Roberto Fernández García - UNEAC.- Sabemos que durante la primera fase de la sociedad comunista – el socialismo – subsisten numerosas desigualdades sociales, cuyas razones fueron previstas por Carlos Marx antes de que la misma se intentara poner en práctica en ningún país. Basta con repasar el principio de distribución socialista (de cada cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo, tan diferente al que algún día se supone deberá aplicarse en el comunismo) para percatarse de ello.



Estas desigualdades se hacen más evidentes durante el período de transición del capitalismo al socialismo, etapa durante la cual aun no se ha creado la base económica socialista y, por tanto, coexisten los restos de las fuerzas productivas capitalistas. En consecuencia, la forma de conciencia social burguesa subsiste en la manera de pensar – y de actuar – de las viejas generaciones, y es trasmitida por éstas a los jóvenes. Esa influencia deberá decrecer en la misma medida en que la sustitución de la base económica anterior, el surgimiento de las nuevas fuerzas productivas y la formación de los nuevos valores permitan la creación paulatina de la nueva forma de conciencia social, cuyo perfeccionamiento hará posible la evolución de los individuos y, con ellos, de la sociedad en su conjunto, hacia niveles superiores de desarrollo.

La forma de distribución socialista con arreglo a la cantidad y calidad del trabajo que cada cual pueda aportar acorde a sus capacidades físicas e intelectuales, unida a los derechos básicos que el mismo sistema asegura a cada ciudadano con relación al acceso a la salud, la educación, la cultura, al trabajo, la vivienda, la seguridad y la asistencia sociales, etc., hacen que, pese a las desigualdades sociales que perduran temporalmente, el sistema sea infinitamente más justo que la sociedad capitalista; y de eso a ninguna persona honesta le puede caber la menor duda. Al mismo tiempo, dichos derechos es lo que, de hecho, garantizan la igualdad socialista. Pero esa igualdad no sólo hay que verla vinculada a las cosas que todos tenemos en igualdad de condiciones, en cuanto al acceso a todos los beneficios que la Constitución y las leyes complementarias nos aseguran.

La igualdad en la etapa socialista también se materializa en la posibilidad que todos tenemos al alcance de nuestras capacidades para superarnos y poder realizar un trabajo mejor remunerado. Es decir, dentro de esas desigualdades también existe un principio de igualdad social, acorde a las capacidades de cada cual, con independencia de los derechos consagrados por las leyes para todos por igual.

Sin embargo, esa igualdad de oportunidades no siempre está acorde con las posibilidades personales y las capacidades físicas e intelectuales de todos los ciudadanos, lo que hace que la satisfacción de las necesidades materiales y espirituales sea siempre diferenciada. Por eso algunos, que tal vez no tengan tantas necesidades materiales; pero tienen la capacidad para producir más y mejor, reciben más que otros que, por determinadas condiciones familiares, necesiten más; sin embargo, reciben por debajo de sus necesidades, ya que sus capacidades productivas son más limitadas.

En este caso se da la diferencia entre igualdad e igualitarismo. Existe una lógica desigualdad entre esos que aportan más y reciben más, aunque sus necesidades personales y familiares sean menores; y aquellos que, por razones de capacidad, reciben menos, aunque sus necesidades sean mayores.

De manera que, siempre que las capacidades físicas e intelectuales lo permitan, todo ciudadano tiene el derecho y la posibilidad real de superarse para acceder a un puesto de trabajo en el cual pueda aportar un resultado superior en cantidad y calidad, lo cual le permita obtener una mayor parte de la distribución; la que, de hecho, constituye un estímulo, tanto para continuar aumentado la cantidad y calidad del trabajo, como para la superación personal del trabajador.

Estas desigualdades en el socialismo también están presentes, y hay que distinguirlas, entre el trabajo manual y el intelectual. No puede valorarse igual el trabajo de un equipo de ingenieros y arquitectos que proyectan la construcción de una fábrica, que el de los operarios y trabajadores que la construyen. Ni la labor de dirección del especialista que dirige el trabajo de esos profesionales, al del jefe de una cuadrilla de albañiles y carpinteros que participa en la ejecución de la obra. Tampoco el trabajo del director de una empresa, que dirige, coordina y controla toda la actividad productiva y económica de la entidad a nivel global y responde por todo, con la de un simple trabajador cuyo aporte, por más social que resulte al final, es individual y, por tanto, menor en cantidad y calidad.

