Carlos Alzugaray Treto - Temas.- Daniel P. Erikson pertenece a una joven generación de latinoamericanistas estadounidenses. Después de una trayectoria de diez años, que lo llevó a colaborar con dos de los más importantes tanques pensantes de la élite del poder —Diálogo Interamericano (DI) y el Consejo de Relaciones Exteriores (CFR)—, fue designado, en junio de 2010, Senior Advisor for Policy (Asesor político principal) en el Buró de Asuntos Hemisféricos del Departamento de Estado.


Erikson ha estado trece veces en Cuba. La primera, en el año 2000, cuando aún hacía su maestría en Políticas Públicas en Harvard. Ha escrito más de sesenta artículos, casi todos referidos a asuntos cubanos. Ha coeditado el volumen Transforming Socialist Economies: Lessons for Cuba and Beyond. No hay dudas de que tiene las credenciales necesarias para producir un buen texto y tener éxito en lo que parece ser su objetivo principal: influir en la dirección de la política futura de los Estados Unidos hacia Cuba.

Su libro más reciente,* ha sido recomendado por Jorge I. Domínguez, Brian Lattel y Julia E. Sweig, todos reconocidos especialistas en temas cubanos provenientes de varios sectores del espectro político. La revista Foreign Affairs, órgano del CFR, elogió la obra en los siguientes términos:

Con esta fresca, astuta y comprensiva exploración de dos décadas de relaciones Estados Unidos-Cuba, Erikson emerge como una valiosa voz nueva en los círculos de política exterior de Washington [...] Las guerras de Cuba es un llamado elocuente para respuestas más realistas y decentes que ayuden en vez de castigar aún más al largamente sufrido pueblo cubano.1

El propio Erikson se refiere a su libro como una combinación de análisis político y reportajes de primera mano.2 Se fundamenta en el conocimiento que tiene su autor de los órganos de formulación de política exterior de Washington, cerca de cincuenta entrevistas a actores claves y una bibliografía selecta. Por haber sido publicada en un año electoral (2008) estuvo diseñada fundamentalmente para tener un impacto sobre la política del que resultara electo presidente.

El volumen está pensado para el lector norteamericano, preferiblemente vinculado al proceso de formulación de política, aunque con pasajes de interés para un público más amplio. Ello genera algunas omisiones llamativas. La perspectiva cubana de la relación con los Estados Unidos pudo ser más abordada. Entre las fuentes y entrevistas utilizadas, no aparecen las de los académicos cubanos que trabajan en la Isla, ni de los funcionarios del gobierno, a los que Erikson seguramente tuvo acceso.

La obra describe con habilidad contextos y lugares, y posee una prosa clara y atractiva. Está organizada en doce capítulos. El primero, «Die Another Day» (Morir otro día), aborda el período que va desde el anuncio de la enfermedad del Comandante Fidel Castro, el 31 de julio de 2006, hasta la elección oficial de Raúl Castro para sustituirlo, en 2008.

El autor pone de relieve las actitudes peculiares de altos funcionarios del gobierno norteamericano en relación con Cuba. Caleb McCarry (coordinador para la transición cubana en el Departamento de Estado) le confesó que no le gustaba ocuparse de situaciones hipotéticas, cuando su cargo estaba basado precisamente en una de ellas: la ansiada «transición cubana hacia la democracia» (p. 23). Por otra parte, cita al director nacional de Inteligencia, John Negroponte, el 14 de diciembre de 2006, quien aseguró públicamente que la información de inteligencia que poseían los Estados Unidos indicaba que Fidel no duraría más de unos meses (p. 24). No obstante, Erikson afirma que el gobierno cubano había quedado en un «estado de animación suspendida», debido a la ausencia de Fidel, sin tener ninguna fuente directa en la que basar semejante aserto (p. 17). Lo anterior no le impide sentenciar juiciosamente:

A principios de 2008, Fidel Castro trastornó una vez más las predicciones ominosas sobre el fin de su vida. Al renunciar, unos días antes de la sesión de la Asamblea Nacional del 24 de febrero, se posicionó como supervisor de la misma transición de poderes a su hermano Raúl que sus enemigos fuera de Cuba habían jurado impedir a toda costa. Su éxito garantizó que tanto la próxima generación de nuevos líderes cubanos como el sucesor de Bush en la Casa Blanca tuvieran que heredar el casi medio siglo de lucha entre los Estados Unidos y Cuba» (p. 25).

