Luis Toledo Sande.- Es significativo pero no fortuito: al parecer, en Cuba ha disminuido el ardor con que, en lo más crudo del llamado “período especial”, se hablaba de su identidad, término —se sabe— tomado de la sicología. Los temas más frecuentados suelen ser los que más interesan, o preocupan, y la identidad cultural cubana rebasó circunstancias que, agravadas por el desastre del socialismo en Europa, la pusieron a prueba.

 


En los profundos cambios de una revolución verdadera, Cuba abrazó el afán de construir el socialismo, sin dejar de ser el país que era. Así consumaba el sentido popular arraigado en sus luchas por la independencia, y fortalecido frente a la agresividad de la mayor potencia imperialista, que aún ejerce la hegemonía planetaria, aunque sufre una crisis que va siendo costosa, cruenta incluso, para la humanidad.

 

Comparada con naciones milenarias, Cuba es notablemente joven, como otras que también vienen de larga raíz pero se han formado —en lo que son— a contrapelo del colonialismo desatado en la brecha de 1492. Este blandió en su avanzada, entre otras armas, la cruz enarbolada por Colón, y al menos un ejemplar de ese símbolo parece haberse hecho con madera de nuestros bosques, al igual que la hoguera donde fue quemado el rebelde Hatuey.

Los pobladores originarios de las Antillas, Cuba entre ellas, fueron extintos en su mayoría por la conquista, sin que la sociedad clasista se hubiera desarrollado como en otras de las tierras bautizadas con el nombre América. Unido a su juventud nacional, y a otros factores —en su territorio no hubo ni siquiera virreyes—, de algún modo ello se habrá unido al hecho de que en suelo cubano la opresión acumulase menos tiempo y experiencia que en otras latitudes. Basta pensar en Europa.

En lo que la distingue y la preparó para su futuro, Cuba se fraguó en un lapso tan relativamente cercano como la Guerrade los Diez Años (1868-1878). Su estallido auroral lo precedió lo que en el Manifiesto de Montecristi —un mes después del inicio, el 24 de febrero de 1895, de un “nuevo período” de lucha armada— José Martí llamó “preparación gloriosa y cruenta”.

De ella formó parte el abolicionismo —que incluyó expresiones de franca rebeldía— y la formación de una conciencia que pasó de la inconformidad al separatismo y a la voluntad independentista. Esa preparación puede ilustrarse con Félix Varela, a quien uno de sus continuadores, José dela Luz y Caballero, definió como el que enseñó a los cubanos “primero a pensar”. El pensamiento sería la base para actuar con firmeza.

Lo andado, y lo por andar

Juventud significa un grado de maduración determinada. Lo hecho en Cuba tendría los tanteos y pininos propios de años de formación. Un niño, un adolescente y un adulto se afirman y adolecen de distintas maneras, pero el último pudiera sentirse o creerse más seguro de saber quién es.

Declaradamente a partir de 1961, Cuba intentó marchar en causa común con el campo socialista, llamado a contrarrestar, y finalmente vencer, la fuerza de la potencia imperialista que la acosaba con la complicidad de aliados y cipayos. Pero aquel campo se desmoronó, o lo desmontaron, y el mundo al que ello dio paso parecía decretar la evaporación de referencias para construir un nuevo modelo político y social, iluminado por la cultura propia de la justicia.

Para no extender estos apuntes con datos estadísticos, dígase que Cuba perdió, de golpe, las ventajas de relaciones comerciales que le permitían mantener el afán de equidad socialista. En función de ellas había sacrificado incluso la aspiración de romper plenamente su tradición de país monoproductor.

Experiencias como esa causan efectos en lo más profundo de la cultura, no solo en lo que gremialmente lleva ese nombre. La quiebra comercial exigió a Cuba reformulaciones de mercado y de economía para subsistir. La realidad impuso medidas que, dicho sintéticamente, hacían pensar con preocupación: “Para salvar el peso de la cultura, hay que salvar la cultura del peso”.

El país sigue bloqueado por la misma potencia imperialista. Pero, aun en medio de arduos reordenamientos internos, y de la más severa crisis sistémica del capitalismo —del que no es posible aislarse en urnas de cristal—, su realidad no es hoy la de hace una o dos décadas. Aunque la complejidad sea mayor, para los desafíos cotidianos de la existencia se puede pensar en peso. Y eso es cultura.

Dentro de una diversidad económica insoslayable y compleja, aún circulan dos pesos diferentes: el convertible y el no convertible. Pero, con calce estatal, ambos se han librado del desbarajuste sufrido por otras monedas dejadas a la buena del dios mercado. En lo visible o audible del día a día, no hay que pensar en dólar, aunque todavía haya quienes llamen así al peso convertible, y moneda nacional únicamente al otro. Al dólar estadounidense, que campea en el mundo, se le dejó en Cuba fuera de la circulación diaria, en la cual generaba imágenes capaces de rebasar lo “meramente” mercantil y mellar el espíritu.

