Julia E. Sweig - De Foreign Affairs En Español, Abril-Junio 2007 

Resumen: La suave transferencia del poder de Fidel Castro a sus sucesores está exponiendo la ignorancia malintencionada y las ilusiones de la política estadounidense hacia Cuba. La transición post-Fidel ya está en curso, y el cambio en Cuba vendrá sólo gradualmente de aquí en adelante. Con Fidel o sin él, continuar con los esfuerzos estadounidenses por derrocar el régimen revolucionario de La Habana no puede hacer ningún bien, y tiene el potencial de hacer un daño considerable.


Julia E. Sweig es investigadora senior, a cargo de la cátedra Nelson and David Rockefeller y directora de Estudios Latinoamericanos en el Council on Foreign Relations. Es autora de Inside the Cuban Revolution: Fidel Castro and the Urban Underground y Friendly Fire: Losing Friends and Making Enemies in the Anti-American Century.  
 
¿CUBA DESPUÉS DE CASTRO?

Desde que Fidel Castro obtuvo el poder en 1959, Washington y la comunidad cubana en el exilio han estado esperando con impaciencia el momento en que lo pierda, punto en el cual, según lo han pensado, tendrían carta blanca para reconstituir Cuba a su propia imagen: sin el puño férreo de Fidel para mantener a raya a los cubanos, la Isla estallaría en una exigencia colectiva de cambios rápidos; la población por tanto tiempo oprimida derrocaría a los camaradas revolucionarios de Fidel, y clamaría por capitales, conocimientos y conducción del Norte para transformar a Cuba en una democracia de mercado y sólidos vínculos con Estados Unidos.

Pero ese momento llegó y se ha ido, y nada de lo que Washington y los exiliados anticiparon ha ocurrido. Incluso mientras los observadores de Cuba especulan cuánto tiempo más vivirá el debilitado Fidel, la transición post-Fidel ya está en marcha. Se ha logrado transmitir el poder a un nuevo grupo de dirigentes, cuya prioridad es preservar el sistema y permitir, a la vez, sólo una reforma muy gradual. Los cubanos no se han alzado, y su identidad nacional sigue vinculada a la defensa de la patria contra los ataques estadounidenses a su soberanía. En la medida en que el régimen post-Fidel reaccione a las demandas contenidas de más participación democrática y oportunidades económicas, Cuba cambiará sin ninguna duda, aunque el ritmo y la naturaleza de ese cambio serán casi imperceptibles para el estadounidense común.

Las casi cinco décadas de Fidel en el poder llegaron a su fin el verano pasado no con el estallido esperado, ni siquiera con un lloriqueo, sino en cámara lenta, siendo el mismo Fidel el orquestador de la transición. La transferencia de autoridad de Fidel a su hermano menor, Raúl, y a media docena de leales -- que han conducido el país bajo la estrecha vigilancia de Fidel durante décadas -- ha sido notablemente suave y estable. Ni un solo episodio violento en las calles cubanas. Ningún éxodo masivo de refugiados. Y pese a una oleada inicial de euforia en Miami, ni un solo barco salió de ningún puerto de Florida para el viaje de 90 millas. Dentro de Cuba, que Fidel mismo sobreviva semanas, meses o años es, en muchos sentidos, algo que no viene al caso.

Sin embargo, en Washington, la política hacia Cuba -- dirigida esencialmente al cambio de régimen -- ha sido dominada por las ilusiones cada vez más fuera de la realidad sobre la Isla. Gracias a los votos y las contribuciones a las campañas de 1.5 millones de estadounidenses de origen cubano que viven en Florida y Nueva Jersey, la política interna ha dado impulso a la creación de mecanismos políticos. Esa tendencia ha sido arropada por una comunidad intelectual estadounidense paralizada por un aislamiento pasmoso y en gran medida autoimpuesto respecto de Cuba y reforzado por un entorno político en el que la Casa Blanca recompensa a quienes le dicen lo que quiere oír. ¿Por qué alterar el orden imperante cuando es tan conocido, tan bien establecido y que en el discurso complace a los políticos de ambos partidos?

Pero si consignar a Cuba a la política interior ha sido la vía de menor resistencia hasta la fecha, pronto empezará a tener costos reales a medida que continúa la transición post-Fidel... tanto para Cuba como para Estados Unidos. La muerte de Fidel, sobre todo si ocurre en el periodo previo de una elección presidencial, podría acarrear inestabilidad precisamente por la percepción en Estados Unidos de que Cuba será vulnerable a intromisiones del extranjero. Algunos exiliados pueden hacer que Estados Unidos entre en un conflicto directo con La Habana, ya sea incitando a potenciales refugiados cubanos a tomar el Estrecho de Florida o invitando al Congreso, la Casa Blanca y el Pentágono a intentar estrangular al gobierno post-Fidel.

A fin de cuentas, Washington debe despertar a la realidad de cómo y por qué el régimen de Castro ha sido tan duradero, y reconocer que, como resultado de su obstinada ignorancia, tiene may pocas herramientas con las cuales influir de manera eficaz en Cuba una vez que Fidel se haya ido. Con la credibilidad estadounidense en América Latina y el resto del mundo en su nivel histórico más bajo, ya es hora de poner a descansar una política que la transmisión de poder de Fidel ya ha expuesto con mucha claridad ser un fracaso completo.

