Saulo Jordán - La Jiribilla.- La presente edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano significa, como todos los años desde 1979 hasta el presente, no solo la posibilidad de comprobar los caminos desandados por los creadores homólogos de nuestros países vecinos, sino también la constatación de los senderos que se bifurcan o confluyen entre las cinematografías de Norteamérica, Europa o Asia. A estas últimas propuestas dedicamos la presente glosa.


Para los estudiosos del audiovisual, queda claro que el minimalismo y la desdramatización, procedentes primero de Asia, y adoptados luego por realizadores de América Latina y Europa, vienen a ser dos de las más notables tendencias del cine contemporáneo. Y en el panorama que el Festival consagra a la actualidad mundial hay este año una presencia sustantiva de Asia. El reconocido cineasta filipino Brilhante Mendoza penetra en los interiores de un personaje siempre entrañable, y de los barrios marginales en Abuela, mientras que el cine iraní, uno de los principales dispensadores de anécdotas en apariencia insignificantes, y puestas en escena absolutamente sobrias, nos dispensa esta vez una historia, convincente por su sencillez y humanidad, sobre los fracasos y ansiedades sentimentales en Nader y Simin, una separación.

De una cinematografía apenas conocida en esta parte del mundo, la turca, nos llega una parte de la obra del realizador Semih Kaplanoglu, quien ha seguido los pasos de Satyajit Ray en la célebre trilogía de Apu, o de Francois Truffaut tras los huellas de Antoine Doinel en un conjunto de películas que atestiguaron su crecimiento desde Los cuatrocientos golpes hasta El amor en fuga. Entre 2007 y 2009, Kaplanoglu escribió y dirigió tres filmes (Huevo, Leche y Miel) en torno al personaje de Yusuf, un poeta cuya niñez, adolescencia y adultez son descritas en una saga que penetra poéticamente en la memoria y el pasado de un hombre y de su país, porque el ovillo de recuerdos personales se desenvuelve, a diferencia de sus ilustres predecesoras, desde el presente hasta el pasado, siguiendo el hilo sutil y tal vez alucinado de la remembranza íntima.

En cuanto a los autores asiáticos estelares, esos que deciden los derroteros del cine contemporáneo, aparece una de las nuevas películas del prolífico autor chino Zhang Yimou, con Una mujer, una pistola y una tienda de fideos chinos, remake más o menos asumido de la ópera prima de los hermanos Coen, Sangre simple. El célebre creador de Héroe o La casa de las dagas voladoras recompone con laudable imaginación el triángulo, o cuarteto, que presentaba la película en la cual se inspira, traslada la acción de EE.UU. a un lugar semidesértico de la China decimonónica y metamorfosea el cine negro en irónico, humorístico acercamiento a la felonía y la ambición.

El Panorama Contemporáneo Internacional también se acerca a otras naciones cuyas cinematografías, a pesar de conquistar considerables prestigios, apenas se asoman a los circuitos festivaleros. La comunión espiritual entre un padre y su hija, en medio de la floresta australiana constituye el centro de The Tree, de Julie Bertucelli; la rebelde escapada de un adolescente en Bulgaria es la principal línea narrativa de Refugio, dirigida por Dragomir Sholev, mientras que la multipremiada Susanne Bier polemiza en torno a la filosofía de la violencia, y del ojo por ojo y diente por diente en la confortable Dinamarca de hoy mismo mediante En un mundo mejor, laureada con el Oscar a la mejor película de habla no inglesa.

Entre las representantes del norte europeo, aparte de sendas reflexiones sobre la familia que son Happy, Happy y Upperdog, aparece la muy esperada Melancolía, en la cual Lars von Trier ha querido presentarnos el fin del mundo prescindiendo, por supuesto, de grandes efectos especiales o de invasiones alienígenas. Provocador nato, obsesionado por primera vez con la absoluta estetización de cada uno de los planos, Von Trier se vale de alegorías bellamente filmadas para inquietar al espectador con una fuerza emotiva desaparecida de su cine desde los tiempos de Rompiendo las olas.

