Luis Toledo Sande - Especial para Granma.- En la tarde española del último miércoles, cuando estaba próximo a cumplir sesenta y cinco años, se nos ha ido Quintín Cabrera, quien nació en Montevideo el 25 de abril de 1944.


Casi hasta el final de sus días, cuando parecía imposible que lo hiciera, se batió para que la enfermedad, que lo afectó largo tiempo y al cabo lo obligó a someterse —como única esperanza de vida— a un trasplante de pulmón en el Hospital Puerta de Hierro, de Majadahonda, no lo privara de acudir al llamado del deber.

Le alegraba reconocer lo importante que para él fue su participación, junto a compatriotas suyos —entre ellos Daniel Viglietti y Aníbal Sampayo—, en el fértil Primer Encuentro Internacional de la Canción Protesta, que organizó en Cuba la Casa de las Américas y tuvo lugar en Varadero en julio de 1967. Allí hizo amistad y cultivó afinidades con colegas de varias partes del mundo, como Carlos Puebla, de quien se sentiría hijo, y con quien compartió actuaciones, incluida la participación en un corto para la televisión francesa. En aquel Encuentro quedó sellada para toda su vida la profunda identificación que lo unió a la Revolución cubana, cuya trayectoria él había seguido con emoción y simpatía desde su Uruguay natal.

Las contingencias de su vida lo llevaron en 1968 a Barcelona, donde inició su etapa española, durante la cual ejercería diversos oficios —como el de periodista, en diversos medios— y alcanzaría la madurez como compositor e intérprete. Con la aparición de Yo nací en Montevideo (1975), empezó una producción discográfica que abarcaría otros seis títulos, hasta Naufragios y palimpsestos, que grabó en 2008 desafiando el creciente deterioro de sus pulmones. Para muchos, ese es el mejor del catálogo del autor. Lleva un justiciero texto de Fernando González Lucini, y estuvo entre los discos con que la SGAE lanzó en noviembre de ese año su colección El Canto Emigrado de América Latina.

Incontables serían los escenarios y los actos donde Quintín puso su voz —sola o sumada a las de otros colegas—, para condenar injusticias y exigir el triunfo de grandes ideales humanos. Cuba recordará al amigo leal que nunca aspiró a reconocimientos ni a mimos, y que, además de sus canciones, le entregó una solidaridad verdadera.

La muerte no impedirá que —como reclama una de sus canciones— su legado artístico y, sobre todo, su recuerdo, su ejemplo de entereza y de verticalidad, su condición de gran ser humano, sigan siendo para el imperialismo y sus servidores una aumentada dosis de jarabe vietnamita.

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