El segundo capítulo «War of Nerves» (Guerra de nervios), intenta resumir la historia de las relaciones entre Washington y la Revolución cubana hasta la primavera de 2003. En él se demuestra el nivel de injerencia en los asuntos internos cubanos durante los primeros años de la administración Bush, en particular por las acciones provocadoras de James Cason, Jefe de la Sección de Intereses en La Habana. Estas últimas llevaron a una situación de suma tensión en Cuba que condujo a varios secuestros de aviones. El gobierno cubano tomó enérgicas medidas contra los ciudadanos que se habían prestado a esas maniobras. El propio Erikson reconoce el peligro cuando termina escribiendo: «Fidel Castro y su régimen sobrevivieron para luchar otro día» (p. 53).

En este capítulo, acepta una vieja tergiversación de los orígenes del conflicto entre la administración Eisenhower y el Gobierno revolucionario, al afirmar que aquel reaccionó ante la expropiación de empresas norteamericanas y la alianza de Cuba con la Unión Soviética. En realidad, como lo prueban numerosos documentos publicados, Eisenhower decidió deshacerse de Fidel Castro ya desde junio de 1959 y el motivo esencial estuvo en el curso independiente que siguió Cuba tanto en lo interno como en lo externo, y no en ninguna medida concreta que se hubiera tomado contra intereses legítimos de los Estados Unidos.3

Por otra parte, el autor considera que el gobierno cubano reaccionó con excesiva represión ante delitos evidentes de colaboración con la estrategia de «cambio de régimen» del gobierno norteamericano. Aun cuando pueda pensarse que las penas impuestas fueron excesivas, las autoridades de La Habana habían actuado hasta entonces con sensatez, demorando varios años la aplicación de una ley aprobada en 1999, precisamente para contrarrestar los efectos de la Ley Helms Burton de 1996; y solo lo hicieron cuando percibieron un peligro inminente.

El siguiente capítulo, «The Dissenters» (Los discrepantes), trata de presentar la cara amable de los ciudadanos que se prestaron para las maniobras de Cason. Erikson repite lugares comunes, sin exponer los argumentos del gobierno cubano. No es cierto, por ejemplo, que este haya «ejecutado, encarcelado o expulsado hacia el exilio a muchos de los oponentes del nuevo gobierno desde los primeros días de su arribo al poder» (p. 57). Entonces, se cumplió con la promesa de hacer justicia con los asesinos y torturadores, ladrones y malversadores del régimen de Batista.

Sin embargo, este capítulo critica la política de «financiar la democracia» puesta en vigor por George W. Bush, y la contradicción que implica mantener el bloqueo al tiempo que se pretende fomentar la subversión en el país por medio de programas de ayuda a la llamada disidencia. (pp. 74-5).

El capítulo 4, «The Empire Strikes Back» (El Imperio contraataca), narra las medidas para crear la Comisión para la Ayuda a una Cuba Libre, presidida por Colin Powell, con el objetivo de proponer un plan para acelerar «el cambio de régimen» y «ayudar al pueblo cubano» después de derrocado el gobierno.