Además del imprescindible ecumenismo, el Panorama Internacional permite una mirada abarcadora a la cinematografía francesa, representada por tres películas: una comedia sentimental (Una dulce mentira) en torno a una madre y una hija encarnada por las míticas Nathalie Baye y Audrey Tautou; Silencio de amor, más ligada al razonamiento sobre la soledad en la madurez, y el regreso de la sobresaliente y polémica Claire Denis con Una mujer en África, ambicioso y preciso retrato de María Vial (interpretada desde el borde superior de la consumación profesional por Isabelle Huppert) y de una época convulsa, rememorada a partir de claves dramáticas en las antípodas de la idealizada África mía. Aportando matices, historias inéditas, estéticas arriesgadas y personales, el Panorama Contemporáneo Internacional está instalado en la preferencia del cinéfilo festivalero.

Por otra parte, la Muestra de Cine Alemán Contemporáneo, que nos acompaña este año, atraviesa similar paradoja a la del llamado cine de la “nueva subjetividad” germana, allá por los años 70 y 80, cuando jóvenes directores en la línea iconoclasta de Rainier W. Fassbinder, Volker Schlöndorff y Werner Herzog se dedicaron a reexaminar los traumas del pretérito europeo. A pesar de que buena parte de los cineastas catalogados en esta Muestra todavía pudieran contarse entre los llamados jóvenes o noveles realizadores, predomina en estas películas una cierta tendencia a mirar atrás, a interrogar la moral o las convicciones de un tiempo cuando todo parecía, tal vez, más simple y fácil.

El sectarismo y las dicotomías esencialistas típicas de los años 60 son reexaminadas en Quién si no nosotros (2011), debut en la ficción del documentalista Andres Veiel, quien retoma el tema de la confrontación entre el destino personal y la predestinación que dispone la historia y la sociedad. La conciliación o pugna entre los intereses del individuo y los designios de la colectividad constituyen núcleo de conflicto en las mejores películas de Andrzej Wajda, Humberto Solás, Andrei Tarkovski o Bernardo Bertolucci, y la posmodernidad cinematográfica, con su manía de reciclaje, incluye la vuelta sobre semejantes conflagraciones. El final de la llamada belle epoque, prolongado período de paz, progreso y desarrollo de las artes y las ciencias en Europa, y la entrada de este continente en la primera de las grandes conflagraciones mundiales, se glosa desde la perspectiva íntima en Los diarios de Poll (Chris Kraus, 2010) una de esas películas que retrata algo así como el Apocalipsis de la edad de la inocencia, con toda la atmósfera nostálgica que el caso requiere.

En tanto lidia con uno de los temas dilectos del cine latinoamericano durante los últimos 20 años, resulta de particular interés la coproducción con Argentina El día que no nací (2010) ópera prima de Florian Cossen dedicada a examinar la permanencia en el subconsciente colectivo de crímenes y traumas que impactaron el destino de varias naciones de América Latina en los años 70 y 80. A través del personaje de María, una joven cantante, en viaje hacia Chile, y que hace escala en Buenos Aires, se examina la dinámica entre el presente y el pasado, como en tantísimas películas alemanas y argentinas a la manera de El peatón o La historia oficial, y se habla sobre desapariciones, crímenes políticos, el tráfico de niños que fueron arrebatados de sus padres, y más que todo, sobre la manera en que un país puede y debe enfrentar la culpa, la purga o el remordimiento por un pasado vergonzoso.