Por lo tanto, estas personas que tienen esas altas responsabilidades y sobre las cuales gravita la cantidad y calidad del trabajo de todo un colectivo, responsabilidad que crece y se complica en la misma medida en que sea mayor, tanto el colectivo de trabajadores como la importancia y complejidad de la actividad que realiza la entidad que dirigen, no cabe duda de que tienen derecho a recibir más. Otro tanto ocurre con quienes ocupan cargos de dirección gubernamental y política a los diferentes niveles, de cuya gestión se sobrentiende dependa de manera decisiva el logro de los objetivos de la producción y la distribución, y la existencia misma del sistema socialista. Ese derecho está inserto perfectamente dentro de la forma de distribución socialista. De lo que tiene que ser entendido por igualdad en nuestro sistema. Es decir, igualdad sin igualitarismo; concepto que, como ya hemos visto, de hecho lleva intrínsecas las desigualdades que, lógicamente, subsisten en la primera fase de la sociedad comunista.

Ahora bien, existe una abismal diferencia entre las desigualdades que entrañan la igualdad sin igualitarismo, y las desigualdades que emanan de los privilegios, que nada tienen que ver con la teoría económica de Marx, y mucho con la corrupción que nos impide avanzar hacia la meta que aquél avizoró. Y es que algunas veces hemos escuchado esgrimir el argumento de la igualdad sin igualitarismos para justificar lo que, a no pocos, nos parecen privilegios.

Al parecer los privilegios han constituido – y constituyen – un mal asociado a la etapa de tránsito que, de una u otra manera, han estado presentes, con malos o peores resultados, en todos los países en los que se ha experimentado la construcción del socialismo. Se trata de una secuela de la conciencia social burguesa que subsiste y lastra los esfuerzos por la edificación de la base económica del socialismo, con la correlativa influencia negativa en lo que respecta a la formación y desarrollo de las fuerzas productivas del socialismo y su correspondiente forma de conciencia social.

Pero, antes de continuar, veamos la definición de la palabra privilegio, que aparece en El Pequeño Larousse: Privilegio (del latín privilegium: ley privada) Ventaja o exención especial o exclusiva que se concede a alguien. En Derecho: Nombre que se daba en el derecho antiguo a una ley cuando no atendía al interés general, sino al de un particular.

En los tiempos actuales y en nuestras condiciones concretas, los privilegios no constituyen leyes escritas, como ocurría en el derecho antiguo; sino consuetudinarias, como fuera en la más lejana antigüedad. Y siempre benefician a esas personas cuyas responsabilidades consisten en dirigir la producción, los servicios, las actividades administrativas, gubernamentales o políticas a diferentes niveles, y a sus familiares; así como a la burocracia y la parte de la intelectualidad vinculada y dependiente directamente de ellos, que medran a la sombra del poder.

Muchos han sido los esfuerzos de la dirección revolucionaria durante estos cincuenta años por eliminar los privilegios, y no pocos los casos en que los altares de muchos privilegiados se han venido abajo estrepitosamente. Pero, paradójicamente, la mayoría de éstos siempre quedó incólume, y son muchísimos más los que se han erigido después y han perdurado impunemente durante décadas; hasta que el almíbar de los privilegios ha hecho que alguno “se pasaran de rosca” y se hayan derrumbado con todo el ruido que el desplome suele producir. Pero la mayor parte permanece intacta, nadie sabe por qué ni hasta cuándo.

Recuerdo que, en el mismo año 1959, siendo yo apenas un adolescente, Fidel, refiriéndose a los privilegios, dijo en un discurso: “Nadie en absoluto tiene derecho a atrincherarse en los méritos del pasado”. Y su vida nos ha demostrado cuán celoso ha sido del cumplimiento de ese principio en lo personal; la modestia y sencillez que lo han caracterizado hasta hoy; la exigencia de las virtudes como base del reconocimiento social y el magisterio que ha constituido su actuación para que los demás imitemos su ejemplo.

El Che, asimismo, fue paradigma de modestia, honradez y sacrificio, e incansable luchador contra los privilegios de todo tipo en su bregar por sentar las bases para la construcción del socialismo y la formación del Hombre Nuevo que integraría la sociedad del futuro. Todos recordamos aquella famosa anécdota, cuando descubrió que en su casa se recibía una cuota alimentaria adicional, la cual explica por sí sola la honestidad, los principios y la vergüenza que regían la vida y la actuación cotidiana de aquel hombre sin igual.

