Luis Raúl Vázquez Muñoz - Juventud Rebelde.— Cada noche, antes de acostarse, Elizabeth se toma una pastilla de Ibuprofeno. El dolor laceraba su columna vertebral y cuando la quietud se apoderaba del cuerpo, ella temía no poder levantarse al día siguiente.

Yarlenys, por su parte, añora sus uñas: la siembra de boniato las quebró y la tierra le invadió sin compasión cara, manos, cuello, y hasta las partes del cuerpo cubiertas por ropa. Ella no sabe a ciencia cierta cómo fue.

Pero el dolor no impidió a Elizabeth cumplir con la faena en la recogida o beneficio del boniato, ni bailar por las noches bajo el influjo de la música. Tampoco el cansancio o el fuerte sol retrasaron a Yarlenys en su empeño de cumplir la norma establecida.


Ambas son alumnas de la Universidad Mayor General Máximo Gómez Báez, de Ciego de Ávila y comparten una experiencia singular: la vinculación de los miembros de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) a las faenas de la tierra.

El segundo destacamento
Yarlenys Hernández Torres cursa el segundo año de Turismo y forma parte del segundo grupo que protagonizó el vínculo con las labores productivas en los suelos de Sanguily, en el municipio de Venezuela, donde se encuentra enclavada la Empresa de Cultivos Varios Juventud Heroica.

«Trabajamos en la recogida, escarde y siembra de boniato —explica—. Creo que lo hicimos bien, recaudamos el dinero esperado e, incluso, nos felicitaron los compañeros de la empresa».

Las demás estudiantes entrevistadas en el surco reconocieron que las jornadas son agotadoras, sobre todo cuando el reloj comenzaba a marcar el mediodía y el sol quema con más insistencia. Sin embargo, todas se mantuvieron firmes en los surcos.

Elizabeth Callejas Herrada, estudiante del tercer año de Socioculturales e ideológica del Secretariado Provincial de la FEU, también participó en la movilización. A su lado se encuentra Fidel Díaz Cabrera, presidente de la FEU en la Universidad, y quien estuvo al frente del campamento en esta segunda etapa.

«Los 200 estudiantes que participamos tuvimos una buena productividad —comentan—. Trabajamos en la recogida y siembra del boniato, la chapea y limpia de marabú».

Cuando todos los comités de base de la UJC realizaron su asamblea con vistas al IX Congreso de la UJC, JR aprovechó para conversar con estos jóvenes y muchos confesaron sus temores cuando surgió la posibilidad de irse al campo.

Luis Carlos Leyva Fundora, del segundo año de Turismo, dijo: «Cuando escuché por la televisión lo de las movilizaciones, me dije: ahorita nos toca a nosotros». Katherine Quesada Sánchez, también de la brigada de Luis Carlos, fue más expresiva. Se echó hacia atrás al escuchar la noticia y exclamó: «¡¿Pa´l campo?!».

Pero los días pasaron y pese a los miedos e incertidumbres, se encontraron con otra realidad. Los baños, dormitorios y la comida en el campamento no eran tan malos como se los pintaban. El trabajo en el campo era duro, pero se podía vencer. La norma era difícil aunque se cumplía. Y lo principal: la movilización era rentable.

Unidos todos
El campamento José Rodríguez Vedo se encuentra en el antiguo Sanguily Dos, un centro de enseñanza en el campo. Cuando le piden valorar la presencia de los muchachos en el lugar, el profesor Juan Carlos Callejas Torres, decano de la Facultad de Ingeniería, responde: «Ha sido una oportunidad para que se conviertan en mejores personas».

Las palabras del docente se respaldan con datos. A modo de provocación, cuando se pone en duda la rentabilidad de la movilización, los propios estudiantes echan manos a las cifras del plan y el real diario y lo acumulado hasta el momento; explican que 90 surcos de boniato reportan 800 pesos de ganancias, y que de los ingresos hay que apartar el dinero para pagarle a los trabajadores del campamento sin contar otros gastos como el de la transportación, corriente y agua.

«Ellos han aprendido a pensar bajo los términos de rentabilidad —explica el profesor Juan Carlos—. Conocen lo que cuesta producir un alimento; pero en mi opinión, una de las cosas más importante es la unión entre todos para lograr que el trabajo avance».

Los estudiantes, por su parte, lo ratifican. Luis Carlos, Katherine, Yarlenys y Fidel coincidieron en que las normas se pudieron cumplir porque no existió una competencia individual, y sí la solidaridad por ayudarse entre todos. Armando Yanes González lo tuvo que vivir, aunque no en el surco de boniatos sino ante un campo de marabú.

Cuenta Armando: «La primera vez que entramos a ese monte, andábamos asustados. Al comienzo trabajamos dispersos. Eran unas espinas tremendas, el polvo se te metía por los ojos y no había nada que te cubriera el sol. En medio de todo eso, unos andaban por aquí, otros por allá. Cada cual por su lado. ¿Saben cómo se ordenó? El profesor Ginobel Martínez. Él fue quien organizó aquello. Dijo: “Todo el mundo en un grupo”. Y fue el primero en fajarle. Le fuimos arriba a aquel monte y si ustedes vieran los pasillos que abrimos. Eso lo hicimos juntos: alumnos y profesores, sin ninguna distinción. Y eso nunca lo voy a olvidar».

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