Alguna práctica de la literatura

Laidi Fernández de Juan - La Jiribilla.- Las cárceles no deberían existir. Tampoco los hospitales ni los Cuerpos de Guardia ni las Estaciones de Policía. Porque las enfermedades, como los delitos, son antinaturales: no deberían tener vida.

Eso sería lo ideal, la perfección, el sueño divino. Pero así como se intenta profundizar el estudio de  muchas dolencias, y mejorar las condiciones antidelictivas, surgen nuevas patologías, nuevas transgresiones a la ley, y se mantienen, pese a todo, las ya conocidas.

Por consiguiente, aparecen nuevas terapéuticas y nuevos métodos  reeducativos.  Se trata del intento por el saneamiento, por ir ganando terreno a la enfermedad sea física, mental o moral.

Los hospitales y las cárceles tienen en común la tristeza, la lentitud agobiante del tiempo, la convivencia con desconocidos, y también la posibilidad de, paradójicamente, ser aprovechables.

Aún  quienes  tendrán que pasar largas temporadas allí,  tienen la posibilidad, mientras tanto, de aprender  a mejorarse. Y el objetivo, es, por supuesto, recuperar. Vidas, mentes, conductas, dejar de ser víctimas inocentes o no. No es comparable una glomerulonefritis con un robo a mano armada, por ejemplo. Ni un infarto del miocardio con una violación sexual, ni el seudohipoparatiroidismo con el tráfico de drogas.

Ni es lógico decir que el cumplimiento de la ley sea equivalente a una intervención quirúrgica, una sanción de privación de libertad a un cateterismo cardíaco, ni una litotricia extracorpórea a dejar de ver a los familiares por un tiempo establecido.

Pero sí hay determinada correspondencia entre  el aislamiento que requiere recuperarse de una neumonía por ejemplo, y la soledad que está implícita en la aplicación de una sanción.

La enfermedad física no es un hecho moral; pero la conducta delictiva, sí. Ambas condiciones exigen curas. Que muchas veces, y ojalá sean cada vez las menos, deben llevarse a cabo separándose  por un tiempo del resto de la sociedad para no contaminar a nadie más, para guardar distancia, para aislarse de aquella condición premórbida que propició la actual.

Lo mismo una amigdalitis estreptocóccica que un padre alcohólico que golpea a su hija. En el primer caso, el riñón termina por ser (y cito textualmente a ese Maestro de la Patología que  es Robbins), “víctima inocente de su propia función de filtración”, con lo que se instala la temible glomerulonefritis postestreptocóccica.

En el segundo, una joven abusada, termina por agredir a su progenitor, y es juzgada por homicidio.

En ambos casos, el ser humano víctima, termina por ser separado de su entorno habitual.

Hasta que logra recuperarse, fortalecerse, adquirir otra vez el estado  de bienestar biosicosocial que había perdido, (definición esta entre otras miles de qué es la salud), y se incorpora a su hogar.

Historias hay muchas, comparaciones también. Y, como dije al inicio, creo que lo ideal sería que los hospitales y las cárceles dejaran de existir, que fueran innecesarios, que, en todo caso, las recuperaciones se logren en el propio entorno que las propició. Rehabilitarse en el lugar de residencia tanto de una enfermedad, como de un acto delictivo, será un logro, una meta,  un sueño que lograremos alcanzar.

Como toda ilusión demora porque los sueños vienen lentos, y se requiere de  años, de esfuerzos, de complicidades entre muchos para lograrlos, pues mientras tanto la calidad de los médicos  y el trato en las instituciones penitenciarias se hacen más elevados —siempre sabiendo que son lugares a los que nunca deberíamos llegar—, no pretendo la hipocresía de alabar lo que debería extinguirse.

Las brigadas artísticas cubanas, sin embargo, han dado muestras a lo largo de la historia, de la utilidad del arte en condiciones llamadas límites. En determinados confines de la esperanza adonde llega el arte, se apresuran las curaciones, se acortan los momentos de añoranzas, y en sentido general, el contacto entre  los separados de la sociedad (el infartado y el violador, por ejemplo) actúa en  dirección bivalente. Se enriquecen ambos bandos.

Los enfermos, los condenados y los artífices de la belleza en cualquiera de sus expresiones, aprenden de la gratificante solidaridad que es tenderse las manos en esas ya mencionadas situaciones límites.

Desde hace varios años, por ejemplo, músicos, pintores, escritores para niños,  actores y actrices, recorren las salas de Oncología Pediátrica del país, los salones de diálisis donde reciben tratamiento los portadores de insuficiencia renal, los Cardiocentros y Pabellones de hematología. También cada  mes de febrero, durante la Feria del Libro que empezó siendo de La Habana, y actualmente recorre a toda la Isla, incluye entre sus actividades, visitas a Centros Penitenciarios. Acuden escritores de todos los géneros, y dialogan con los reclusos, llevándoles libros que enriquezcan las bibliotecas de esos lugares, y realizando lecturas que los reclusos prefieran.

Desde el primer trimestre del año pasado, además, se sistematizó la visita a dichos centros. Un grupo de narradores recorremos prisiones, y los resultados, como ya dije, son fructificantes, y asombrosamente estimulantes para nosotros también.

Daniel Chavarría visitó, por ejemplo, el Combinado del Este; Eduardo Heras León, la Prisión de San Francisco de Paula; Miguel Mejides estuvo en la Prisión Provincial de Pinar del Río, y yo estuve, entre otros sitios, en la Prisión Occidental de mujeres.

Además de lecturas, de satisfacer cualquier pregunta, de llevarles textos literarios para las bibliotecas de esos lugares, recorremos los pabellones, participamos en sus talleres narrativos,  presenciamos las clases que les son impartidas por profesores universitarios y somos agasajados con  bailes, declamaciones y la interpretación de piezas musicales  por parte de las reclusas. ¿Un paraíso entre paredes? ¿La farsa de un acto cultural en medio de la tristeza del confinamiento? Nada de eso. Se trata del enriquecimiento que el arte es capaz de ofrecer, de la necesidad intrínseca del ser humano de verse reflejado en esa otra magnitud de la realidad, imite quien imite  a quién.

Ya es conocido que “no todo en la vida (natural o cultural) es aceptado por el mero hecho de estar ahí. No alborozan las enfermedades ni los delitos. Y la labor de deslinde es a menudo mucho más delicada de lo que parece. Si es fácil no confundir un retortijón con un beso, lo es menos el separar algunas caricias de algunos golpes, algunas hazañas de algunas violaciones. Y así, desde luego, con la literatura como con las demás artes”.

Hablo en nombre de lo que conozco, de lo que he visto, de aquellas salas que recorrí, y que pretendo seguir visitando.
Nada es idílico, todo puede ser  perfeccionable.

En lugar de compadecer desde la distancia a quienes sufren por un cólico nefrítico, por ejemplo, o debido al incumplimiento de la ley, vayamos a donde están. Llevémosle el consuelo de un canto de aliento. Y recibamos la lección de la fortaleza humana en condiciones diferentes a las nuestras. Después de todo, no olvidemos nunca nuestras propias vulnerabilidades.

Todos somos susceptibles, candidatos a la sarna y al arrebato de la violencia.

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