Osviel Castro Medel y Aldo Daniel Naranjo - Juventud Rebelde.- Todos en Cuba hablan del lugar, pero pocos lo conocen. Muchos no saben que el sitio donde detonó la decisión independentista de la nación está bañado de prodigios o rarezas que enardecen el alma.

Ignoran, por ejemplo, que parte de su suelo viajó al cosmos o que allí fue «operado» un árbol centenario, símbolo de este país.

Tal desconocimiento es, en parte, comprensible: cada octubre coloreamos la misma escena: un campanazo, Carlos Manuel de Céspedes zafando los grilletes a sus esclavos en la mañana, la formación, el juramento de la bandera... la lectura del manifiesto por la independencia.


Y detalles hermosos, ligados al terreno que fue testigo de esos hechos, se van quedando en el ostracismo.

¿Qué era y qué es La Demajagua? ¿Es cierto que su campana «rodó» hasta volver, mágicamente, a su punto de origen? ¿Cómo es ese relato del espacio?

Estas son preguntas que necesitamos responder con más frecuencia, no solamente en octubre.

Destrucción

Son miles los que se enteran, asombrados, que el antiguo ingenio azucarero del Padre de la Patria estaba cercano al mar, o que antaño había sido un trapiche de poca monta. También se admiran al informarse de la historia de su destrucción.

Arrellanado en el portal de su casa de tejas y columnas dóricas, Céspedes podía contemplar las olas y mirar las operaciones de los barcos.

El abogado bayamés mandó a construir allí su propio muelle de madera, modernizó su industria y hasta realizó «publicidad» cuando hizo anunciar en periódicos de La Habana y de Manzanillo la excelencia de sus cañas, que medían «cinco pulgadas de grosor». Estuvo entre los primeros en el país en utilizar mano de obra asalariada en las zafras.

La finca, donde abundaba el árbol conocido como majagua, tenía 18 caballerías. Además del central con máquina de vapor, poseía un alambique para procesar aguardiente.

Pero esa historia de aparente prosperidad económica se vio interrumpida con el sismo libertario del 10 de Octubre de 1868.

Siete días después de esa fecha cumbre, La Demajagua se convertía en polvo y humo: era bombardeada salvajemente por el barco de guerra español Neptuno. Luego de la balacera, los marinos de la metrópoli bajaron a tierra y entre el amasijo de escombros pegaron candela a todo: ingenio, casa, barracón de esclavos...

No resulta difícil imaginar la dimensión de aquel fuego con el que se destruyó, en un acto de impotencia, no solo una propiedad industrial y una vivienda vistosa, sino también la papelería de Céspedes y con esta una de las mejores bibliotecas del país.

¿Qué opinó Céspedes sobre ese episodio vandálico? Hasta el presente no existe testimonio escrito al respecto, pero no es difícil imaginar sus sentimientos, ese paraje al lado de la costa y a unos 13 kilómetros de la ciudad de Manzanillo formaba parte de su corazón.

Esas llamas y el tiempo trocaron La Demajagua en ruinas...

La campana

Entre los pocos objetos salvados de la finca estuvo la campana de bronce con la que aquel 10 de Octubre se llamó por primera vez a la batalla por la emancipación nacional. Instalada en el ingenio en 1860 tenía una altura de 59 centímetros y pesaba más de 200 libras.

Esta joya fue llevada por miembros de la compañía Venecia, Rodríguez y Cía —a la postre propietaria de La Demajagua— a otro central de Manzanillo: La Esperanza. En ese punto estuvo algún tiempo, pero después, al cerrar tal local, quedó abandonada a la intemperie.

Durante años estuvo así hasta que en 1900, el alcalde de Manzanillo, el puertorriqueño Modesto Tirado, comandante del Ejército Libertador y por más señas amigo de José Martí, la llevó al Ayuntamiento de la urbe.

Según relatan Hortensia Pichardo y Fernando Portuondo en el libro Dos fechas históricas, el 10 de Octubre de ese año fue trasladada, en acto solemne, al salón de sesiones de la Alcaldía manzanillera.

En tal sitio «moró» intacta hasta octubre de 1947, cuando Fidel Castro, entonces vicepresidente de la Asociación de Estudiantes de la Escuela de Derecho, llegó hasta la ciudad costera y pidió la campana, la cual presidiría simbólicamente un acto por el 10 de Octubre, en la Escalinata de la Universidad de La Habana.

Sin embargo, el cascabel libertario resultó robado de la casa de altos estudios por el gánster Eugenio Fernández, mandado por el presidente Ramón Grau.

El emblema permaneció secuestrado un mes hasta que múltiples protestas en Manzanillo y en la capital cubana dieron resultado: apareció tirado en el portal de Enrique Loynaz del Castillo, general del Ejército Libertador, quien lo entregó al mismísimo Grau.

Nació entonces, como cuentan los dos prestigiosos historiadores, un sano problema: los habaneros querían que el símbolo quedara en la capital y los manzanilleros lo reclamaban para su localidad. Finalmente, por orden del primer mandatario, fue transportado con honores a Manzanillo y depositado nuevamente en el Ayuntamiento.