CAMBIO DE CLIMA

El 31 de julio de 2006, el secretario de gabinete de Fidel Castro hizo un anuncio: Fidel, a pocos días de cumplir 80 años, se había sometido a una cirugía mayor y había entregado el "poder provisional" a su hermano Raúl, de 75 años, y a seis altos funcionarios. La gravedad de la enfermedad de Fidel (se rumoró que era un cáncer intestinal terminal o una diverticulitis severa con complicaciones) fue de inmediato hecha manifiesta, tanto por fotografías de su semblante obviamente debilitado como por las declaraciones atemorizantes con que el propio Fidel instaba a los cubanos a prepararse para su fallecimiento. Un aire de resignación y anticipación se apoderó de toda la Isla.

Finales de agosto, con calor y humedad intensos, es una época agobiante en Cuba, pero a medida que los rumores corrían de un hogar a otro, hubo una asombrosa demostración de disciplina y seriedad en las calles. La vida siguió su curso: la gente iba a su trabajo y tomaba vacaciones, miraba las telecomedias y adquiría algunos DVD de contrabando y programas de televisión de los canales Discovery y History, hacía fila para esperar los autobuses y las raciones semanales, hacía sus compras diarias en el mercado negro... repitiendo los rituales que han dejado una profunda huella en la psique cubana. Sólo en Miami algunos cubanos celebraban, a la espera de que la enfermedad de Fidel se convirtiera pronto en la muerte, no sólo de un hombre, sino de medio siglo de familias divididas y odio mutuo.

Rápidamente Raúl asumió las funciones de Fidel en su calidad de primer secretario del Partido Comunista, jefe del Politburó y presidente del Consejo de Estado (y conservó el control de las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia). Los otros actores -- dos de los cuales habían colaborado estrechamente con los hermanos Castro desde los días de la Revolución y cuatro de ellos habían surgido como personajes importantes en la década de 1990 -- se encargaron de los demás departamentos clave. Sus edades oscilan entre los 40 y tantos hasta los 70 años, y se han estado preparando para esta transición a la dirigencia colectiva durante años. José Ramón Balaguer, un doctor que combatió como guerrillero en la Sierra Maestra durante la Revolución, asumió la autoridad en materia de salud pública. José Ramón Machado Ventura, otro doctor que luchó en la Sierra, y Esteban Lazo Hernández comparten hoy el poder sobre la educación. Carlos Lage Dávila -- arquitecto fundamental de las reformas económicas de la década de 1990, entre ellas atraer la inversión extranjera -- tiene a su cargo el sector energético. Francisco Soberón Valdés, presidente del Banco Central de Cuba, y Felipe Pérez Roque, ministro de Relaciones Exteriores, se encargaron de las finanzas en esas áreas.

En un principio, los funcionarios estadounidenses sencillamente admitieron que casi no contaban con información sobre la enfermedad de Fidel o de sus planes para la sucesión. El presidente George W. Bush dijo muy poco, además de señalar sobriamente (y sorprendentemente) que el siguiente dirigente de Cuba vendría de Cuba... advertencia muy esperada para el pequeño pero muy influyente grupo de exiliados de línea dura (el congresista republicano por Florida, Lincoln Díaz-Balart, sobrino de Fidel, prominente entre ellos) con aspiraciones a conducir la política presidencial post-Fidel.

Unas cuantas semanas antes del "velorio" de Fidel, Raúl concedió una entrevista claramente dirigida al público estadounidense. Cuba, como dijo, "siempre ha estado dispuesta a normalizar sus relaciones sobre la base de la igualdad. Pero no aceptaremos las políticas arrogantes e intervencionistas de esta administración", ni que Estados Unidos obtenga concesiones en el modelo político interno de Cuba. Unos días después, el subsecretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental, Thomas Shannon, respondió en consecuencia. Washington, dijo, consideraría levantar el embargo, pero sólo si Cuba estableciera un camino a una democracia multipartidista, liberara a todos los presos políticos y permitiera la existencia de organizaciones independientes de la sociedad civil. Con Fidel o sin él, los dos gobiernos estaban atascados en donde lo habían estado durante años: La Habana lista para hablar sobre cualquier tema excepto la única condición sobre la que Washington no cedería, con Washington ofreciendo algo que La Habana no querrá incondicionalmente a cambio de algo que no está dispuesta a entregar.

Desde la perspectiva de Washington, esta parálisis puede parecer sólo temporal. Shannon comparó la Cuba post-Fidel con un helicóptero con un rotor estropeado, lo que significaría que un accidente es inminente. Pero tal perspectiva, dominante entre los políticos estadounidenses, pasa por alto la incómoda verdad sobre Cuba bajo el régimen de Castro. Pese a la avasalladora autoridad personal de Fidel y las críticas capacidades de construcción de instituciones de Raúl, el gobierno descansa en mucho más que el mero carisma, la autoridad y la leyenda de estas dos figuras.

POLÍTICAMENTE INCORRECTOS

Cuba está lejos de ser una democracia multipartidista, pero es un país que funciona con ciudadanos muy apegados a sus convicciones, donde los funcionarios elegidos localmente (aunque sean de un solo partido) se preocupan por asuntos como la recolección de basura, el transporte público, el empleo, la educación, la atención de la salud y la seguridad. Si bien plagados por una corrupción que va en aumento, las instituciones cubanas son proveídas de personal por un culto Servicio Civil, los oficiales del ejército son probados en batallas, el cuerpo diplomático es capaz y la fuerza de trabajo, calificada. Los ciudadanos cubanos han dejado muy atrás el analfabetismo, son cosmopolitas, ilimitadamente emprendedores y, para los criterios globales, muy saludables.