Como señala Erikson, lo que más llama la atención del Informe de la Comisión Powell es que «si bien promovía claramente muchas de las mismas presunciones sobre Cuba que probaron ser tan erróneas en Iraq, fue escrito durante un período en el cual el esfuerzo de los Estados Unidos en el golfo Pérsico estaba desarticulándose». El autor opina que, para el verano de 2004, nadie pensaba que una acción militar contra Cuba estuviera sobre el tapete (p. 89). Sin embargo, en su entrevista con Roger Noriega, excolaborador del senador Jesse Helms, este afirma que fue partidario de invadir a Cuba, como se hizo con Haití ese año. Como señala el hoy Asesor político principal del Buró de Asuntos del Hemisferio Occidental del Departamento de Estado, la política de Bush hacia Cuba tenía como escenario preferido «la rápida desaparición del régimen de Castro y su sustitución por un gobierno democrático pro-estadounidense» (p. 91). Erikson reconoce, sin embargo, que «aunque no hay evidencia de que una invasión a Cuba por los Estados Unidos fuera jamás considerada seriamente por la administración Bush, hay varias razones por las cuales tal premisa podría ser considerada como muy plausible en La Habana» (p. 103).

Para el autor, la comunidad cubana en la Florida ha comenzado a cambiar y a ello se refiere en el capítulo 5, «The Community» (La comunidad). Hace un esfuerzo por presentar varios puntos de vista y así entrevista al presidente de la Fundación Nacional Cubano Americana, José «Pepe» Hernández; a la directora del Consejo para la Libertad de Cuba, Ninoska Pérez Castellón; al presidente del Grupo de Estudios Cubanos, Carlos Saladrigas; y al candidato demócrata que se enfrentó al congresista republicano Mario Díaz Balart en la elecciones de 2008, Joe García.

Según Ericsson, para los tradicionales dirigentes de la derecha cubanoamericana, el camino de regreso a Cuba pasa por Washington, como argumentó Jorge Más Canosa (p. 126). En un pasaje que muestra la esencia del razonamiento usual en estos círculos, nuestro autor sentencia:

Ciertamente, desde que Castro tomó el poder, la experiencia de los exilados cubanos ha sido inseparable de la presunción de que de alguna manera encontrarían el vehículo que los devolvería a Cuba en sus propias condiciones —ya fuera por una invasión dirigida por exilados, el colapso del régimen por el bloqueo norteamericano, una intervención militar estadounidense, o hasta por una Comisión respaldada por la Casa Blanca para ayudar a una Cuba libre. Esta convicción, que tiene solo una frágil base en la realidad, quiere decir que estos exilados nunca se han visto obligados a enfrentar la realidad de Cuba como es hoy y tratar con un país de carne y hueso, que continúa creciendo, cambiando y evolucionando a escasa distancia de las costas de su hogar de adopción en Miami (p. 128).

Valdría apuntar que tampoco Washington ha intentado relacionarse de manera normal, sin condiciones previas, con la nación cubana real, y opta solo por escuchar a aquellos que le dicen lo que quiere oír.

En Miami, Erikson contrastó estas opiniones con las de la profesora Marifeli Pérez Stable, quien considera que hay cambios importantes produciéndose en esa ciudad y en Cuba, «excepto que todavía no nos hemos enterado» (p. 134). El autor pudo haber entrevistado a muchos que tienen otras posiciones, como Max Lesnik, Andrés Gómez o Domingo Amuchástegui. Quizás hubiera descubierto que el cambio es mucho más profundo de lo que él supone.

Uno de los elementos que Erikson considera claves en la formación de la política norteamericana hacia Cuba se debe a la efectividad e intransigencia de los propulsores de la actual política y la pusilanimidad e ineficacia de sus opositores en el Congreso. El capítulo 6, titulado «Capitol Punishment» (un juego de palabras que pudiera traducirse como «castigo capitolino») trata sobre ello. Por sus páginas desfilan instigadores del bloqueo y de la política de línea dura, como los republicanos Dan Burton, Lincoln Díaz Balart y Debbie Wasserman Schultz; congresistas republicanos y demócratas que se oponen al bloqueo, pero no simpatizan con el socialismo cubano como Jeff Flake, Bill Delahunt y Charles Rangel; y simpatizantes del gobierno cubano, como los demócratas José Serrano y Maxine Waters. La lección general resultante es que el sistema político norteamericano está diseñado para facilitar que grupos de intereses especiales puedan secuestrar una política y dificultar todo proceso de cambio racional a pesar de su fracaso y de su poco apoyo popular.

