Luis Sexto - Juventud Rebelde.- Nos llaman al ahorro. Esa, tal vez, sea la palabra más repetida en Cuba. ¡Ahorro, ahorro! Y quizás de tanto oírla uno se pregunta qué es el ahorro, qué significa ahorrar. Recuerdo que hacia mediados de los años 80 del siglo XX —hace muy poco, como se nota— el ahorro se convirtió en la consigna del día. La batalla se ganaba ahorrando. Y por ello, en muchos lugares, entendieron que, si había 20 taxis para el servicio del municipio, la respuesta más apropiada al llamamiento era desgajar las gomas a 12 y subirlos sobre soportes para... ahorrar


Eso que cuento lo vi, incluso lo denuncié en las oficinas adecuadas. Evidentemente, desde el momento en que el parque en activo se redujo, comenzaron los problemas de transporte para la gente. Y lo advierto: no estoy ajustando cuentas con el pasado. En todo caso, con el presente, porque me parece que las fórmulas de ayer siguen hoy vigentes. Es decir, que no hemos aprendido a modificar nuestra visión de los actos, las necesidades, las soluciones, las estructuras...

¿Qué significa ahorrar? ¿Acaso consumir menos? ¿Prescindir de las cosas? Pregunto porque la insistencia en el ahorro sin tener en cuenta ciertos principios puede estar estimulando esa elemental concepción de recortar el consumo, el gasto. Esa es una proyección lineal y cuantitativa del ahorro. Bien juzgado, consumir menos, así, a base de reducciones, no implica una operación de ahorro. Porque puede usted seguir derrochando aunque reajuste el consumo.

Cuando hablamos de sociedad, de economía y todo cuanto afecte a las personas, los términos tienen que ser racionalmente claros. Y ahorrar, en términos positivos consiste en el uso exacto de los recursos sin afectar la consecución cualitativa de sus fines. Si usted va a ahorrar electricidad —creo que me repito— no significa que lea a la luz de una vela o entre penumbras. Aminora, por supuesto, las vueltas de su contador, pero malgasta las luces de sus ojos. ¿Qué será a la larga más costoso?

Trasladémonos a la esfera productiva. Una fábrica puede consumir lo mínimo; gastar incluso lo exacto en la producción de un objeto, pero si no tiene en cuenta las pérdidas, si no sabe si sus equipos gastan el mínimo de energía, el ahorro es solo una parodia. O si una rotura, cuya solución mantiene al taller parado por diez o quince días en espera del crédito, el ahorro se arruina. Errores humanos, obras de la impericia o el descuido, que en la producción implican el «reproceso», o inventarios inmovilizados, o demora o interrupciones de la logística, o el tiempo malgastado, o el estacionamiento permanente de lo que se ha adquirido para moverse... Todo ello niega el ahorro.

No soy experto. Pero creo que no se puede tratar el ahorro, sin tener en cuenta las pérdidas que lo frustran o lo limitan. Ni tampoco ignorarlas —digo de paso— cuando se evalúa la productividad, que no depende solo del estímulo salarial, sino también de cuanto se desagua por los agujeros negros de múltiples inconsecuencias.

En la filosofía de la calidad, el ahorro consiste básicamente en la eliminación de las pérdidas. Es su esencia. El ahorro, por tanto, nos invita a que lo consideremos una categoría sistémica. Total. Integradora. Y a mi juicio, los viejos caminos —esos sobre los cuales hemos de convenir que nunca han logrado que ahorremos a conciencia— urgen de una corrección. Así: sistémica. Total. Integradora. A tiempo.

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