Más concentrados en temas del presente, como la rutina de la cotidianidad urbana, los problemas de inadaptación de los inmigrantes, los encontronazos originados por las diferencias generacionales, o la otredad sexual, aparecen en El hombre que saltaba sobre autos (Nick Baker-Monteys, 2010), Sasha (Denis Todorovic, 2009) que cuenta el romance entre un profesor de piano y su alumno inmigrante, y Soul Kitchen (2009) dirigida por el consagrado cineasta de ascendencia turca Fatih Akin, quien sazona su película con ingredientes como la música, la pluralidad cultural y la sugestión visual de la comida, en el microcosmos que constituye un restaurante en horas bajas. Sacha y Soul Kitchen constituyen nuevas pruebas de fuerza en la comedia, asignatura pendiente del cine alemán que, de alguna manera, intenta convalidar aquel género exaltado con tanta propiedad en la recordada Goodbye Lenin.

Otro cine de la resistencia se realiza en Québec, la provincia francófona de Canadá. Por razones obvias, de orden político, económico y cultural, la cinematografía canadiense anglófona ha gravitado, salvo contadas excepciones, en torno a los avatares de su poderoso vecino. Tal vez sea este el momento de recordar que el director de las dos películas más taquilleras de todos los tiempos, Titanic y Avatar, es canadiense. Sin embargo, desde los años 70 floreció en Québec —la mayor región francófona del hemisferio occidental— una cinematografía tributaria del cine de autor a la europea, a partir de las primeras películas de Jean-Pierre Lefebvre (Los últimos noviazgos, Amor herido) Jean Beaudin (J. A. Martin, fotógrafo) y Michel Brault (Las órdenes). Hace 30 o 40 años todavía se discutía si la cinematografía de Quebec debía ser considerada entidad autónoma, o desprendimiento del cine canadiense, pero el éxito imparable de Denys Arcand (Jesús de Montreal, El declive del imperio americano), Jean Claude Lauzon (Un zoo, la noche, Leolo) o Claude Jutra (Mi tío Antoine), entre muchos otros, confirió carta de ciudadanía a películas y autores afincados en la resistencia cultural ante los intentos hegemónicos anglosajones.

La presente muestra contiene seis largometrajes de ficción fechados entre 2009 y 2010 y realizados por algunos de los cineastas más conspicuos del Canadá francófono. Entraremos en contacto con el estilo minimalista y a veces hermético de Denis Côté, quien intenta establecer mayores conexiones emotivas con el espectador en Curling, una historia sobre las complicadas relaciones de un padre y su hija, dentro de un entorno narrativo más deudor del surrealismo y el distanciamiento poético que del melodrama. A este género, complejizado y dignificado, se afilia Incendies, firmada por Denis Villeneuve, un nombre que deberá ser tenido en cuenta en el futuro. Villeneuve rompe con el intimismo y el cine de cámara tan del gusto de los cineastas de Québec para explorar las aristas políticas y de impacto afectivo en torno a una madre que busca a su hijo y dos hijos que intentan seguir las huellas de su madre en medio de los desastres de la guerra y la intolerancia, pues la película se ambienta en el Oriente Medio, y recorre varias décadas en esta demoledora búsqueda del padre, del hermano, de los orígenes.

Autor absoluto de sus dos primeros largometrajes, en los cuales funge como actor, director, guionista, escenógrafo, editor y productor el muy joven Xavier Dolan provocó ardorosos aplausos, una cadena de premios y extasiados elogios de la crítica con su ópera prima Yo maté a mi madre, y similar éxito acompañó a la siguiente Los amores imaginarios, que desde el humor negro, la farsa y la arrolladora sinceridad repasan las angustias de la adolescencia y la primera adultez, develan la naturaleza posesiva y manipuladora del amor tanto en las relaciones filiales, como al interior de ciertas parejas, o tríos, supuestamente más libres y distendidos.

Toda muestra de cine de Québec quedaría incompleta si no incluye alguna obra de las muy relevantes realizadoras con que cuenta el país. Mamá está en la peluquería, de Léa Pool, intenta captar los sutiles matices de malestar y falsedad inherentes a todas las familias y relaciones humanas. Como en sus películas anteriores (La mujer del hotel, Anne Trister, Corps perdu, Lost and Delirious) Léa Pool muestra personajes femeninos capaces de elegir su destino, y de pagar en angustia el alto impuesto que siempre cobran los moldeables e hipócritas. Así de vertical y provocador ha sido siempre el cine hecho en este país dentro de otro país, como suelen llamarle a la provincia francófona de Canadá.

