la compasión blanda, la ternura empalagosa, que al hecho de investigar cómo funcionan los individuos y las sociedades cuando no producen barbarie sino integridad de ánimo y bondad de vida.
Este, diremos, sesgo del interés que experimentan poetas y narradores, afecta también a los textos que se escriben sobre literatura, sobre política, o sobre literatura y política. Bien es cierto que han sido muchas más las experiencias de conquista, esclavitud, guerra, sometimiento, a lo largo de la historia, que aquéllas en donde grandes grupos humanos han procurado construir espacios de bondad y justicia. Por eso pido ahora, como Feynman, una mirada dispuesta a descubrir de qué modo trabaja esa parte de la naturaleza que llamamos sociedad humana cuando no se devora así misma.
Voy a centrarme en un único sector de la sociedad, la biotecnología, dentro de un único país, Cuba, y en una determinada organización política llamada revolución. Como es sabido, en las revoluciones la justicia social procura ser fruto deliberado de la política y no consecuencia improbable de la economía. Es también sabido, y admitido incluso por sus mayores detractores, que los primeros pasos de la revolución cubana supusieron la creación de un sistema de educación universal totalmente gratuito, la construcción de escuelas primarias, secundarias y preuniversitarias en todas las provincias y la expansión de la educación superior. Además, partiendo de bases prácticamente inexistentes en la etapa pre-revolucionaria, comenzó a surgir y a expandirse la red de instituciones de investigación científica hasta llegar a su composición actual de 221 Centros de Investigación en donde trabajan más de 31.000 personas. Si se incluyen también los profesores de universidad, significa que hay tres investigadores por cada mil personas en edad económicamente activa, una cifra muy superior a la media de América Latina y equivalente a las estimadas para España, Holanda o Austria.
Conviene siempre que se habla de Cuba recordar que no parte de las mismas condiciones que España o Francia. Conviene recordarlo no tanto para disculpar las posibles carencias de la revolución cubana, como para despertar la imaginación europea acerca de lo que sería posible hacer aquí con los recursos que se tienen si los gobiernos y los pueblos decidieran poner la economía al servicio de la política y no a la inversa.
Lo que se hace en la biotecnología cubana, al decir de Agustín Lage, director del Centro de Inmunología Molecular, es romper el ciclo de “causalidad circular” por el cual en los llamados países subdesarrollados los bajos ingresos de la economía y la escasa inversión en ciencia y tecnología se condicionan mutuamente. La creación del Polo Científico de la Biotecnología es, en este sentido, una inversión de Estado destinada a romper esa causalidad.
Cabe citar aquí algunos de los productos y resultados científicos y económicos de la biotecnología cubana: la existencia de más de veinte biofármacos y vacunas incorporadas al sistema de salud, más de novecientas patentes, vacunas novedosas con tecnología propia para prevenir varios tipos de meningitis, el hecho de que Cuba sea el país del mundo con mayor intensidad y cobertura de vacunación, la drástica reducción de la incidencia de hepatitis B, producto de la vacuna recombinante, el acceso amplio de toda la población a medicamentos de alta tecnología o la red nacional de inmunodiagnóstico. Como se ve, los datos sobre productos se unen a los datos sobre su impacto en la salud de la población, lo que significa que la ciencia forma parte de un contexto social y actúa en él. Además, los productos de la biotecnología cubana se exportan hoy a más de cincuenta países.
Volvamos ahora a Feynman: por qué no dar vueltas a la flor en la mano para verla desde otras perspectivas. Parece lógico desear que los grupos humanos sean capaces de crear polos científicos al servicio de la salud colectiva y, por lo tanto, cuando esto así sucede parece lógico querer mirarlo desde otras perspectivas, comprenderlo, saber cómo funciona.
La cuestión, al decir de Agustín Lage, sería: ¿qué puede explicar el fenómeno de que la Biotecnología Cubana, surgida en un país sin desarrollo industrial previo y bajo el bloqueo paranoide de la mayor potencia del capitalismo mundial, haya logrado construir en unos años un balance económico positivo, mejorando al mismo tiempo la salud de la población, generando productos y una base de patentes? Lage da varias respuestas posibles que podemos resumir de este modo:
Una sólida base de inversión previa en educación y salud. Una inversión específica en Biotecnología que deje atrás la orientación de corto plazo propia del mercado y se guíe por criterios socialistas; esto permite proteger los recursos humanos en periodos de dificultades económicas o mantener, por ejemplo, la inversión aun en periodos de crisis como el que siguió a la caída de la Unión Soviética. Una propiedad social de las instituciones que garantiza la integración librándolas de la trampa de competir unas contra otras. Un diseño de las instituciones como “centros de investigación-producción-comercialización” que abordan, por tanto, el ciclo completo de la investigación científica. La consideración del pueblo cubano no como cliente sino como dueño socialista de las instituciones. Y para terminar, aunque habría más puntos, el hecho de que en la biotecnología, como en otras industrias de la llamada “economía del conocimiento”, la productividad dependa directamente de la creatividad de los trabajadores, y ésta, a su vez, de la motivación: “el éxito de la biotecnología cubana fue visto desde el principio”, señala Lage, “como parte de la defensa del socialismo en Cuba”.