Hay todo un terreno complejo y cenagoso en el conflicto entre Cuba y los Estados Unidos y es el que se refiere a las acciones de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) iniciadas desde los primeros años, sus consecuencias y las respuestas cubanas ante ellas. Erikson comienza su capítulo 7, «Spy versus Spy» (Espía contra espía), con una de ellas: los complots contra la vida de Fidel Castro organizados con el concurso de la Mafia estadounidense. Nunca se podrá enfatizar lo suficiente que los Estados Unidos desencadenaron contra Cuba una amplia y abarcadora «guerra sucia» ilegal y perniciosa, iniciada en 1959 y refrendada oficialmente por el presidente Dwight Eisenhower, el 17 de marzo de 1961, cuando aprobó el Plan de acciones encubiertas para derrocar el régimen de Castro en Cuba, elaborado por la CIA bajo sus propias instrucciones.

Si no se entiende esta noción, es difícil comprender los acontecimientos que se narran en el capítulo 7 y mucho menos el alto nivel de desconfianza y escepticismo provocado en amplios sectores cubanos, no solo en el Partido y el gobierno, sobre el futuro de las relaciones entre ambos países.

Erikson le dedica su capítulo 8, «The Least Worst Place» (El lugar menos malo) a la Base naval de Guantánamo. El autor reconoce que el peculiar estatus legal de la Base es precisamente la razón por la que la que Bush la eligió para recluir allí a los prisioneros (p. 189). El hecho de que, según el Tratado firmado en 1911, Cuba retiene la soberanía legal, le permitió a Washington negarles a los reclusos los derechos que se les tendrían que reconocer dentro del territorio continental.

El capítulo siguiente, «Through the Looking Glass» (A través del espejo), toca diferentes aspectos de lo que se pudieran llamar las relaciones inter-societales. Incluye casos tales como el documental de Michael Moore sobre la salud pública en Cuba; las caravanas de solidaridad de Pastores por la Paz; la participación de artistas cubanos en las ceremonias de los Grammy Latinos, la asistencia de un equipo cubano al primer Clásico Mundial de Béisbol, en 2006, y las dos partes de la película documental sobre Fidel, del laureado director Oliver Stone. En todos estos casos, se argumenta con efectividad que las relaciones científicas, culturales, deportivas, académicas y educacionales entre nuestros dos países han sido víctimas de un alto grado de politización y hostilidad por el lado norteamericano. Merece particular mención la entrevista al reverendo Lucius Walker, a principios de 2007 (pp. 214-8).

En el capítulo 10, «The Capitalist Temptation» (La tentación capitalista), se abordan los aspectos económicos de la compleja relación. El autor subraya el enorme impacto que tuvo sobre Cuba la crisis desencadenada por el derrumbamiento del campo socialista y la desaparición de la Unión Soviética, a principios de la década de los 90, pero omite los daños que el bloqueo norteamericano le causa a la Isla, así como el rechazo de la comunidad internacional ante este, manifestado en resoluciones reiteradas y sucesivas de la Asamblea General de Naciones Unidas, con el apoyo casi unánime de sus miembros, desde 1992.

Una de las entrevistas más significativas de este capítulo es la de Tom Donohue, presidente de la Cámara de Comercio de los Estados Unidos, en la cual se expone con claridad la lógica de una normalización de relaciones desde el punto de vista de la élite empresarial.