Que hoy parezca hablarse menos sobre identidad cultural, puede ser indicio de cambios favorables: se le siente más segura. Pero debemos evitar los peligros de la excesiva confianza y la costumbre: ellas pudieran hacer menos efectiva la respuesta que se debe dar a los hechos en cada caso, como acto fundamentado y consciente, no por cumplir instrucciones.

En esferas donde no cabe confiar en la mera espontaneidad, es necesario que los organismos y las instituciones del país no solamente dispongan de una política clara y bien definida, que ya tienen. Una vez que se cuenta con ella, lo más importante es aplicarla correctamente para alcanzar el efecto deseado. No por casualidad el líder de la Revolución Cubana pronunció tempranamente sus Palabras a los intelectuales, y luego, en medio de grandes desafíos políticos y urgencias económicas, sostuvo que la cultura es lo primero que la nación debe salvar.

Planear, hacer, cuidar

La época tiene el sello de las realidades y los engaños de la llamada globalización. Esta viene dando tumbos en el mundo, y logrando éxitos, desde 1492; pero su mayor poder no está vinculado a una Internacional emancipadora, sino al capital.

Para mencionar solo dos vertientes artísticas de consumo ampliamente masivo, no estará de más revisar la programación de los medios encargados de producir y, sobre todo, difundir música y cine. Cuando se habla de este último en el mundo, parece pensarse automáticamente en el que se produce en los Estados Unidos. Otros requieren rótulos que los especifiquen, como por ejemplo, en Cuba, Cine de Nuestra América.

En una manifestación de poco más de cien años —y, sobre todo, en lo que a este país respecta, desde la fundación del Icaic por la Revoluciónen marcha—, Cuba ha cosechado frutos relevantes, algunos de altura reconocida internacionalmente. Su música tiene otra historia, con más larga vida, y sobresaliente a nivel mundial. Pero varios de sus más prestigiosos creadores lamentan, entre otros déficits, la falta o escasez de espacios para seguir desarrollando en contacto directo con el público las expresiones bailables, una de las bases de su música popular, de su música.

Algunos conocedores temen que el futuro de la música cubana peligre por esas carencias, y por mecanismos y dificultades inseparables de aprietos económicos. Quizás también actúen inercias burocráticas, y embullos que hacen pensar en la herencia colonial. ¿Serán temores exagerados? ¡Ojalá!, para recordar una de las grandes canciones de un trovador que sigue arriesgando cuerda y vida por su pueblo.

La música cubana merece triunfar en los más prestigiosos certámenes internacionales, pero no se hace ni debe hacerse para ellos. Goza de creatividad y vigor para seguir viva dentro de sus fronteras y más allá de ellas. Con todo, no saldrá sobrando trabajar conscientemente para que los recursos nacionales favorezcan su permanencia y su desarrollo.

Cuando los medios de transporte masivo —como los ómnibus locales en La Habana— devienen además medios de difusión musical, convendría ejercer algún control, algún asesoramiento sobre la música que se les (im)pone a los viajeros. Dígase otro tanto de los decibeles con que dondequiera se violan la sensatez y las normas legales de convivencia, y se lastiman tímpanos.

Ello fomenta lo que en una multitud, como la de ómnibus atestados y sometidos a los rigores de un eterno verano y del calentamiento global, puede convertirse en alteración colectiva, aliada del deterioro que a menudo se observa en las costumbres. Es necesario que prime la cultura, no prácticas anticulturales que dañan la identidad y el comportamiento.

¿Qué decir de la música grabada que parece predominar en centros de recreación? Algunas preocupaciones conciernen en particular a los destinados para el turismo, pero estos no son los únicos que requieren ser atendidos. No es alarmismo vano pedir que el empleo de los recursos disponibles se controle para que no frustren la conversación ni calcen imágenes de modos de vida en los cuales afloran las uñas colonialistas, con valores ajenos a los que necesita la nación.

No se trata de favorecer hábitos presuntamente aristocráticos, sino de cultivar los modos más cordiales y elevados de convivencia en el respeto mutuo. El mejor goce de la cultura, de sus frutos en todas las manifestaciones, y en el modo de vivir y comportarse, rinde tributo a la fuerza de trabajo que han puesto al servicio de la humanidad los pobladores más humildes del mundo. Su esfuerzo ha hecho y hace posible desde los monumentos arquitectónicos, pasando por la fabricación de instrumentos hasta la tecnología más sofisticada.

Patria y mundo

Tampoco es cuestión de colaborar con las fuerzas que se han jugado su carta —para un triunfo que no alcanzan, ni el país permitirá que logren— a bloquear y mantener a Cuba apartada del mundo. Por ubicación geográfica, y por historia, ella se formó en una rica trama de intercambios culturales. Su primer gran poeta, José María Heredia, una de las grandes voces de la “preparación gloriosa y cruenta”, no fue mayor ni más cubano cuando cantó a la patria que cuando alabó las Cataratas del Niágara o compuso “En el Teocalli de Cholula”.

