Luis Hernández Serrano - Juventud Rebelde.- Se conoce al Máximo Gómez que empuñaba su sable recto y largo y ejecutaba las vigorosas cargas al machete en estampidas arrasadoras, pero no tanto al sensible hombre de alma suave y tierna, ese que hace 175 años nació en Baní, República Dominicana

 


Cuentan los testigos que en medio de la guerra sus ojillos se secaban, la barbilla se levantaba y… ¡pobre de quien lo desobedeciera!; pero el Generalísimo Máximo Gómez Báez era un hombre bonachón, tierno, amantísimo padre de familia, capaz de sufrir hasta el sollozo cualquier hondo pesar humano.

 

Gómez, quien nació el 18 de noviembre de 1836, en Baní, República Dominicana, hace 175 años, integra la trilogía por antonomasia de los grandes héroes del movimiento revolucionario cubano del siglo XIX, junto a Martí y Maceo.

Para conocerlo, como nos dijo el joven investigador Yoel Cordoví Núñez, hay que estudiarlo sistemáticamente, no de un modo aislado y coyuntural, pues no solo era el excepcional Mayor General que tenemos estereotipado, encima de un caballo, con un machete en la mano.

Por sus dotes como estratega militar, el periódico London News, de Inglaterra, lo calificó en una oportunidad como «el Napoleón de las guerrillas —según nos recordara una vez el estudioso Ángel Jiménez González— pero fue mucho más que eso, porque Napoleón perdió la guerra, mientras que el Generalísimo, en dos cruentas contiendas bélicas, no conoció la derrota.

Se conoce al duro guerrero que empuñaba su sable recto y largo y ejecutaba las vigorosas cargas al machete en estampidas que hacían temblar al colonialista mejor armado, parapetado y entrenado, pero no tanto al sensible hombre de alma suave y tierna.

Hemos ignorado y olvidado al hombre amante de la música y del piano, al venerador de la poesía, al que hacía con sus tropas tertulias en torno a la pintura; al que, finalizada la guerra, asistía asiduamente al teatro y al que, cuando, en la estación ferroviaria de Calabazar de La Habana acarició a un niño pequeñito, le dijo a su madre que tendría un gran destino. Ese pequeño era Rubén Martínez Villena.

Fue invitado por la poetisa Lola Rodríguez de Tió y por Hubert de Blanck, y ahí están las referencias de ellos en la prensa. Distintos testimonios recogidos en periódicos reflejaron su exquisita sensibilidad artística y humana. Y algunos comentaron cómo Gómez lloró cuando vio Patria, una de las obras de Hubert de Blanck, en el Teatro Irijoa.

Más de un contemporáneo suyo lo vio llorar, de la misma manera que en ciertas circunstancias —ironías de la vida— castigó y metió en el cepo de campaña a soldados indisciplinados y a oficiales de conducta impropia.

Fue Diego Vicente Tejera quien mejor comprendió esa dicotomía de este heroico y humilde dominicano cubano que se entristecía intensamente en ciertos momentos amargos y punzantes.

Gómez fue un sencillo campesino banilejo que no se formó en el gran colegio de la capital dominicana, el de San Buenaventura Báez, donde se nucleaba lo que más brillaba de la intelectualidad de su tierra, sobre todo la que estaba más cerca de las ideas del Padre de la Independencia quisqueyana, Juan Pablo Duarte, y todo el grupo que formaba la Logia Trinitaria, cargada de ideas patrióticas e independentistas.

Su madre no quería que fuera soldado, sino que vistiera los hábitos de sacerdote y, por lo tanto, no dejaba que su hijo saliera de ese pobladito que era Baní, en el sur, donde lo crió realmente el cura de la parroquia.

No tuvo acceso a las ideas que se generaban en la capital. En ese medio se desenvolvió su infancia, con una formación autodidacta. Su inteligencia natural fue la que lo empujó a leer mucho, en especial libros de Historia.

Lo mismo hablaba de Bolívar que de San Martín y Sucre, o de los acontecimientos de Europa. Era un hombre de verdad actualizado. Leía y escribía bien y no es exagerado decir que llegaba a la elocuencia literaria.

Hay un trabajo suyo sumamente revelador que redactó, según refiere Yoel Cordoví, el 8 de octubre de 1898, al que puso por título Las Mujeres, evidencia de que no solo se inclinaba a la pólvora, el caballo y el machetazo.

Escribió pequeñas obras de teatro como La fama y el olvido (la fama por Julio César y Napoleón, y el olvido por los pobres de la tierra) y El sueño del guerrero, donde evocó incluso a Cristóbal Colón.

El Generalísimo fue especialmente un símbolo del desinterés. Cuando le pusieron la presidencia de Cuba en bandeja, la rechazó. Ahí está la diferencia entre él y el típico caudillo latinoamericano, en la dimensión ética de su alma y su pensamiento. Ese es el hombre que no se conoce tanto, el valiente que peleó apenas sin balas contra un imperio y que acaso derramara lágrimas de hierro y pólvora.

El estratega

La célebre Campaña de La Reforma (1897-1898) bajo el mando directo de Gómez en territorio camagüeyano —nos explica el también historiador Ángel Jiménez González— nos lo revela como un jefe militar que resolvía con igual genialidad lo estratégico y lo táctico.