El embargo de los Estados Unidos es uno de los más grandes fracasos de política exterior en el último medio siglo. Esto no debe sorprender a nadie. Las sanciones unilaterales no funcionan, y Cuba lo demuestra [...] El hecho de que a las compañías norteamericanas se les niega acceso al mercado cubano es un regalo para las firmas de otros países. Eso me molesta mucho, pero lo que más me molesta es la incapacidad de Washington en reconocer este fracaso como lo que es (p. 237).

Según Erikson, una de las posibilidades de negocio en una futura relación normal con los Estados Unidos está en la extracción de petróleo. Por ello entrevistó a Jorge Piñón, expresidente de operaciones para América Latina de la transnacional Amoco, y actualmente cabildero de la industria petrolera.

El capítulo concluye con un reporte de la entrevista que hiciera el autor a Pedro Monreal, investigador del Centro de Investigaciones Económicas Internacionales (CIEI) de la Universidad de La Habana. Esta es la única realizada a un especialista vinculado directamente a instituciones cubanas. Según Erikson, Monreal piensa que el levantamiento del bloqueo tendrá efectos disruptivos imposibles de controlar por parte del gobierno cubano (pp. 250-1). Esta es una afirmación discutible e hipotética.

Por último, «The Next Revolution» (La próxima revolución) refleja lo que puede definirse como el argumento central de la obra:

Ahora la Isla está inmersa en su próxima revolución: una revolución de expectativas crecientes en La Habana, Miami y Washington acerca de los pasos que los Estados Unidos y Cuba pueden dar para trazar un futuro mejor para los ciudadanos de ambos países. Representa un desafío que las dos naciones deberían abrazar, porque las guerras de Cuba han durado excesivo tiempo, dañado las vidas de muchas personas y alcanzado demasiado poco para justificar convertir este conflicto en el legado para futuras generaciones (p. 314).

En agosto de 2008, cuando Erikson terminó el manuscrito, pronosticó que Cuba «está en vísperas de la más anticipada y dramática transición política de nuestros tiempos» (p. 312). Según este, tal transición, que mantendrá al Partido Comunista en el poder en el corto plazo, está grávida de posibilidades y riesgos. En esas circunstancias, la diplomacia estadounidense ha resultado totalmente inefectiva, atándose ella misma «en un nudo gordiano que la ha dejado poco preparada para hacer mucho excepto mirar a la distancia cómo se desenvuelve la transición cubana» (p. 310).

Los Estados Unidos no reconocieron la significación de la primera Revolución cubana hasta que resultó muy tarde para modelar su curso. Hoy, mientras las nuevas fuerzas de cambio continúan acumulándose dentro de Cuba, será la responsabilidad del próximo presidente evitar la repetición del mismo error.

Con estas frases, Erikson trata de apuntar hacia la necesidad de un cambio de política hacia Cuba sin que queden claras qué medidas preferiría, pero partiendo de otra premisa discutible: que Washington puede moldear o influir sobre su curso.

Desde el punto de vista de un lector cubano, algunas aseveraciones son incompletas y contribuyen a una visión no histórica del conflicto. En la actualidad muchos analistas en los Estados Unidos atribuyen la continuidad de la política de los Estados Unidos a un factor doméstico: la influencia del voto cubanoamericano en un estado electoralmente oscilante (swing) como la Florida. Por momentos, Erikson parece aceptar esta lógica, y su visión inicial contribuye a ello, cuando afirma que Kennedy apoyó la invasión dirigida por los exilados en Bahía de Cochinos (p. 27). Sin embargo, es demostrable históricamente que la existente es una política «estadounidense» en la que los cubanoamericanos han tenido y tienen un papel de acompañamiento. Cuesta trabajo pensar que, si hubiera el interés, la clase política de los Estados Unidos no podría superar este obstáculo.