Por desgracia, en los últimos tiempos estos y otros muchos ejemplos más bien se tienen presentes para adornar discursos, actos matutinos en centros laborales y escuelas, y en la abundante propaganda gráfica con la que se embadurnan paredes por todas partes, con la idea pueril que hace creer a algunos que sólo con esa retórica y esa pintura mural se resuelve el complejo trabajo político – ideológico sobre las masas, desechando la importancia del estudio consciente y sistemático de la teoría científica de la edificación socialista y el papel educativo de los jefes con la exigencia y el control para todos por igual, el ejemplo de actuación, la crítica oportuna y constructiva, y el estímulo congruente que nos han enseñado nuestros próceres.

Los privilegios en el socialismo no son otra cosa que una de las tantas formas de la corrupción. Esa que en Cuba asoma la cabeza por todas partes. Una de las maneras en la que se pone de manifiesto la permanencia de la conciencia social burguesa en la nueva sociedad que intentamos construir, y conspira denodadamente contra el logro de tal propósito. Pero esta variante de la corrupción es mucho más peligrosa y contaminante que las abordadas en el trabajo anterior; aunque las causas que la originan, a mi juicio, siguen siendo las mismas.

La incorrecta aplicación – incluso el abandono – del principio de distribución socialista constituye, de hecho, una perniciosa forma de igualitarismo. Se mide con igual rasero al que produce mucho y bien que a quien no lo hace, sea por incapacidad o por falta de conciencia. Esta violación termina matando el interés individual por elevar la cantidad y calidad del trabajo, incluyendo el espíritu de superación. Gran parte de los trabajadores llega a la conclusión de que no vale la pena el sacrificio, si el único reconocimiento que recibirán será, a lo sumo, un diploma y un discurso que, a veces, les entrega alguien que ni siquiera tiene los méritos que ellos.

A contrapelo con esto, ven que los directivos de la empresa y la burocracia que los rodea son los que más derechos tienen a mejor remuneración, facilidades de vida, viviendas, carros, vacaciones en centros turísticos o casas de visita; sin que siempre el trabajo que realizan incida en la elevación de la productividad, el aumento de las ganancias ni la reducción de los costos del centro, pues casi siempre son los que más gastan.

Por otra parte, es sabido que el principio de distribución socialista forma parte del mecanismo a utilizar para que el trabajador se sienta codueño de los medios de producción y partícipe directo en los destinos de la empresa, pues de ello dependerán sus ingresos y la satisfacción de sus necesidades materiales. Pero para que así sea, tanto la administración como las organizaciones políticas y el sindicato, tienen que jugar el papel que les corresponde en la emulación socialista – cuyos principios y normas estableció en su tiempo Lenin y deben cumplirse de esa manera para que sea tal – y asegurar la participación real de los trabajadores en la misma.

Esto se logra con la presencia activa de los obreros en la discusión, análisis y aprobación de los planes de producción y el chequeo periódico de su cumplimiento, las dificultades que se presentan para lograrlo y cómo resolverlas, etc. En fin, como está establecido. Pero esa participación tiene que ser real, útil y objetiva; sin imposiciones veladas, triunfalismos, formalismos, esquemas, dogmas ni rutinas; con lo cual los trabajadores pierden el interés, tanto por el trabajo como tal, como por la emulación y la empresa misma; y las formalidades en las que los obligan a participar le resultan inútiles, aburridas y tediosas, sin llegar a entender para qué les exigen la asistencia a tales actividades, si con ellos realmente no se cuenta para nada ni sus opiniones son tenidas en consideración; pues si dijeran lo que verdaderamente piensan tal vez podrían afectar los intereses de algunos jefes y sus acólitos, y ellos terminarían por “buscarse problemas”.

Es decir, en lugar de lograr la identificación del trabajador con los medios de producción y hacer que se sienta codueño de los mismos – un elemento decisivo en el logro de los planes de la empresa, que debe llevarlo a interiorizar la convicción de la socialización de esos medios y de la producción misma – lo que se consigue es el divorcio de éste con el centro laboral, y el afianzamiento de la idea de que el mismo no es suyo, sino del estado. O lo que para él resulta igual: no es de nadie.

Cuando he hablado de este tema con muchos trabajadores simples, generalmente personas de escaso y mediano nivel escolar, cultural y político – incluyendo a militantes del PCC y la UJC – la conclusión a que he llegado es que la idea de la copropiedad y la socialización sobre los medios de producción para ellos no existe, o no la comprenden, ni son capaces de interpretarla de la manera que está concebida en la teoría y la legislación vigente. Algunos me han asegurado que eso sería imposible de lograr jamás. Además de esa idea amorfa que los hace concebir que la propiedad social no es de nadie porque es del estado, y les parece que el estado no es nadie, y ellos no forman parte de él; a quienes en última instancia ven vinculados con esa propiedad es a los directivos de las empresas y a los jefes intermedios; así como a los dirigentes administrativos, gubernamentales y políticos ubicados por encima de éstos. Y tal apreciación se debe a que es a estas personas a quienes ven disfrutar de los resultados del trabajo de todos.