Los críticos del régimen de Castro hacen como que no ven estos hechos y han trabajado duro para concentrar la atención de Washington y del mundo en las violaciones a los derechos humanos, los prisioneros políticos y las carencias económicas y políticas. Si bien estas preocupaciones son legítimas, no compensan el desgano de comprender las fuentes de la legitimidad de Fidel, o las características del orden imperante que sostendrá Raúl y la dirigencia colectiva que hoy encabeza. Durante un viaje a Cuba en noviembre, hablé con un anfitrión de altos funcionarios, diplomáticos extranjeros, intelectuales y críticos del régimen para construirme un juicio sobre cómo estas personas en el terreno ven el futuro de la Isla. (He viajado a Cuba unas 30 veces desde 1984 y me he entrevistado con todo tipo de personas, desde el mismo Fidel hasta activistas de los derechos humanos y prisioneros políticos.) Gente de todos los niveles del gobierno cubano y del Partido Comunista tenía gran confianza en la capacidad del régimen para sobrevivir al deceso de Fidel. Dentro y fuera de los círculos gubernamentales, críticos y defensores por igual -- entre ellos la prensa pro-gobierno -- reconocen los grandes problemas en materia de productividad y la provisión de bienes y servicios. Pero los programas que el régimen puede adjudicarse como viables y la percepción generalizada de que Raúl es el hombre correcto para confrontar la corrupción y llevar un gobierno que rinda cuentas dan a la actual dirigencia más legitimidad de la que podría derivar de la represión por sí sola (que es la explicación habitual que los extranjeros dan de la permanencia del régimen en el poder).

También contribuye a ello el persistente desafío contra Estados Unidos. Según el relato nacional cubano, las potencias extranjeras -- ya sea España en el siglo XIX o Estados Unidos en el XX -- han tratado de sacar provecho de la división interna de Cuba para dominar en la política cubana. La ideología revolucionaria subraya esta historia de malograda independencia e intromisiones imperialistas, desde la Guerra Hispano-Estadounidense hasta Bahía de Cochinos, para sostener un consenso nacional. Según el mensaje, la unidad patriótica es la mejor defensa contra la única potencia externa que Cuba sigue considerando como una amenaza: Estados Unidos.

Para conceder un triunfo a los cubanos en esta opción entre una sociedad abierta y una nación soberana, la Revolución construyó programas sociales, educativos y de salud que siguen siendo la envidia del mundo en desarrollo. Toda la población tuvo acceso a la educación pública, lo que permitió a las generaciones mayores de campesinos analfabetas observar cómo sus hijos y nietos se convirtieron en doctores y científicos; para 1979, las tasas de alfabetización se elevaron por encima de 90%. La expectativa de vida pasó de menos de 60 años en tiempos de la Revolución a casi 80 en la actualidad (virtualmente idéntica a la expectativa de vida en Estados Unidos). Aunque los niveles de enfermedades infecciosas han sido históricamente más bajos en Cuba que en muchas partes de América Latina, los programas de vacunación pública del gobierno revolucionario eliminaron por completo la poliomielitis, la difteria, el tétanos, la meningitis y el sarampión. De esta forma, el Estado cubano ha servido verdaderamente a las clases más pobres en vez de complacer a la élite interna y sus aliados estadounidenses.

La política exterior, por su lado, puso a la Isla en el mapa geopolítico. Los cubanos usaron a los soviéticos (quienes consideraban imprudentes a los temerarios jóvenes revolucionarios) para obtener dinero, armas y protección contra su implacable enemigo del Norte. A pesar de que la represión gubernamental de la disidencia y el estrecho control de la economía hicieron que muchos dejaran el país y muchos otros se pusieran en contra del régimen de Castro, la mayoría de los cubanos llegaron a esperar que el Estado garantice su bienestar, presente la posición internacional que considera ser su destino cultural e histórico, y mantenga a Estados Unidos a sana distancia.


El final de la Guerra Fría amenazó en serio al orden imperante cubano. La Unión Soviética retiró su subsidio anual de 4000 millones de dólares, y la economía se contrajo 35% de la noche a la mañana. La élite política de Cuba se dio cuenta de que sin el respaldo soviético la supervivencia del régimen revolucionario estaba en peligro, y, con la reacia conformidad de Fidel, formó una respuesta pragmática para salvarlo. Los funcionarios cubanos que viajaban al extranjero empezaron a utilizar términos que antes eran anatema, como el de "sociedad civil". Circularon propuestas para incluir múltiples candidatos (si bien todos del Partido Comunista) en las elecciones a la Asamblea Nacional y para permitir pequeñas empresas privadas. El gobierno legalizó el autoempleo en unos 200 rubros de servicios, convirtió granjas estatales en cooperativas de propiedad colectiva y permitió la apertura de pequeños mercados de productores agrícolas. A instigación de Raúl, las empresas estatales adoptaron la contabilidad capitalista y las prácticas empresariales; algunos gerentes fueron enviados a escuelas de negocios europeas. Conforme la noción de "empresa socialista" se iba haciendo cada vez más insostenible, palabras como "mercado", "eficiencia", "posesión", "propiedad" y "competencia" empezaron a aparecer con creciente frecuencia en la prensa controlada por el Estado y en los debates de políticas públicas. La inversión extranjera de Europa, América Latina, Canadá, China e Israel dio un impulso a la agricultura y el turismo, la minería, las telecomunicaciones, los productos farmacéuticos, la biotecnología y las industrias petroleras.