Puede ser que al no incluir en su libro entrevistas a académicos, funcionarios y ciudadanos cubanos favorables al socialismo, ni examinar su copiosa bibliografía, Erikson se ha dejado influir por la visión sesgada de la realidad de la inmensa mayoría de los entrevistados y de sus fuentes escritas. No obstante, en el contexto de su país, él utiliza todos los recursos disponibles para hacer una presentación inteligente y coherente que contribuya al cambio. En ella se incluyen algunos de los elementos que podrían servir para reorientar la política hacia Cuba en una dirección más racional que lo que ha sido hasta ahora. Sin duda, el autor representa una de las corrientes de opinión prevalecientes en el debate interno, en el cual cada vez más especialistas se suman a la idea de la reformulación. Pero el tema clave entre los partidarios de una nueva política es si se cambian solo los métodos —bloqueo por tendido de puentes— o también los fines —cambio de régimen por cooperación.

Esta es precisamente la fortaleza principal del libro, incluso para lectores cubanos. A lo largo de estos años de «implacable antagonismo» se ha creado en la Isla la visión de que es imposible una normalización de relaciones con los Estados Unidos y, consecuentemente, que toda iniciativa proveniente de Washington persigue propósitos ocultos inconfesables y hay que rechazarla. La imagen de un imperialismo eternamente interesado en promover el fin de la Revolución y de sus más caras conquistas no es el resultado de una campaña propagandística, sino de una interpretación histórica válida. Toda iniciativa de normalización proveniente de sectores de poder en Washington ha sido vulnerable y efímera. Lo que ha prevalecido es la posición de la derecha ultra-montana.

Sin embargo, Erikson nos permite advertir que esa visión reduccionista puede ser errónea, y que hay en los Estados Unidos más de una alternativa de política hacia Cuba, detrás de cada una de las cuales existe un importante sujeto social; aun de grupos de poder. Tales opciones y sus sostenedores aparecen claramente delineadas en The Cuba Wars... y pueden resumirse de la siguiente forma:

1. Mantener la política diseñada por la administración Bush e, incluso, fortalecerla en sus aspectos más punitivos. El objetivo central de esta política es el «cambio de régimen» por todos los medios posibles pero sobre todo a través del bloqueo. Esta opción es en esencia la vigente, aunque las medidas del presidente Obama la han erosionado marginalmente. A pesar de su evidente fracaso, los partidarios de ella insisten en que su elemento clave debe mantenerse. Los que la propician son básicamente los sectores más conservadores del Partido Republicano y de la élite de la política exterior, y la extrema derecha de la comunidad cubanoamericana. Una variante de esta posición, dentro de la propia administración Obama, es la de mantener las sanciones económicas unilaterales como palanca de negociación para obtener concesiones del gobierno cubano. Caleb McCarry, Dan Burton, Lincoln Díaz-Balart, Mel Martínez, Bob Menéndez, Ileana Ross Lehtinen, Debbie Wasserman Schultz, Otto Reich, Roger Noriega, Pepe Hernández y Ninoska Pérez Castellón son los dramatis personae que militarían en esta tendencia.

2. Mantener los objetivos de la política —cambio de régimen y contención del ejemplo cubano—, pero modificar los medios mediante la eliminación paulatina del bloqueo a cambio de concesiones cubanas y el aumento de las medidas de subversión, como los programas de «promoción de la democracia», que se llevan a cabo por distintas vías y las trasmisiones de Radio y TV Martí. Esta alternativa tiene un apoyo importante en ambos partidos; como elemento negativo, parte de la falsa premisa de que el gobierno cubano no posee legitimidad y que Washington tiene la responsabilidad moral de promover un cambio hacia un sistema que le sea afín. Es similar a la posición de la Unión Europea. Aquí tendríamos a personas como Joe García, Carlos Saladrigas, Thomas Shannon, Vicki Huddleston, Marifeli Pérez Stable y Sergio Bendixen.