Es frecuente ver cómo, cuando se realiza alguna celebración en algunos centros laborales y se hace una fiesta para los trabajadores por los éxitos alcanzados –reales o no – a la cual asisten dirigentes del ramo y políticos de diferentes niveles, al finalizar la festividad general casi siempre se realiza un convite especial aparte para los invitados y la élite de la empresa. Habría que escuchar las opiniones que emiten los trabajadores, donde los jefes no los pueden escuchar, para enterarse de cómo piensan al respecto. Pero ninguno se atreve a plantearlo en una reunión por temor a las posibles consecuencias que el enfrentamiento podría acarrearle. Y razones les sobran para pensar así.

Mientras en una parte importante de los trabajadores ocurre este proceso involutivo, el sector de los directivos y burócratas recibe la mejor parte en la distribución de la producción, acorde al ya mencionado principio socialista. Pero al mismo tiempo muchos de ellos se aprovechan de la posición que ocupan y de la interrelación y dependencia mutua existente en ese mundo, para obtener prebendas que no forman parte de las desigualdades propias del socialismo y, por tanto, de sus derechos. Esto aleja aun más a los trabajadores de los propósitos de la edificación socialista y mina en éstos la formación de la nueva forma de conciencia que le es inherente e imprescindible al sistema, así como la confianza en el futuro.

Al mismo tiempo, la corrupción llega a aceptarse como algo normal, pues si los jefes gozan de privilegios mayores a los cuales no tienen derecho; los demás, que no pueden aspirar a tanto, también tienen que “coger algo”. Generalmente ocurre que, de una u otra forma, estos jefes tienen que permitir, o hacer la vista gorda, ante muchas de estas deformaciones en sus subordinados para poder disfrutar de impunidad.

En fecha reciente nuestro gobierno ha desatado la lucha contra los privilegios, las gratuidades y los subsidios injustificados; decisión que los revolucionarios vemos muy bien. Es más, imprescindible. Incluso en el caso que muchas de estas medidas puedan afectarnos en el plano personal. No existe razón que justifique gratuidad ni subsidio alguno siempre que éstos vayan en contra de los intereses de la economía, que es afectar a la sociedad y al futuro. Cada cual debe aportar acorde a sus capacidades y recibir –además de los servicios básicos que la ley otorga gratuitamente al pueblo – lo que sea capaz de ganar con su trabajo socialmente útil.

Por tal razón, los primeros que deberían ser llamados al orden serían los vagos, que no aportan nada a la sociedad, viven de las ilegalidades, casi siempre a un nivel económico muy por encima del pueblo y, por si fuera poco, reciben todo lo que el estado – ese mismo para el cual se jactan de no trabajar – les brinda gratuitamente, resultado del esfuerzo de los trabajadores; máxime cuando se ha elevado la edad de retiro para ambos sexos a causa de la creciente escasez de fuerza de trabajo joven debido al progresivo decrecimiento poblacional.

Algo similar habría que hacer con los nuevos ricos. Entre éstos los hay que trabajan con el estado – generalmente en sectores lucrativos, como el turismo y la gastronomía – pero la mayoría lo hace por cuenta propia, y casi siempre al margen de la ley. Sería necesario, en primer lugar, establecer la legalidad de la riqueza que éstos poseen y el aporte que hacen a la sociedad que tanto invierte en ellos y sus familiares.

Por otra parte, vemos que las medidas encaminadas a eliminar gratuidades innecesarias, al parecer, también han echado abajo algunas que no son tan innecesarias como podrían aparentar. Tal es el caso de las vacaciones en centros turísticos para los trabajadores vanguardias. Parece que hemos ido del muy muy, al tan tan, y como resultado de tal exceso han pagado justos por pecadores.

Según la opinión popular – sobre todo de muchos trabajadores del turismo – en los llamados planes vacacionales, bajo la cobertura de “vanguardias”, se enmascaraban más privilegiados y burócratas de alto nivel (y hasta nuevos ricos que obtenían la reservación mediante soborno) que trabajadores. Muchos de estos vacacionistas – en especial los que ocupaban altos cargos, y en ocasiones hasta sus hijos – casi siempre se hacían acompañar por enormes séquitos de familiares (ascendientes, descendientes y colaterales), parientes de todas las ramas y amigos, que muchas veces superaban las dos y hasta las tres decenas de personas, con automóviles incluidos.

