Lirians Gordillo Piña - Revista Mujeres.- Hace unas semanas un taxista, tratando de ser sociable me comenta: yo no voy para La Habana (Centro Habana, Habana Vieja) pues para allá hay muchos huecos, está lleno de personas oscuras y orientales, me gusta más el Vedado porque es más claro ¿usted no cree lo mismo?


 

Indignada, le respondí: “No, porque yo estoy casada con una persona oscura y oriental”. Quienes me conocen saben que es verdad, y aunque no lo fuera le hubiera contestado igual, aún no estoy satisfecha, debí bajarme del taxi y decir que junto al cartel pusiera “chofer racista”.

Lamentablemente esta no es una experiencia aislada, otras veces he tenido que lidiar con ofensas a una pareja interracial o intergeneracional, a una pareja de mujeres o simplemente a un joven que lleva el cuerpo orlado de tatuajes.

El dolor, la indignación por la indulgencia ante el silencio de otros y el derecho que se atribuyen estas personas me llevó a escribir este comentario. Mucho me hizo pensar esta IV Jornada contra la Homofobia, una lucha que aún encuentra resistencia incluso entre quienes buscan equidad social, de género, racial, religiosa o cultural.

La discriminación nos afecta a todas y todos, aunque a veces no sepamos o queramos identificar que a partir de las mismas reglas se disminuye a la mujer; se construye el mito de quien siempre la hace a la entrada o a la salida; se embrutece patológicamente al campesino, se denigra al que emigra y asume roles que los nativos desprecian; o simplemente se sospecha de quien declara su fe buscando razones económicas o de otro tipo, sin mencionar que nuestras decisiones amorosas pueden tornarse vitales a la hora de evaluar nuestra capacidad intelectual, sensibilidad humana y hasta nuestros derechos.

Cada una de nosotras/os ha sido víctima en algún momento de estereotipos y prejuicios que han juzgado nuestra forma de ver el mundo, de actuar o simplemente de vestir, de escoger pareja.

Paradójicamente, pues Cuba posee una centenaria tradición en la lucha contra todo tipo de injusticia, principalmente aquella que niegue nuestra pluralidad, riqueza y diversidad. Nos orgullecemos de un proyecto social que prioriza la dignidad humana y la inclusión como un paradigma emancipatorio para todos y todas. Por tal motivo en nuestro país se han librado batallas públicas contra el racismo y el machismo imperantes aún, en una sociedad mestiza, donde las mujeres constituyen más del 40 por ciento de la fuerza laboral activa. Sin embargo, para muchos resulta escandalosa la actual defensa pública de los derechos de personas homosexuales, bisexuales, travestis, transformistas y transexuales.

Nos perturbamos incluso cuando en la TV aparecen tramas, reportajes, noticias o spots porque “promueven ese tipo de cosas en la juventud” y el temor a que la orientación sexual homosexual sea una pandemia se esparce entre varias personas que olvidan quizá que transgéneros, gays y lesbianas son, en su mayoría, hijos e hijas de parejas heterosexuales. O simplemente se teme ofender al televidente, lector, oyente o interlocutor, por eso a veces se evita una posición de apoyo hacia la realidad que viven estas personas, que son nuestros compañeros de aula y trabajo, nuestros familiares.

Resulta risible cómo protegemos a quien discrimina, cómo podemos ser indulgentes y callar ante manifestaciones que denigran a otras personas por el solo hecho de su orientación sexual. ¿Somos impasibles también ante manifestaciones de racismo, machismo o contrarrevolución? Es cuestión de principios, y los principios-cuando son verdaderos- no distinguen entre razas, géneros, orientaciones sexuales o filiación política.

Ser consecuentes, entonces, es ser fiel a nosotras/os mismas/os, por eso no podemos defender los derechos de las mujeres, sin apoyar el derecho de las mujeres lesbianas a la maternidad; resulta incongruente apostar por una representatividad étnica en las esferas de decisión política mientras nos oponemos a que transgéneros accedan a determinados puestos de trabajo; continuar enseñando las vileza de los guetos nazis y permitir que en nuestro suelo existan espacios públicos a los cuales solo se pueda acceder “en pareja”, entendiendo esta como hombre y mujer, fortalece la perjudicial doble moral.

La vida-en sociedad- entraña la responsabilidad ética de convivir en armonía, de respetar y sobre todo valorar la integridad e importancia del resto de las personas. Esa responsabilidad implica el compromiso de actuar. Todas y todos compartimos un pasado en común, y de nosotras/os dependerá el futuro en el que vivan nuestros hijos/as, familiares y amigos/as, una manera de transcender en sus valores, sueños y actitudes. De lo que hagamos hoy no solo depende el mañana, en nuestras acciones cotidianas se fortalece o debilita nuestra humanidad.

Claro que no es fácil, en cada una/o perviven y luchan prejuicios, temores y fantasmas. No somos un manojo de virtudes, la virtud está en ser conscientes de nuestras limitantes, de las apuestas que quedan en el camino y de saber que crecer es doloroso, agotador, pero en definitiva vital. Mi hijo nacerá el próximo agosto, y como bien dice mi esposo oscuro y oriental solo importa que sea feliz, saludable y de bien; sobre todo consciente de las luchas que nos quedan.

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