Tales cambios hicieron que Cuba fuera casi irreconocible en comparación con la Cuba de la era soviética, pero también permitieron al gobierno de Fidel recobrar su posición. La economía empezó a recuperarse, y los programas de salud y educación comenzaron a restablecerse. A finales de la década de 1990, la tasa de mortalidad infantil de Cuba (aproximadamente seis muertes por 100000 nacimientos) había caído por debajo de la de Estados Unidos, y cerca de 100% de los niños se matriculaban en la escuela por tiempo completo hasta el noveno grado. La vivienda, aunque en trance de deterioro y en urgente necesidad de modernización, siguió siendo prácticamente gratuita. Y una sociedad cosmopolita -- si bien de muchas formas controlada por el Estado -- se conectó cada vez más con el mundo mediante intercambios culturales, eventos deportivos, cooperación científica, programas de salud, tecnología, comercio y diplomacia. Además, para 2002, los flujos totales de remesas llegaron a 1000 millones de dólares, y casi la mitad de la población cubana tenía acceso a los dólares enviados por su familia en el exterior.

En 2004 comenzó un proceso de "recentralización": el Estado remplazó al dólar con una moneda convertible, incrementó la recaudación tributaria del sector del autoempleo e impuso controles más estrictos a los gastos fiscales de las empresas estatales. Pero incluso con estos controles sobre la actividad económica el mercado negro está en todas partes. Los salarios oficiales nunca son suficientes, y la economía se ha convertido en un híbrido de control, caos y gratuidad universal. Las reglas del juego se establecen y se rompen a cada momento, y la mayoría de los cubanos tiene que violar alguna ley para irla pasando. Los administradores de las empresas estatales roban y luego venden los ingresos que obtienen del gobierno, forzando a los trabajadores a comprar los abastos que necesitan para realizar sus trabajos -- caucho para el zapatero, copas para el cantinero, aceite de cocinar para el chef -- a fin de cumplir las cuotas de producción.

Al mismo tiempo, la inversión de la revolución en la inversión en capital humano ha dado a Cuba una posición notablemente buena para aprovechar la economía global. De hecho, la Isla encara un exceso de talento profesional y científico, pues carece de la base industrial y de la inversión extranjera necesarias para crear un gran número de empleos productivos calificados. Con 10000 estudiantes en sus universidades científicas y tecnológicas, y empresas conjuntas farmacéuticas ya exitosas con China y Malasia, Cuba está ubicada para competir con las ligas mayores de las naciones en desarrollo.

CAMISA DE FUERZA EN EL ESTRECHO

La última gran transformación en las relaciones entre Estados Unidos y Cuba llegó con el final de la Guerra Fría. Los cubanos saludaron la caída del Muro de Berlín con un suspiro de alivio colectivo; se trataba, como pensaron, de una oportunidad para explorar el tipo de sociedad en que podría convertirse Cuba cuando ya no pudiera depender de la Unión Soviética. Pero durante la siguiente década y media, quienes se encargan de trazar la política exterior estadounidense -- entorpecidos por la política interna y una fundamental incomprensión de la realidad en la Isla -- perdieron una oportunidad tras otra de llevar a su término décadas de enemistad.

En vez de permitir que los debates en torno a la reforma siguieran su curso natural en Cuba, Washington, como lo planteó Bill Clinton en su campaña presidencial de 1992, se entregó a la oportunidad de "tumbar" a Fidel. El Congreso aprobó y Clinton suscribió la Ley para la Democracia en Cuba, la cual, entre otras cosas, prohibía a subsidiarias extranjeras de compañías estadounidenses comerciar con Cuba y que navíos que partieran de puertos cubanos atracaran en Estados Unidos. Como era previsible, la reacción de La Habana fue la de sentirse ofendida, y condenó los propósitos imperialistas estadounidenses en espectaculares protestas públicas. Lo que es más importante, algunas propuestas de reformas se suspendieron, no fuera que la menor hendidura en la armadura de Cuba abriera el camino a la contrarrevolución respaldada por Estados Unidos. La seguridad nacional sobrepujó a todo lo demás.

En la siguiente década se dio una serie de medios pasos adelante que fueron seguidos por grandes pasos hacia atrás. Esperando aprender más acerca de la Isla mientras insertaba una cuña entre su pueblo y su gobierno, la administración Clinton empezó a permitir licencias de viaje a Cuba con fines académicos y para prestar "apoyo al pueblo cubano". También abrazó una política de "reacción calibrada": si Cuba cambiaba, la política estadounidense lo haría también. Sin relacionarlas nunca con los gestos de Estados Unidos, Cuba emprendió algunas importantes reformas (sin recibir casi nada a cambio), aflojando las restricciones a los viajes familiares y algunos de tipo profesional, flexibilizando los requisitos de residencia a escritores y artistas y continuando con las aperturas económicas. Y cuando 40000 balseros partieron hacia las costas estadounidenses en 1994, tras un verano de brutal calor y desabastecimiento de electricidad y alimentos en La Habana, funcionarios estadounidenses y cubanos iniciaron negociaciones secretas en Canadá. El resultado fue una inédita cooperación en materia de migración -- Washington concedería 20000 visas al año a los cubanos, y la Guardia Costera de Estados Unidos enviaría a los cubanos recogidos en el mar a la base naval estadounidense de la Bahía de Guantánamo -- y un grado de contacto oficial e interpersonal que no se conocía desde la breve apertura dada bajo Jimmy Carter.