Maceo era el ímpetu, el empuje, la agresividad creadora, inteligente y audaz. Gómez era la astucia, el ardid, el cálculo, la sorpresa, el golpe oportuno y a tiempo.

El sueño del Generalísimo desde 1874 era la Invasión a Occidente. Lo intentó en ese año; lo llevó a cabo, a medias, al año siguiente; hasta que en 1895 llegó con Antonio Maceo hasta La Habana.

Quien hubiera deseado con toda su alma llegar hasta Mantua, cedió esa posibilidad al Titán de Bronce, porque alguien tenía que quedarse cuidando «las puertas». Si Maceo y Gómez penetraban juntos y las tropas hispanas cerraban las «puertas», todo Pinar del Río se hubiera convertido para ambos en una especie de ratonera o mejor: en una jaula con aquellos dos leones dentro.

Lo que en definitiva logró el Generalísimo con su caballería fue atraer sobre sí seis poderosas columnas españolas durante el tiempo que le llevó a Maceo llegar a Mantua y regresar.

El General en Jefe impuso al enemigo agotadoras marchas y contramarchas y lo hizo pernoctar en lugares insalubres y hostiles, en medio de intensas lluvias y altas temperaturas. Por eso comentaba que sus mejores generales eran «junio, julio y agosto».

Cánovas del Castillo, el primer ministro de España durante la guerra de 1895, decía que el problema cubano se resolvía solo «con dos balazos felices: uno para Maceo y el otro para Gómez». El 7 de diciembre de 1896 ocurrió la desgracia de San Pedro con la caída heroica del Titán de Bronce. Pero Valeriano Weyler —el siniestro artífice de la cruel Reconcentración, con el ejército más grande que potencia alguna mandara a América, más de 220 000 soldados— estuvo en los campos de La Reforma, desde enero hasta octubre de 1897, sin poder lograr el otro «balazo feliz».

En todo el período que va de octubre de 1868 a febrero de 1878, y de febrero de 1895 a abril de 1898, a Gómez solo lo hirieron dos veces, una en la garganta, cruzando la Trocha de Júcaro a Morón, y la otra frente a Bejucal, en una pierna.

Él mismo decía: «Si voy para La Habana se acaba la guerra en occidente y le doy el gusto a Weyler (…) si me quedo aquí, lo obligo a venir a buscarme y tendrá que sacar tropas de Pinar del Río, La Habana, Matanzas y Sagua para perseguirme y nuestras tropas de esos territorios tendrán un suspiro (…)».

Desde enero de 1897 hasta mayo de 1898, las fuerzas del General en Jefe en La Reforma, en 41 acciones tuvieron 28 muertos y 80 heridos, al tiempo que el enemigo sufrió 25 000 bajas. Gómez mostró una gran movilidad, pues en menos de un año cambió de campamento 337 veces.

Téngase en cuenta, además, que había en los campos de Cuba numerosos soldados españoles por cada mambí; que los insurrectos tenían que armarse con lo que podían; que España dio a sus 88 batallones el fusil Máuser, de repetición, de cinco tiros calibre 7 milímetros, el mejor de la época en el mundo, y que tenían el cañón Krupp, de 75 milímetros, también el más moderno de aquel tiempo.

Los mambises sumaban 21 000, pero solo 12 000 estaban armados. Por ejemplo, al cruzar el Escambray rumbo a los llanos de Mal Tiempo, en Las Villas, el Generalísimo mandó a Rogelio del Castillo a contabilizar el parque de los mambises y la respuesta fue desoladora: ¡tres proyectiles por insurrecto! Por eso siempre pedía que al chocar con el enemigo se utilizara el machete.

Gómez no aceptaba la esclavitud, porque él se crió al lado del negro y el mulato. No podía concebir que azotaran a un hombre encadenado que no había cometido ningún delito. La guerra libertadora lo radicalizó enormemente, como le ocurrió a muchos revolucionarios.

Sietemesinos de todos los tiempos lo vieron con ojeriza porque no había nacido en Cuba, pero esta tierra le pertenece como a nadie.

El guerrero bailador

También debe conocerse y divulgarse que fue un joven que se hizo a sí mismo, leyendo, mirando la tragedia humana y pensando. Fue amante de las mujeres y de las pistas de baile. Todas las muchachas que lo vieron bailar querían ser su pareja, por su enorme destreza.

Cuando murió su hijo Francisco Gómez Toro, lo llamó «flor de un día que esparció su perfume entre los suyos».

Una vez se reunió en Cuba un grupo de oficiales españoles de experiencia en la guerra de 1868, y al hablar de los principales jefes mambises, uno de ellos dijo: «Maceo es el toro que dondequiera que nos ve, nos embiste». Y cuando otro preguntó por Gómez, alguien contestó: «¡Ah, ese es el que nos torea a todos nosotros!».

Fuentes: «El hombre de las lágrimas de hierro», entrevista con Yoel Cordoví Núñez, 15-6-2005; «Más que el Napoleón de las guerrillas», entrevista a Ángel Jiménez González, 17-6-2005, y «Estampas del Generalísimo en Calabazar», 8 de junio de 1986, los tres publicados por el autor en Juventud Rebelde.

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