Erguido en el camino que abrió Heredia, y en la cima de los valores nacionales, Martí cultivó y legó a la nación una obra signada por la amplitud humana. De esa herencia viene Cuba, y llegó por ella a la etapa revolucionaria triunfal en la que, por voz de otro de sus grandes poetas, Nicolás Guillén, expresó estadios de realización desde los cuales lanzarse a nuevos logros. Junto a la búsqueda de tener lo que se tiene que tener —empezando por la justicia social y el decoro, sin ignorar otros bienes—, Guillén plasmó la conciencia de una nación cuyo carácter multiétnico la distingue tanto como la dignidad de sus pobladores.

En ese proceso se ha definido una identidad dinámica, irreductible a definiciones tópicas, y que no se atasca en la unicidad. Sería triste ver desaparecer de los campos el maíz, que remite a la cosmogonía de nuestra América; o el plátano, origen de la metáfora aplatanarse, aplicada a quienes, sin ser del país, se hacen a él, como el plátano mismo. El concepto cultura está raigal y etimológicamente unido a cultivo, y es necesario que la realidad material del país permita a las nuevas generaciones entender la imagen con la que el sabio Fernando Ortiz identificó la cultura cubana: un gran ajiaco.

Pero la condición de cubano y de cubana es mucho más que gustar del tabaco, oriundo de este suelo; o del café y el ron, bebidas que no se hacen con frutos originarios del país, y, además de regocijos a quienes los disfruten, aportan, como el tabaco, daños que no es anticubano señalar. La cubanía rebasa el saber bailar la música del país —nutrida de herencias varias, no solo africana y española— y jugar o gozar la pelota, deporte que identifica y apasiona a la nación, y no surgió en ella.

La identidad cultural cubana tampoco debe confundirse con el bohío. Necesario para quienes no podrían tener otro, ese tipo de casa ha ocupado espacio de distintos modos en expresiones literarias y artísticas, emblemáticas y entrañables no pocas de ellas. Pero no hay que presentarlo como un logro que la patria deba seguir cultivando. Si alguien reside en cogollos urbanos, y desea permutar para un bohío en el campo, hágalo. No le será imposible.

Por otra parte, mientras en quienes asedian a la nación cubana, y la quisieran estrangular, es orgánico el afán de mutilarle su cultura, el país debe impedir que le arrebaten lo que es suyo, y su cultura es su alma. No hay que defenderla menos que los recursos naturales y los medios de producción que se nacionalizaron revolucionariamente. Logrado el equilibrio que el paso de los años propicia, se valora con mayor acierto un proceso migratorio desatado inicialmente ante una Revolución popular que, por lo mismo que benefició a las grandes mayorías, no todos entenderían de igual modo.

La estampida de burgueses afectados, y de esbirros y sus cómplices, no debe propiciar que Cuba renuncie a nada que tenga altura y sea legítimamente suyo. La mayoría de la intelectualidad artística y literaria siguió fiel a la patria, y la política cultural ha trazado pasos concretos, que avanzan en los hechos, para que el país no renuncie a nada que le pertenezca.

Al margen de contingencias —entre ellas las generadas por la pasión—, y para mencionar pocos ejemplos, la música de Ernesto Lecuona, quien, según algún testimonio, acabó tocando piano en un restaurante canario; la obra de Jorge Mañach (y hasta la de algún obstinado en su rabia frente a la Revolución, como Guillermo Cabrera Infante); la sonoridad de Celia Cruz, de voz muy superior a su pensamiento, pertenecen a la cultura cubana, aunque algunos hayan querido negarlo.

Otra cosa —aunque se haga con las mejores intenciones, como revertir sectarismos; pero olvidando que toda cultura es más de una a la vez— sería afirmar que pertenecen a la cultura revolucionaria de Cuba. Son matizaciones de esencia, no quisquilla clasificatoria.

Asimismo, a una nación que lo es con su emigración —no confundible con caínes fratricidas, y ya fundamentalmente económica— es natural que su cultura le crezca más allá de sus lindes. Inclúyanse en el recuento los frutos del ajetreo internacionalista.

Clave de la cubanía

La identidad cultural cubana es mucho más profunda y viva que los lugares comunes utilizables para explicarla, aunque ellos pesen en esta historia y algunos estén unidos a pasiones genuinas. Al cumplirse medio siglo dela Campaña de Alfabetización, que transformó al país y lo más profundo y abarcador de su cultura, si se trata de representar esa identidad y la mejor actitud con respecto a ella, acaso nada sea más eficaz que una exclamación de Eduardo Saborit.

Se halla en su representativa canción ¡Cuba, qué linda es Cuba!, compuesta en uno de sus viajes por países europeos. En ella el autor del Himno de aquella Campaña, en la que participó activamente, expresó con respecto a la patria lo que puede reiterarse sin necesidad de idealizarla: “Quien la defiende la quiere más”. Y defenderla bien es quererla mejor.

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