Respecto a la muy perseguida y exitosa muestra de filmes recientes hechos en Polonia, puede decirse que si hubo alguna característica dominante en el mejor cine polaco de los últimos 40 años esta ha sido la diáfana yuxtaposición de las perspectivas individuales e históricas. De modo que abundaron las películas sombrías y pesimistas, gestadas desde la indignación ética y el imperativo de reflexión espiritual. Por mucho que haya cambiado el mapa político, económico y cultural de una nación siempre eslava, báltica y de mayoría católica, los nuevos cineastas intentan continuar, desde sus puntos de vista menos prejuiciados, la herencia de aquellos líderes del cine polaco: el siempre moderno Andrzej Wajda, Krzysztof Zanussi o Feliks Falk, entre otros que establecieron un muy alto estándar ético y estético para las mejores películas polacas.

Máximo exponente de aquel cine preocupado por la decadencia ética, Feliks Falk concluyó hace pocos meses Joanna, que asimila el tema de narraciones anteriores en el sesgo de El diario de Ana Frank, y de películas como La lista de Shindler, Confianza, El pianista y La pasajera para discursar sobre el miedo, o más bien acerca de la valentía bajo presión, que tal vez sea lo mismo que el terror cansado de ovillarse en su propia impotencia. Desde la segunda mitad de los años 70, Falk se acercó a personajes cuyos envilecimientos y carácter acomodaticio (El maestro de ceremonias, El ídolo, El héroe del año) son exhibidos en detalles con el propósito de provocar catárticas discusiones en los espectadores a propósito de la falta total de decoro en ciertos paladines del pensamiento y de la manipulación. Ahora, Falk intenta reeditar tales obsesiones en función de un filme histórico.

Y al pasado, pero un tanto más reciente que el de la Segunda Guerra Mundial representado en Joanna, retrocede Waldemar Krzystek en Pequeño Moscú, una historia de amor triangular, que implica a un teniente polaco y a una mujer soviética, casada. El amor difícil se ambienta nada menos que durante las celebraciones a ambos lados de la frontera ruso-polaca por el cincuentenario de la Revolución de Octubre. Por otra parte, la deliberación de orden político o filosófico se orquesta más en el subtexto que en el contexto de Bautismo, segundo largometraje de ficción de Marcin Wrona, quien se interesa por explorar el reencuentro de dos jóvenes amigos, uno recién salido del ejército, el otro ya casado, próximo a ser padre y bien instalado —los norteamericanos clasificarían este filme con el rótulo de buddy movie criminal— y todo ocurre a lo largo de una semana colmada de acontecimientos, pues el domingo ocurre el bautizo donde debe quedar sellada la suerte de varios personajes marginales de una Varsovia contemporánea, vista desde una perspectiva nada turística. Las claves del cine criminal, que se consagra a narrar sobre todo asesinatos, y a captar causas y consecuencias, culpas, castigos y redenciones, son pulsadas también en Linchamiento y Madre Teresa de los Gatos, que manejan algunos códigos decididamente hitchcockianos.

Mucho más novedoso y ecuménico resuena el argumento de Cero, sublimación de las libertades espacio-temporales que el cine puede asumir, crónica de la fragmentación y lo adventicio en las relaciones que se establecen en un grupo grande de personajes al interior de una gran ciudad, durante 24 horas. Que las estrategias narrativas impuestas por un Robert Altman, y recicladas de muy distinta manera en Pulp Fiction, Suite Habana, Amores perros, Love Actually o París, te amo han encontrado resonancias en una cinematografía decidida a permanecer siempre activa, atrayente, diversa y, por supuesto, atenta al pulso de la actualidad.

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