Pero estos pasos tentativos, a los que se opusieron acremente los exiliados que temían una pendiente resbalosa hacia la total instauración de relaciones entre Estados Unidos y Cuba, pronto fueron obstruidos. En febrero de 1996, la fuerza aérea cubana derribó dos aviones que eran pilotados en el área por un grupo de exiliados llamado Hermanos al Rescate. Encabezado por un veterano de Bahía de Cochinos, el grupo realizaba vuelos de vigilancia sobre el Estrecho de Florida (para informar a la Guardia Costera estadounidense sobre balseros) y ocasionalmente arrojaba panfletos anti-Castro sobre La Habana desde Cessnas comprados en saldos al Pentágono. A veces, en estos vuelos había funcionarios estadounidenses. La Habana había advertido repetidamente a Washington que no toleraría los vuelos, pero de todos modos los derribos condujeron a una rápida represalia del Congreso, en forma de la Ley por la Libertad Cubana y la Solidaridad Democrática, mejor conocida como Ley Helms-Burton.

Esta ley llevó el embargo estadounidense a nuevos extremos. Se proponía detener toda la inversión extranjera en Cuba al permitir que los inversionistas pudieran ser emplazados a juicio en tribunales estadounidenses. Mandaba que los futuros presidentes podían levantar el embargo sólo si Cuba satisfacía diversas condiciones, entre ellas realizar elecciones multipartidistas, reconocer la propiedad privada y liberar a todos los prisioneros políticos. Estipulaba, además, que cualquier cambio futuro en la política estadounidense dependería de que Fidel y Raúl Castro abandonaran totalmente la política; también debían hacerlo de forma implícita los altos mandos de las fuerzas armadas y del Partido Comunista.


El régimen cubano respondió con su propia línea dura. Raúl, aun siendo uno de los principales defensores de la reforma económica en el país, fue absolutista cuando se trató de confrontar a Estados Unidos. Aunque en cierta medida continuó la liberalización, y una nueva constitución cubana abrió el camino a un renacimiento religioso que permitía a los miembros del Partido Comunista la práctica abierta, hubo una purga en todo el gobierno entre académicos e intelectuales -- muchos de ellos leales al partido -- de los que se pensaba que estaban asociados con Estados Unidos o con las reformas apoyadas por éste. El mensaje fue claro hasta el escalofrío: dada una opción entre la seguridad nacional y una sociedad más abierta, la Revolución no ofrecía alternativa.

Después de la Ley Helms-Burton, la administración Clinton trabajó por revivir una serie de iniciativas de buena voluntad. Cuando el papa Juan Pablo II visitó la abarrotada Plaza de la Revolución de La Habana en 1999, pidió "al mundo abrirse a Cuba y a Cuba abrirse al mundo". Su petición dio a Washington y a La Habana un pretexto político para revivir algún impulso para mejorar las relaciones. Los guardacostas de los países colaboraron en operaciones antidrogas, y comandantes estadounidenses retirados se entrevistaron con Fidel y Raúl. Los Orioles de Baltimore y el equipo nacional de béisbol cubano sostuvieron un par de encuentros deportivos -- uno en Baltimore y otro en La Habana -- , y tras el lanzamiento de un álbum con baladas tradicionales cubanas que hizo el musicólogo Ry Cooder, se dio el "efecto del Buena Vista Social Club", por el cual una bandada de artistas, músicos, religiosos, académicos, estudiantes, empresarios y políticos estadounidenses acudió a Cuba en cifras inusitadas. Estadounidenses de origen cubano que no habían vuelto a la Isla desde que salieron de ella como niños la visitaron por primera vez, y luego regresaron una y otra vez, estableciendo contactos con familiares que habían perdido hacía mucho tiempo. Varios republicanos prominentes, entre ellos los ex secretarios de Estado Henry Kissinger y George Shultz, convocaron a una comisión bipartidista para emprender una revisión completa de la política estadounidense hacia Cuba.

Pero al día siguiente de Acción de Gracias de 2000, los avances se deterioraron de nuevo. Esta vez por la llegada al sur de Florida de un niño de seis años de edad llamado Elián González. Elián había salido de Cuba con su madre, pero ella murió en el viaje a Estados Unidos. Al principio, la administración Clinton fue lenta en quitar a Elián de la custodia de sus parientes en Florida y devolverlo a su padre en Cuba; ello inflamó el nacionalismo cubano y dio pie a masivas protestas antiestadounidenses en La Habana. Luego, cuando la procuradora general Janet Reno ordenó que agentes federales se apoderaran de Elián en una incursión de madrugada y lo devolvieran a su padre, la comunidad en el exilio explotó. El incidente no sólo acabó con la expectativa de descongelar más las relaciones cubano-estadounidenses; también (al menos sin un recuento) ayudó a inclinar las elecciones presidenciales a favor de George W. Bush, quien derrotó a Al Gore en Florida por unos cientos de votos.