En ese local residió hasta que el 10 de Octubre de 1968, centenario del inicio de las luchas por la independencia, se colocó en el Parque Nacional La Demajagua, no lejos de la bandera tricolor de Carlos Manuel de Céspedes.

Allí no reposa, si no que vive, en la ventana de un grueso muro construido roca sobre roca...

El jagüey y el cosmos

Uno de los «milagros» obrados en La Demajagua está vinculado con un árbol centenario de jagüey. Este aprisionó curiosa y vigorosamente entre sus ramas una de las dos ruedas que sobrevivieron entre las ruinas del ingenio.

Al parecer, como narra emocionado el prestigioso investigador César Martín García, director de este Parque Nacional desde 1985, la planta no quería que nada ni nadie se llevara el único vestigio del central azucarero de Céspedes.

Pero un día el jagüey empezó a morirse lentamente debilitado por su edad (más de 100 años) y las enfermedades. Ante el hecho, «se le aplicaron varias cirugías vegetales, injertos botánicos y fumigaciones aéreas». Todo infructuoso.

Sin embargo, ese árbol había dejado, casi subrepticiamente, un hijo. Este, en una de esas casualidades extraordinarias de la vida, para sorpresa y alegría de botánicos e historiadores, comenzó a tomar el mismo lugar del padre. Y al crecer atrapó entre sus yemas, como había hecho el jagüey viejo durante décadas, la catalina original del central.

Así está ahora el hijo, como símbolo de continuidad.

Pero hay más en esta maravillosa leyenda de árboles: Antes de su viaje al espacio en septiembre de 1980, el cubano Arnaldo Tamayo Méndez, primer cosmonauta de América Latina, acudió a La Demajagua y tomó tierra del lugar; con esas partículas sagradas anduvo por los cielos.

A su regreso, abrió un hueco en un sitio del Parque Nacional, plantó una palma real y tapó parte del agujero con esa tierra que había llevado al cosmos. En el presente la palma, con 26 años de edad, crece enhiesta, con frutos excelentes.

Otro hecho simbólico acaeció en octubre de 2006, cuando a la entrada de esta área abierta Lázaro Expósito Canto, primer secretario del Partido en Granma, sembró un caguairán, que día tras día se desarrolla y fortalece.

Un volcán

El punto donde Cuba oyó el grito de Céspedes y empezó a nacer como nación ha sido testigo de otros sucesos sobresalientes.

El 10 de Octubre de 1968, fecha en que se inauguró el parque y con él un museo vinculado a la efeméride, Fidel pronunció allí uno de los más hermosos discursos de la memoria patria.

En esa ocasión expresó emocionado la célebre frase: «En Cuba solo ha habido una Revolución: la que comenzó Carlos Manuel de Céspedes el 10 de Octubre de 1868 y que nuestro pueblo lleva adelante en estos instantes».

Ese día estuvieron en La Demajagua, según César Martín, «prácticamente todos los dirigentes históricos de la Revolución».

La segunda intervención del Comandante en Jefe en el legendario lugar acaeció el 7 de noviembre de 1976, en el acto para celebrar la creación de las cinco provincias orientales.

«En este mismo sitio, junto a ese central cuyos restos están en las proximidades, y con esa misma campana, se llamó al pueblo a la primera guerra por la independencia. Ningún lugar mejor que este para un acto como este», dijo entonces.

Sus palabras, 31 años después, todavía resuenan, más allá de los octubre.

Y este rincón de Cuba, lleno de magias y fantasías, seguirá siendo cosmos, fuente de árboles sagrados, reloj despertador de sueños, volcán de la libertad de una nación entera.

Origen y sangre

Es difícil responder quién fue el primer dueño de La Demajagua. Se sabe que en 1843 Magín Plá la vendió a José Palma en 100 pesos y desde entonces tuvo varios amos.

Céspedes había adquirido Demajagua o La Demajagua —se admiten los dos nombres— en 1866, después de comprarla a uno de su sangre: su hermano Francisco Javier, quien llegó a ser, como él, presidente de la República en Armas.

No obstante, esa compra no fue realmente directa, sino mediante un compromiso con la compañía Venecia, Rodríguez y Cía, a la cual Carlos Manuel le abonaría parte de las ganancias de las zafras; el pago se realizaría en seis plazos, hasta 1873. El hacendado hipotecó entonces casi todas sus propiedades.

A partir de febrero de 1868, tras la muerte de su esposa Carmela, el iniciador pasó a residir casi todo el tiempo en ese lugar. Allí conspiró y trazó los planes del alzamiento que sacudiría a la nación cubana.

A Francisco Javier de Céspedes se le debe que, en 1860, se transformara el trapiche en ingenio azucarero, cuando introdujo la máquina de vapor; también aumentó el número de esclavos y realizó otras transformaciones.

Carlos Manuel compró La Demajagua en algo más 81 000 pesos. Pero como no pagó directamente, sino mediante el compromiso con la mencionada compañía, esta se hizo propietaria de la hacienda y sus reductos.

Otro hecho notable: en el lugar donde había estado la antigua casa de Céspedes en La Demajagua vivió durante años, en una modesta vivienda, Juan Ramírez Romagoza, ex ayudante personal del Padre de la Patria. Esa morada en la actualidad no existe.
 

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