Otra variante para el descanso de fin de semana utilizada – por lo menos hasta hace muy poco – por ciertos personajes de nivel cuyo prestigio no podía ponerse en tela de juicio, era alojarse en algún hotel discreto, un tanto alejado de la capital, preferentemente en un bungalow, con alguna “amiga ocasional”. Una manera segura para desaparecer de la familia y de La Habana, con la dificultad de que los gastos – que no eran pocos – siempre corrían por cuenta del estado.

En las nuevas condiciones que impone la lucha contra las gratuidades, se han abierto las posibilidades de hospedaje en los hoteles para el turismo internacional a aquellos que puedan pagar en CUC los altos precios que en tales lugares rigen. En la práctica quienes pueden vacacionar en éstos – y de hecho lo hacen a diario – son los nuevos ricos. Esos que “nadie sabe” de dónde han sacado el dinero, y ostentan su riqueza a los cuatro vientos. Sin embargo, el trabajador vanguardia; ese que, pese a no recibir acorde a la cantidad y calidad de trabajo que aporte, y es de los pocos casos que se siente dueño de los medios de producción y de su empresa, porque lo da todo por la Revolución, no puede ni soñar con un fin de semana, ni siquiera en alguno de los hoteles más pequeños y de menor categoría, porque hay que reducir los gastos eliminando las gratuidaders.

Son conocidos muchísimos casos de estos trabajadores en cualquier rincón del país, vanguardias de todos los días y a todas horas, que con su trabajo y sacrificio, su iniciativa e inventiva cotidianas, le ahorran en el año decenas de miles de dólares a su empresa; y no reciben nada a cambio, pues, hagan lo que hagan, todos los meses cobran lo mismo. Sólo algunos entre ellos, los más destacados entre los destacados, recibían – además del diploma – una merecida semana de vacaciones con su familia en un hotel (donde gran parte de la comida sobra y se vende de contrabando y en divisas por algunos trabajadores del hotel a los particulares criadores de cerdos). Ahora los trabajadores vanguardias de verdad no pueden asistir a estos lugares, que antes compartían con los privilegiados y los burócratas que nunca fueron vanguardias, y algunos hasta disfrutaban de más de una semana en el hotel, con el triple de acompañantes que el obrero.

Pero, en honor a la verdad, hay que reconocer que los privilegiados y burócratas en las nuevas circunstancias, al parecer, tampoco se hospedan en hoteles de turismo internacional. Pero tampoco resultan imprescindibles. Para eso están las casas de visita de los organismos en los cuales trabajan, habilitadas con todo lo necesario y ubicadas en lugares turísticos de todo el país y a precios más módicos que los hoteles antes utilizados por ellos camuflajeados de vanguardias.

Otra variante utilizada por los privilegiados, los burócratas y la intelectualidad vinculada a éstos son las invitaciones de un día a hoteles de cuatro y cinco estrellas del sistema “Todo incluido”. Se pueden ver en estos lugares a destacados intelectuales de renombre público. Locutores, presentadores y conductores de importantes programas de la Televisión Cubana; periodistas de la televisión y la prensa plana, artistas dramáticos y plásticos; todos acompañados de sus respectivas parejas e hijos, que viajan desde La Habana y otras ciudades los sábados o domingos hasta los balnearios cercanos (incluso, a veces algo distantes) a disfrutar de las delicias de un día turístico y consumir todo lo que puedan sin pagar un centavo, gracias a las bondades de los privilegios, que disfrutan a la vista de los trabajadores de dichos centros que, de paso sea dicho, tienen prohibido llevar allí a sus familiares, por más destacados y vanguardias que puedan ser.

Comprendo perfectamente – como la mayoría de nuestro pueblo – hasta dónde llega la igualdad en el socialismo, en la cual no puede haber igualitarismo; así como las desigualdades inherentes a esta primera fase de la futura sociedad comunista, las cuales conjugo perfectamente. Lo que hasta ahora no he podido conjugar de ninguna manera son esas desigualdades con los privilegios. O sea, es necesario comprender que nuestra igualdad tiene que ser sin igualitarismo. Es decir, tienen que perdurar las desigualdades transitorias que entraña la propia ley de distribución socialista. Pero ya es tiempo de que esas desigualdades no estén incrementadas por los privilegios. La idea podría resultar más clara y asequible si afirmara que aspiro a que tengamos igualdad sin igualitarismo y desigualdad sin privilegios. Pero, para lograrlo, tenemos que luchar todos, y hacerlo con valentía, sin temor a perder nada; pues, de continuar permitiéndolo, corremos el riesgo de perderlo todo.

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