Como muchos aspirantes a la presidencia que buscan votos, el candidato Bush ya había prometido acabar con el régimen de Castro. Pero no fue sino hasta los ataques del 11 de Septiembre, y la nueva atención de la administración a la promoción de la democracia y a los regímenes villanos, cuando la política estadounidense hacia Cuba dio un giro definitivamente más agresivo. El equipo del primer periodo de Bush encargado de América Latina (muchos de cuyos miembros habían escrito o cabildeado a favor de la Ley Helms-Burton) rechazó cualquier trato o cooperación con La Habana y alentó la especulación de que Cuba estaba desarrollando armas biológicas para exportarlas a regímenes villanos o utilizarlas contra Estados Unidos. (No es de sorprender que tales presunciones no soportaran un escrutinio minucioso.) Hacia finales de su primer periodo, la administración Bush había detenido prácticamente todas las iniciativas, oficiales y no oficiales, para mejorar las relaciones. Dio fin a las conversaciones sobre migración. Detuvo la aprobación de la mayoría de las ventas médicas, dificultó los viajes a Cuba salvo en casos de grupos religiosos y algunos académicos e interrumpió las visas a académicos y artistas cubanos. Y prohibió casi del todo a los cubano-estadounidenses, de fuerte inclinación republicana, visitar Cuba o enviar dinero a ella. Sólo las ventas de productos agrícolas estadounidenses, debido a que son explícitamente permitidas por el Congreso, escaparon a estas enérgicas medidas.

INFIDELIDAD

Si bien la administración de George H.W. Bush acabó con los esfuerzos encubiertos por derrocar a Fidel, hoy Estados Unidos gasta alrededor de 35 millones de dólares al año en iniciativas que algunos describen como "promoción de la democracia" y otros como "desestabilización". Radio Martí y TV Martí emiten sus señales desde Florida a Cuba; otros programas gubernamentales estadounidenses se proponen apoyar a los disidentes, las familias de prisioneros políticos, activistas de los derechos humanos y periodistas independientes. Aunque hay cubanos que escuchan Radio Martí, el gobierno cubano bloquea la señal de TV Martí, y sin lazos claros entre los países, sólo una fracción del apoyo llega realmente a los cubanos que viven en la Isla; la mayor tajada del pastel se distribuye mediante contratos no licitados a la pequeña industria anti-Castro que ha brotado en Miami, Madrid y unas cuantas más capitales latinoamericanas y de Europa del Este. Los receptores de tales larguezas federales -- junto con los agentes de inteligencia cubanos que suelen infiltrarse en los grupos que ellos forman -- se han vuelto los principales depositarios de la bien financiada, aunque obviamente ineficaz, política de Washington hacia Cuba.

Es más, en la propia Cuba estos esfuerzos son contraproducentes en general. Las sanciones económicas estadounidenses han dado a los dirigentes de Cuba la justificación para controlar el ritmo de la inserción de la Isla en la economía mundial. La percepción, generalizada en Cuba, de que Estados Unidos y la diáspora cubana están tramando el cambio de régimen da mayor fuerza a los promotores de la línea dura en el país, que sostienen que sólo un modelo político cerrado con mínimas aperturas de mercado puede proteger a la Isla contra la dominación de una potencia extranjera aliada con las élites del pasado. Los disidentes que se asocian abiertamente con la política estadounidense y sus defensores en Miami o en el Congreso estadounidense parecen ser los patiños de Estados Unidos, aunque no lo sean. Además, el gobierno cubano ha logrado socavar la legitimidad tanto interna como internacional de los disidentes al "sacar" a algunos como fuentes, activos o agentes de Estados Unidos (o de los propios servicios de inteligencia de Cuba). El arresto y encarcelamiento de 75 disidentes en 2003 tenía el propósito de demostrar que Cuba podía anticipar, y lo haría, los esfuerzos externos por el cambio de régimen más allá de la protesta internacional consecuente y de la repulsa del Congreso estadounidense.

Hay algunos disidentes genuinos en Cuba no contaminados por el gobierno ni debilitados por la lucha interna. Uno de ellos, Oswaldo Payá, es un católico ferviente que encabeza el Proyecto Varela, que acopió más de 11000 firmas en 2002 para demandar al gobierno cubano que realizara un referendo sobre elecciones abiertas, libertad de opinión, libre empresa y la liberación de los prisioneros políticos. Sin embargo, es sólo resistiendo el apoyo de la comunidad internacional, y de Estados Unidos en particular, como Payá ha mantenido su credibilidad y autonomía. Entre tanto, bajo la pantalla del radar (y en todas las instituciones cubanas sancionadas oficialmente) hay muchos pensantes nacionalistas, comunistas, socialistas, social-demócratas y progresistas que pueden aún no tener el espacio político para presentar públicamente sus puntos de vista, pero que expresan su disensión en términos que los políticos estadounidenses o no reconocen o no respaldan.

La consecuencia de medio siglo de hostilidad -- en especial ahora cuando los lazos están casi enteramente rotos -- es que Washington casi no tiene influencia en los acontecimientos en Cuba. Sin otros medios para lograr sus compromisos de campaña a los estadounidenses de origen cubano, si no es una invasión total declarada, la administración Bush estableció la Comisión para la Asistencia a una Cuba Libre en 2003 y designó un "coordinador de la transición para Cuba" en 2004. A la fecha, la comisión, cuyos miembros y deliberaciones se han mantenido en secreto, ha emitido dos informes, que alcanzan más de 600 páginas, sobre qué tipo de asistencia podría ofrecer el gobierno estadounidense, "si se le solicita", a un gobierno de transición en Cuba.

La premisa fundamental en que se basa la planeación de la comisión es que, con la asistencia exterior, la transición de Cuba será un híbrido de las de Europa del Este, Sudáfrica y Chile. Esas analogías y las recetas de política exterior derivadas de ellas no se sostienen. A diferencia de los europeos del Este en la década de 1980, los cubanos, aunque entusiastas de la cultura y el dinamismo estadounidenses, no consideran a Washington como un faro de libertad contra la tiranía sino como un opresor imperialista que ha ayudado a justificar la represión en su país. (Además, Estados Unidos había promovido activamente los viajes, el comercio y los lazos culturales con el bloque soviético antes de que empezaran allá las transiciones.) En el caso de Sudáfrica, las sanciones que contribuyeron a derrocar el régimen del apartheid lograron su cometido porque su alcance fue internacional, a diferencia del embargo unilateral estadounidense contra Cuba. En Chile, por último, el gobierno estadounidense fue capaz de sacar del poder a Augusto Pinochet sólo porque lo había apoyado tan firmemente y durante tanto tiempo.