A mediados de enero asistí en Madrid un Encuentro con los Premios Nacionales de Investigación 2006. Dos de los cinco premios trabajaban en proyectos de algún modo subvencionados por Bill Gates. Joan Rodés Teixidor, investigador hepático involucrado en un proyecto sanitario en Mozambique financiado por la fundación Bill &Melinda Gates, comentó los anteriores fracasos de esta fundación en otros países de África debido a la incapacidad para hacer un seguimiento de las personas que habían sido tratadas. La solución encontrada iba a ser acudir al GPS para tener controlados a los enfermos. Por otro lado, el catedrático de economía Andreu Mas Colell se había referido a los experimentos económicos destinados a buscar soluciones para salir de la pobreza y al esfuerzo por encontrar experimentos naturales, experimentos que no haya que producir sino sólo estudiar pues ya han ocurrido.
La labor de la medicina cubana en el exterior, que a la motivación económica de cada trabajador une la motivación de justicia volviendo innecesario recurrir al GPS para conocer a la población, no se nombró en aquel acto en ningún momento, como tampoco el experimento socialista que ha permitido a un país del llamado tercer mundo hacer ciencia en unos niveles que alcanzan y en muchas ocasiones superan a los llamados países desarrollados. Puede que no se aludiera a ello por razones ideológicas, o acaso por simple casualidad. Más que el motivo me importa ahora formular una pregunta anterior al poema de Auden, y a la declarada intencionalidad de Feynman. ¿Para qué queremos el conocimiento?, dice Auden. Para amar más la naturaleza, dice Feynman. O acaso también para transformarla en el sentido que dicten las construcciones morales con respecto a la voluntada de evitar el sufrimiento. Pero, en todo caso, la pregunta previa sería: ¿qué conocimiento científico queremos para qué? Y, del mismo modo, en cuanto a la literatura: ¿Qué conocimiento literario queremos para qué?
Aunque existen casos en que el conocimiento se encuentra por casualidad, lo habitual es que primero haya habido una intención. Si se pretende que los campesinos deban comprar las semillas cada año sin poder guardar las obtenidas en su cosecha, es probable que se encuentren tecnologías Terminator hechas para modificar genéticamente las plantas de tal manera que sus semillas se vuelvan estériles al momento de la cosecha. Pudiera además ocurrir que, en el camino, aparezcan tecnologías más benignas para la tierra o para los alimentos, pero sería raro. Y aun si se encontrasen, puesto que la pregunta original no era qué conocimiento necesito para amar más la naturaleza o para mejorar las condiciones de existencia, sino qué conocimiento necesito para vender más semillas, puede incluso suceder que lo casualmente encontrado pase inadvertido o se deseche. La apropiación privada de los excedentes productivos que son de todos, y su utilización como instrumento para ampliar los privilegios, fácilmente genera un para qué ligado a esas “fechorías” que al decir de Fried estamos preparando.
Termino entonces con una hipótesis temeraria en relación a la literatura. Escritores y poetas han padecido a lo largo de la historia la condición de bufones de los poderosos. Y es posible que a la hora de idear sus obras su pregunta haya sido, fundamentalmente: qué conocimiento necesito para agradar al noble, al rey, al rico. En tal caso, tendría una cierta lógica que tantos relatos y poemas de la “alta literatura” hayan versado sobre la pasión sin freno, el barro, la fatalidad. Pues una visión del ser humano como criatura infame, desmesurada y a merced de implacables designios es, sin duda, la que más puede convenir a quienes someten a sus semejantes. Del mismo modo, cabría así comprender que aquellos escritores que buscaban agradar a las llamadas clases populares con relatos de “baja literatura”, hayan construido criaturas tantas veces puras, inocentes e inmersas en un destino que en vez de zarandearlas con violencia, finalmente las premiaba. Y si a los segundos se les ha acusado con frecuencia de pintar los hechos de rosa sólo para agradar, habría que preguntarse hasta qué punto los primeros pintan los hechos un tanto oscuros o al menos eluden dirigir los ojos a lo claro también para agradar.
No todo es, lo sé, tan sencillo; hay grados, matices, combinaciones. Hay, como decía, una historia de la humanidad en la que los intentos de las colectividades por vivir libremente han sido arrasados una y otra vez. Sin embargo, esos intentos germinan de nuevo, ya sea en pequeños círculos, ya en colectividades de cientos de miles de personas. Es verdad, como también ha señalado Lage, que hace falta tiempo para “identificar sus regularidades por encima de lo anecdótico y capturar sus esencias”, ahora bien: una cierta persistencia en el deseo de identificar esas regularidades y capturar esas esencias significaría, al menos, haber elegido una formulación distinta a la pregunta del para qué del conocimiento literario. “Tener tema es tener dinero”, decía Baudelaire en el siglo XIX, o tener tema es tener protección podría haber dicho en siglos anteriores, o tener tema, diría hoy, es tener beneficio. Pero si nos mostramos de acuerdo con Feynman en que la ciencia y el arte pueden hacer, poco a poco, la vida -pero de quiénes- más bella, entonces la pregunta para los científicos, para los sociólogos, para los artistas, sería ¿qué tema, qué conocimiento, qué imaginación queremos para lograrlo? La cuestión es que, si en el concepto de belleza incluimos, como es posible hacer, el de bondad, seguramente muy pocas personas estarían hoy de acuerdo con la afirmación de Feymann, y eso no deja, por cierto, de ser extraño.
Cuba
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