La carga mortífera de esas aeronaves encontró blancos en tres aeropuertos: uno en el municipio habanero de San Antonio de los Baños, otro en esta capital y el último en la oriental ciudad de Santiago de Cuba.
El propósito de los agresores era destruir los aviones en tierra y privar a la mayor de las Antillas de esos medios para su defensa ante la invasión que por Girón, conocida en círculos políticos de Washington como Bahía de Cochinos, ocurriría después.
Aquella madrugada del 15 de abril de 1961, artilleros, pilotos y mecánicos cubanos ocuparon rápidamente sus puestos y muchos jóvenes pusieron a funcionar todas las piezas antiaéreas en cuestión de segundos.
De acuerdo con testimonios de protagonistas de dichos sucesos una decisión ocupaba sus mentes: defender hasta las últimas consecuencias la independencia y soberanía conquistadas con mucha sangre, sudor y sacrificio.
Aunque para los cubanos estuvo muy claro desde los inicios la intervención de Estados Unidos en los sucesos, posteriores declaraciones de los mercenarios y revelaciones de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) confirmaron la responsabilidad de Washington.
En una carta enviada en 1961 al Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas Pedro Armas aseguró que participó en la invasión a Cuba tras haber sido entrenado en Guatemala por instructores estadounidenses, varios de ellos de la CIA.
Otro de los agresores manifestó al ser arrestado que fue reclutado en territorio norteamericano y adiestrado militarmente en dicha nación centroamericana para tomar parte en el desembarco por Playa Girón.
Sin embargo, Washington se empeñaba en afirmar su carencia de vínculos con la invasión, derrotada en menos de 72 horas, aún cuando a Cuba le sobraban pruebas irrefutables para asegurar lo contrario.
Documentos desclasificados por el gobierno norteamericano confirmaron en julio de 1999 la veracidad histórica de la demanda judicial cubana acerca de la organización y financiamiento de la operación encubierta de Estados Unidos.
Los esfuerzos por ocultar la participación de la Casa Blanca fue un secreto a voces desde el mismo inicio de la llamada Operación Mangosta, lo cual admitió en sus memorias el expresidente estadounidense Dwight D. Einsenhower.
Este mandatario republicano aseguró haber dado órdenes precisas a la CIA para la agresión, cuyo visto bueno definitivo lo concedió el dignatario demócrata John F. Kennedy tras asumir el poder.