La segunda característica de la visión de Washington sobre la Cuba post-Fidel es más peligrosa que una mala analogía. La administración Bush ha dejado en claro que su mayor prioridad es interrumpir los planes de sucesión del régimen de Castro. El informe de la Comisión para la Asistencia a una Cuba Libre apareció poco antes de que Fidel fuera sometido a una cirugía intestinal en julio y señaló: "El único resultado aceptable de la incapacitación, muerte o remoción de Fidel Castro es una transición democrática genuina. [...] A fin de socavar la estrategia de sucesión del régimen, es decisivo que el gobierno estadounidense mantenga una presión económica sobre el régimen".

Desde la guerra de 2003 en Irak, los cubanos han observado de cerca los efectos de la desbaazificación allá. Al igual que la pertenencia al Partido Baaz de Irak bajo Saddam Hussein, la pertenencia al Partido Comunista Cubano es un pase al avance profesional de los creyentes devotos y los agnósticos por igual. Entre los miembros del partido se cuentan intelectuales sofisticados, economistas de corte reformista, impetuosos y prometedores dirigentes de los jóvenes, científicos, profesores, oficiales militares, burócratas, policías y empresarios que se ubican en los "sectores que obtienen ingresos" de la economía. En una palabra, es imposible saber quiénes, del aproximado millón de miembros del partido (y 500000 miembros de la Unión de Juventudes Comunistas), son verdaderos fidelistas o raulistas. Si se purga a los miembros del partido el país quedaría sin los individuos calificados que necesitaría tras Fidel, sea cual fuere el ritmo del cambio. Y si Estados Unidos, o un gobierno que Washington considere ser adecuado para la transición, conserva una posición que pueda orquestar tal purga, habría que enfrentar una insurgencia de milicias altamente entrenadas y alentadas por un nacionalismo antiestadounidense.

Un aspecto alentador es que la comunidad estadounidense de origen cubano ya no tiene una sola perspectiva con respecto al futuro de Cuba y su papel en ella. Durante décadas, una importante minoría de exiliados de línea dura -- de los cuales algunos han defendido directa o indirectamente la violencia o el terrorismo contra Fidel -- ha tenido un triunfo en la política de Washington hacia Cuba. Pero los cubano-estadounidenses que llegaron a Estados Unidos cuando niños son menos apasionados y testarudos como votantes que sus padres y abuelos, y a los casi 300000 inmigrantes que llegaron desde 1994 por lo general les preocupa más pagar las cuentas y apoyar a sus familias en la Isla. Ahora, la mayoría de los estadounidenses de origen cubano, aunque sean anticastristas, reconocen que el embargo ha fallado y quieren mantener a sus familias y conservar lazos humanitarios sin eliminar por completo las sanciones. En general, muchos quieren la reconciliación más que la revancha.

El Departamento de Estado está empezando a reconocer estos cambios, y muchos congresistas deben ahora responder a los electorados de otros países latinoamericanos que resienten la excesiva influencia de los estadounidenses de origen cubano. Pero los elementos de la línea dura y sus aliados en Washington seguirán combatiendo contra cualquier propuesta de cambio general en la política hacia Cuba. Les preocupa que si Washington adopta una postura más realista en torno a la Isla, el tren de la política pasará por alto Miami y se dirigirá directamente a La Habana... y así perderán su influencia en el momento en que será más importante.

LA JUGADA DE WASHINGTON

Aun con crecimiento de la economía y nueva inversión del sector público en transporte, energía, educación, atención de la salud y vivienda, los cubanos hoy están profundamente frustrados por los rigores de sacar apenas lo suficiente para ir pasándola. Están ansiosos de una mayor participación democrática y de oportunidades económicas. Pero también se dan cuenta de que los modelos social, económico y político de Cuba sólo cambiarán en forma gradual, y que tal reforma será orquestada por quienes Fidel ha estado preparando para remplazarlo. Washington, también, debe aceptar que no hay alternativa a quienes ya están dirigiendo la Cuba post-Fidel.

Desde la perspectiva de los sucesores elegidos por Fidel, la transición llega en un contexto internacional especialmente favorable. Pese a los perseverantes esfuerzos de Washington, Cuba está lejos de encontrarse aislada: mantiene relaciones diplomáticas con más de 160 países, tiene estudiantes de casi 100 que asisten a sus escuelas y tiene doctores instalados en 69. El resurgimiento de la izquierda latinoamericana, junto con el reciente ascenso del sentimiento antiestadounidense en todo el planeta, hace que la resistencia porfiada de Cuba ante Estados Unidos sea más obligada y menos anómala de lo que era poco después de la Guerra Fría. Las relaciones cubano-venezolanas, basadas en una crítica compartida al poder estadounidense, y al "capitalismo salvaje", tienen una fuerza simbólica especial. Aunque esta alianza difícilmente sea permanente, y los observadores estadounidenses a menudo exageren el papel de mediador de poder de influencia de Venezuela, ésta entrega a Cuba unos 2000 millones de dólares en petróleo subsidiado al año y constituye un mercado de exportación del excedente cubano en doctores y consejeros técnicos. (Al constituir la espina dorsal de los programas sociales y de la asistencia del presidente venezolano Hugo Chávez en la construcción de organizaciones funcionales, La Habana ejerce más influencia en Venezuela que Caracas en Cuba.) La Habana, sin ceder ninguna autoridad a Chávez, optimizará sus relaciones mientras le resulte beneficioso.