3. Cambiar tanto los medios como los objetivos, a partir del criterio de que en el interés nacional de los Estados Unidos está mantener una relación normal con Cuba por los beneficios económicos y de otro tipo que de ella se derivarían, sin tratar de interferir en la política interna cubana, aunque sí criticándola. Los partidarios de esta opción se basan en el Informe de la Institución Brookings, cercana al gobierno de Barack Obama, Cuba: una nueva política de diálogo crítico y constructivo, publicado en 2008. Favorables a ella serían sectores liberales del Partido Demócrata y moderados del Republicano. Sería una política muy similar a la que sigue Canadá hoy en día. En el Congreso tiene sus principales propulsores en los senadores John Kerry y Richard Lugar, los representantes Jeff Flake y Bill Delahunt y personalidades como Tom Donahue, Kirby Jones, Jorge I. Domínguez, Julia Sweig, Robert Pastor, Jorge Piñón y Oliver Stone.

4. Incrementar la colaboración con Cuba al máximo posible. Esta política la promueven congresistas como José Serrano y Maxine Waters, personalidades como Michael Moore, Noah Chomsky y cubanoamericanos como Max Lesnik y Domingo Amuchástegui.

Por supuesto, ninguna de estas posiciones aparece en forma pura. Las opciones 1 y 4 son minoritarias, pero los que defienden la primera tienen la ventaja que esa es la política vigente en los Estados Unidos. Probablemente una mayoría se mueve entre las opciones de cambio 2 y 3 y muchos de los partidarios de la 3 se sientan obligados a criticar al gobierno cubano y sean proclives a formular su postura en términos más parecidos a la opción 2. Sin embargo, esto es un error pues la dinámica real de los cambios en Cuba no conducirá a la desaparición del socialismo cubano ni al derrocamiento del gobierno, sino hacia su evolución a formas distintas, y esto pone a los partidarios de la opción 3 en una posición vulnerable de ser criticados desde la derecha.

Del libro de Erikson, se deduce que él es partidario de las posiciones 2 o 3. Su crítica de la política de la administración Bush y su defensa de otra alternativa lo prueba. Pero no podemos saber qué cambios propone.

Por ejemplo, Erikson no explica claramente ni toma partido en el espinoso tema del terrorismo, considerado por muchos como «el elefante en la cristalería» de las relaciones bilaterales. Cambiar la política de los Estados Unidos hacia Cuba, como propone, precisa de un esfuerzo mancomunado de los actores políticos interesados en hacerlo, incluyendo la Casa Blanca, la burocracia de política exterior, los grupos de presión y el Congreso. Los acontecimientos recientes en la Isla (excarcelación de presos políticos y procesos de reformas que apuntan hacia el incremento del papel de la economía no estatal) se mueven en la dirección en la que el discurso político actual de muchos de estos sectores consideran ser condiciones previas. Por tanto, existe una oportunidad significativa, incluso antes de que termine el actual mandato presidencial.

Pero en este cambio hay dos partes importantes: el pueblo y el liderazgo cubano, que tanto han resistido una política ya fracasada. Ese tema está vinculado con la esencia de Las guerras de Cuba... en cuanto a que, para normalizar las relaciones, ambos reivindicarán su voluntad de que cualquier política norteamericana tenga que aceptar la legitimidad de su gobierno y la capacidad de su pueblo para darse el sistema económico y político que elija soberanamente sin interferencias externas.

Notas

1. Richard Feinberg, «The Cuba Wars: Fidel Castro, the United States and the Next Revolution, by Daniel P. Erikson», Foreign Affairs, Nueva York, noviembre-diciembre de 2008.

2. Daniel P. Erikson, ob. cit., p. 317. En lo adelante, solo se consignarán las páginas, entre paréntesis, en el texto. Todas las citas han sido traducidas por el autor de este artículo.

3. Véase Carlos Alzugaray, «Colimando al caimán: Cuba y Estados Unidos en 1959», en Fernando Martínez Heredia, coord., Ruth. Cuadernos de Pensamiento Crítico, n. 3, La Habana, 2009, pp. 302-42.

 

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