Como quien presume de ser cortazariano

Alberto Garrandés - La Jiribilla.-

Bajo la advocación de Julio el Cuentista, Cortázar el Susurrador de Historias, o, simplemente, Julio Cortázar, ni más ni menos que unos de los narradores más fuertes de los Reales Territorios de La Mancha, podría remitirme a la memoria de mis lecturas recientes —los relatos que, al aspirar al premio que se sirve del nombre del creador de Rayuela, me tuvieron ocupado durante un par de semanas— y afirmar que esa especie de intensa travesía fue, entre otras cosas, una confirmación: la de que el cuento cubano (vale decir: los relatos que lo representan mejor) es mucho más maduro que antes (en todo sentido), pues ha “crecido” buscando una especie de “seriedad” ajena a las poses, los experimentos gratuitos y los golpes de efecto (que, como se conoce, son de varios tipos).


Se trata de una escritura que abandona poco a poco la ingenuidad, que se concentra en lo literario y, sin olvidarse de la vida, hurga en sus problemas acaso de manera más grave, más consciente.

(El premio, claro está, tiene carácter internacional, pero salta a la vista que la principalía se queda en casa. Las razones son varias y no vienen al caso. Baste decir que son los narradores cubanos quienes más atención le prestan al certamen, hecho que no ha dejado de ser lógico a lo largo de estos años.)

Los jurados primero intercambiamos impresiones por teléfono y después fuimos anotando frases, dibujando cifras y apartando la hojarasca definitiva, y más tarde nos sentamos juntos casi con la misma actitud que tienen los jugadores de póquer. Pero debo aclarar que no hacía falta poner cara de póquer, aun cuando mi costumbre es la de calificar los textos con números del 1 al 5, introduciendo matices representados por los signos – y +. Desde el principio, y sin que nos viésemos personalmente, estuvimos de acuerdo en que “Los gatos de Estambul” era el cuento.

Cuando se lee, a cierta velocidad, un gran número de historias, uno debe confiar en el instinto, en la recolocación de los sentidos, y resultaba evidente que ese cuento de Rogelio Riverón merecía el premio. Al revés de lo que suele suceder, teníamos un ganador y debíamos encontrar a los finalistas.

Ya no soy un lector de Julio Cortázar. Lo fui en los años 80, cuando perseguía sus libros. Ahora más bien pienso en las ideas que, sobre el cuento, “salen” de su obra. Me refiero a los sedimentos de su magisterio, que continúan vigentes. Aclaro estas cosas para referirme, de inmediato, a una circunstancia: de formas distintas y a veces opuestas, los siete textos consignados en el acta del jurado dialogan con ese magisterio. Los siete, observados como el conjunto que han venido a representar, se apartan del realismo al uso y cortejan, desde ángulos a veces rivales, esa forma de la realidad que se encuentra debajo de lo real.

Una última cavilación: el relato de Gina Picart, “El príncipe de los lirios”, posee una soberanía lingüística envidiable y despliega un erotismo atmosférico de gran empaque. Tiene los trazos y los colores de Klimt y la “melancolía” de la mirada cultural puesta al servicio del cuerpo. El de Rafael de Águila, “Wagner y los cabrones”, es una insólita muestra, de índole alegórica, de la distinción ética que nace no en la política, ni en las chaturas de la ideología, sino en eso que, con relativa pobreza, llamamos “lo humano”. El de Orlando Luis Pardo, “Todas las noches la noche”, constituye una sinuosa y afilada revocación del tiempo “exterior”, desde donde se fuga la angustia y desde donde, además, el individuo empieza a “producir” su propia libertad interior, que es la mejor de las libertades posibles. El de Eugenio Marrón, “En un reino de achicorias”, es una notable ensambladura de tiempos y espacios en función de un sentimiento inasible e inefable: el que emana de la música y la personalidad del artista. “Las distancias subterráneas”, del escritor español Juan Jacinto Muñoz Rengel, es una metáfora fantástica (tal vez deba decir fantasiosa) acerca de la soledad del mundo y la personalidad de las ciudades, y “El mundo será para mí”, de la escritora argentina Marina Porcelli, consigue aposentar con precisión un drama íntimo y femenino —la búsqueda de una certidumbre, de un sendero visible— en un espacio gobernado por alucinación y la pérdida.

Un saldo estupendo, ¿no es cierto?

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