Tampoco es Venezuela el único país que resistirá los esfuerzos estadounidenses por dominar la Cuba post-Fidel y por limpiar al país del legado revolucionario de Fidel. Los latinoamericanos, aún profundamente nacionalistas, han considerado desde hace mucho a Fidel como una fuerza de la justicia social y un contrapeso necesario a la influencia estadounidense. Como demostrará la asistencia a su funeral, sigue siendo un ídolo. Latinoamericanos de diversas índoles ideológicas, la mayoría de ellos profundamente comprometidos con la democracia en sus propios países, quieren ver una instauración tersa de ella en Cuba; no la violencia y el caos que piensan que la política exterior de Estados Unidos llevará a ella. Dados sus propios fallos en la década de 1990 para convertir el compromiso con Cuba en la democratización, y los actuales problemas de credibilidad de Estados Unidos en este campo, es improbable que los aliados de Estados Unidos en América Latina y Europa ayuden a Washington a utilizar alguna especie de iniciativa internacional para llevar adelante sus deseos de un cambio radical en Cuba.

Cuando muera Fidel, no pocos actores de Estados Unidos y de la comunidad internacional correrán a hacer su aparición y, si lo logran, adelantarán una serie de demandas: establecer un referendo y elecciones multipartidistas, la liberación inmediata de todos los prisioneros políticos, la devolución de la propiedad nacionalizada y la compensación de los antiguos propietarios, una nueva constitución, una prensa libre, la privatización de compañías estatales: en una palabra, convertir a Cuba en un país que nunca ha sido, incluso antes de la Revolución. Muchas de estas metas serían deseables si uno inventara un país desde el principio. Por ahora, pocas de ellas son realistas.

Tras el funeral de Fidel, un gobierno de "transición" del tipo al que aspira Washington no será el que ocupe el palacio presidencial en La Habana. Ello significa que la Casa Blanca no puede esperar responsablemente el día feliz en que los bosquejos de los informes de la comisión puedan ponerse a prueba. Más bien, la actual administración debe iniciar inmediatamente conversaciones con los dirigentes cubanos de más alto nivel. Al reconocer que Cuba y Estados Unidos comparten un interés en la estabilidad a ambos lados del Estrecho de Florida, la primera prioridad es coordinar los esfuerzos por evitar una crisis de refugiados o de imprevistas provocaciones por parte de los grupos de exiliados asentados en Estados Unidos ansiosos por explotar una oportunidad de cambio en la Isla. Más allá de cómo se maneje la crisis, Washington y La Habana pueden cooperar en muchos otros temas delicados en la Cuenca del Caribe, entre ellos el narcotráfico, la migración, aduanas y seguridad portuaria, terrorismo y las consecuencias ambientales de las perforaciones petroleras en el Golfo de México. Los dos países han logrado colaborar en algunos de estos temas en el pasado: cada una de las burocracias tienen en su personal a profesionales que conocen su materia, e incluso se conocen entre sí. Terminar con la prohibición de Washington de viajar, jugada ya respaldada por las mayorías bipartidistas en la Cámara de Representantes, abriría aún más el camino a una nueva dinámica entre Estados Unidos y Cuba. Así como la Casa Blanca del primer Bush terminó formalmente con las operaciones encubiertas en la Isla, la administración del segundo Bush o su sucesor debería también quitar de la mesa el cambio de régimen, que por tanto tiempo ha sido la política central hacia Cuba.

De continuar el curso actual y la construcción de amenazas acerca de qué tipo de cambio es aceptable o no tras Fidel, Washington sólo desacelerará el ritmo de la liberalización y la reforma política en Cuba y garantizará muchos años más de hostilidad entre los dos países. Al proponer un manejo bilateral de la crisis y medidas de construcción de confianza, dar fin a las sanciones económicas, sacar del camino a los cubano-estadounidenses y otros estadounidenses que quisieran viajar libremente a Cuba, y al dar a Cuba la ocasión de trazar su propio curso después de Fidel, Washington ayudaría a terminar con la mentalidad de sentirse sitiados que por tanto tiempo ha prevalecido en el cuerpo político cubano y, con el beneplácito de los aliados estadounidenses, quizás ayudaría a acelerar las reformas. Los cubanos dentro y fuera de la Isla siempre han luchado por su destino, e intentado llevar el poder estadounidense hacia otros conflictos, directa o indirectamente. Con tal que los próximos 50 años no traigan más de lo mismo, el curso más prudente para Washington es salirse del camino, abandonando por completo la política interna cubana. Los sucesores de Fidel ya están trabajando. Atrás de Raúl hay muchas otras figuras con la capacidad y la autoridad para tomar las riendas y continuar con la transición, aun si Raúl se va. Por fortuna para ellos, Fidel los ha enseñado bien: se ocupan en consolidar el nuevo gobierno, resuelven los problemas del día a día, construyen un modelo de reforma con características cubanas, sostienen la posición de Cuba en América Latina y en el plano internacional y manejan las predecibles políticas de Estados Unidos. Que estos logros soporten la muerte de Fidel es una victoria final para el superviviente definitivo de América Latina.

 

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