Manuel López Oliva - La Jiribilla.- Son diversos los campos en los cuales puede valorarse la personalidad y la obra de Lisandro Otero. Su probada condición de periodista culto y de opinión, con un modo claro y vitalmente fundamentado de comunicar; el ejercicio de una narrativa que aunó la observación imaginativa con disímiles experiencias de lector y viajero; y la práctica conductora desempeñada en organismos e instituciones culturales, lo convierten en un caso interesante para el estudio no solo de sí, sino también de la realidad cultural nacional donde figuró; sobre todo la de los años 60.

Aunque yo en la temprana juventud había leído algunos textos suyos, como la serie de artículos sobre la presencia de Sartre en Cuba y la novela La situación, no conocí personalmente a Lisandro hasta estar ya en La Habana estudiando en la Escuela Nacional de Artes Plásticas.


En una entrevista que me hizo Paquita Armas dije con tono agradecido lo que ahora reitero: que fue él quien me invitó a publicar en la revista Cuba Internacional, que entonces dirigió, al definir como “un permiso para comenzar”1 el “Adam Montparnasse” que un grupito de alumnos de la mencionada escuela habíamos recibido en el Salón de Mayo de París del 68. Lo que era solo la opinión de uno de los premiados respecto de la poética generacional que nos identificaba, se convirtió —por el mismo aliento recibido de Lisandro— en una primera colaboración que me abrió, a partir de ese año, la tarea constante de crítico de arte en las páginas de esa revista, en el periódico Granma y en otras publicaciones. Es algo que siempre recuerdo: que de súbito me lanzara a laborar en el periodismo especializado, a estrenarme y luego estabilizarme en un oficio que ejercí —paralelamente con la pintura— durante alrededor de 30 años…

Pero también admito que la lectura de muchos reportajes y ensayos mínimos de L. Otero alimentó mi comprensión de ciertos hechos de la historia cultural española, norteamericana y cubana. Hay un artículo suyo dedicado a Goya, signado por el tipo de impresión reflexiva inherente a las notas que ese pintor inspiró en Martí, provisto de muy precisos señalamientos. Y no olvido de él tampoco la intervención que escuché en el Congreso Cultural de La Habana, sus declaraciones en ocasión del abarcador Salón 70, el diálogo en Moscú2 acerca de cómo la plástica y literatura rusas sobrevivieron al stalinismo, y aquella ágil conferencia que situó a Lam en el espacio de la palabra, cuando —en la primera Bienal habanera del 84— coincidimos como ponentes en el Coloquio Internacional sobre el autor de “La Jungla”. Tanto al escribir de expresiones del ayer como al caracterizar la producción de sus contemporáneos, Lisandro exponía un equilibrado ajuste de las aristas estéticas, filosóficas, contextuales y hasta mundanas que convivían en los hacedores artísticos. Era distintivo en sus enfoques de esta temática que nunca manifestara visión maniquea o “angelical” sobre el arte y sus autores, y que revelara el sentido conflictivo, oscilatorio y dual implícito en determinadas individualidades de la cultura.

Hace pocos meses, la Unión Francesa de Cuba organizó una muestra de pintura conmemorativa de los 40 años de instalación del Salón de Mayo del 67 en el Pabellón Cuba, con algunos de los premiados en ese certamen parisino un año después: Mendive, César Leal, Luis Miguel Valdés, Juan García Miló y quien redacta estas anotaciones. Como se me solicitó que sugiriera a quien podría decir algo sustancioso en el día inicial de la exposición, inmediatamente pensé en Lisandro. Y allí estuvo su voz, con rememoraciones que situaban aquel suceso de la circulación cultural en un terreno de sueños, luchas de ideas, nacimiento de proyectos y enlaces con la universalidad, que hicieron de la joven Revolución del 60 —en su mejor cauce— una posibilidad de vínculo entre imaginación y justicia social. Fue ese el último de los encuentros que con él tuve. Fue ese, además, por una “misteriosa” y casual oportunidad, el momentáneo retorno suyo a una etapa cardinal de su vida de servicio y reflexión en pos de la permanencia de la memoria y la cultura. Y es con esa misma lógica de permanencia como prefiero verlo.

Notas.

1. A Lisandro, en condición de Vice-Presidente del Consejo Nacional de Cultura, le correspondió hablar en el sencillo acto sobre ese premio obtenido por Cuba, realizado en el salón de protocolo y comedor-escuela del edificio central de la Escuela Nacional de Arte, antigua sede del Country Club de La Habana.

2. Me refiero a una conversación en su despacho de Ministro Consejero de Cultura de la Embajada de Cuba en la URSS, cuando a mediados de los 8O estuve allí en visita de trabajo hacia Armenia, por encomienda de Armando Hart, entonces Ministro de Cultura de Cuba.

La Habana. 4/1/2008.   

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