Rodolfo Romero Reyes - Cuba Debate.- La primera vez que Ernesto encontró aquel nombre, hojeaba un libro con una carátula vieja y olvidaba. Ironía, humor, profundidad, belleza en el lenguaje… Uno a uno fue devorando sus libros, empezó por sus cuentos y continuó con las cartas desde el exilio.



Entonces regresó a sus textos escritos en Cuba, mezcla de denuncia y rebeldía. Después entre libros viajó a España y sintió la guerra en carne propia con cada una de las crónicas escritas por Pablo de la Torriente Brau.

Al principio Ernesto envidió no haber nacido en los primeros años del siglo XX para compartir causa, carrera y suerte con aquel joven periodista cronista de su tiempo y de su historia. Después se propuso una meta: sería como él, el joven “incurablemente enfermo de emoción heroica” de la Cuba del siglo XXI.

Con ese propósito empezó a conocer a Pablo. Supo que había sido uno de los fundadores del Ala Izquierda Universitaria en 1930 y que estuvo entre los tantos que salieron a las calles aquel 30 de septiembre durante la tángana estudiantil. Leyó con cierto rubor y orgullo las líneas que inmortalizaron la última sonrisa de Rafael Trejo y conoció de primera mano las penas sufridas en el Presidio Modelo, oscura cúspide para 27 meses de ruta carcelaria por los calabozos de La Cabaña, El Príncipe y Nueva Gerona.

Leyendo cartas y crónicas, Ernesto aprendió del aura funesta que rodea a los hombres cuando son deportados a tierras distantes. Él nunca había viajado fuera de Cuba, pero sí había estado mucho tiempo lejos de los suyos en su natal Pinar del Río. Quizás por eso entendía el extraño saudade que embriagaba al joven desterrado que estuvo primero en España, luego en Nueva York y que después regresó a Cuba, cuando la caída de Machado.

Pablo era un revolucionario en toda la magnitud que la palabra encierra. Escrito con Arial 26, en negrita y con mayúscula, según Ernesto. Por eso no se asombró al descubrir que los meses en Cuba fueron pocos debido a que, tras formar parte de la depuración universitaria, fue perseguido por las autoridades y tuvo que huir en aeroplano hacia el ya conocido invierno de Nueva York.

En este su segundo exilio, Ernesto hizo una pausa y dejó de seguir la veloz carrera revolucionaria de Pablo para profundizar en sus escritos periodísticos. Ambos compartían profesión y por eso quería indagar en el estilo del autor de “Realengo 18″ y “¡Arriba muchachos!”.

Uno a uno repasó los artículos publicados en Bohemia, en la Revista de La Habana y en la genuina Alma Mater. Por último revisó los textos publicados en “Ahora”, y así asistió al reencuentro de Pablo con Nueva York. Ernesto no imaginaba que lo que más admiraría de todas aquellas líneas hasta ahora recién descubiertas, sería la colección de más de 160 cartas que envió desde el exilio a amigos y colaboradores.

En sus misivas, Pablo enviaba saludos a sus amigos de lucha y no dejaba de comentar sobre la Cuba ardiente de los años 30. En una carta que le escribe a Ramiro Valdés Dausá, dos meses después de exiliado, comenta de la huelga revolucionaria de marzo del 35:

La huelga no fue un error, sino una necesidad (…) Tú no estuviste en La Habana aquellos días inolvidables. Nadie te los podría pintar. Fueron imponentes. ¡Y nada se hizo! Ni siquiera se replicó al terror. Se dejó asesinar cobardemente a los hombres. Nadie tenía nada preparado. Todos, auténticos, guiteristas, abecedarios, fueron unos canallas o unos imbéciles. Y no admito términos medios (…) Obreros, estudiantes, empleados y maestros dieron de sí todo lo que tenían, ellos, los fundamentos del pueblo, realizaron su esfuerzo; pero les faltaba el elemento combativo (…) De toda la gente, la de Guiteras fue la que mejor quedó, porque se sabía su actitud contraria a la huelga; y los que están bien enterados de su actuación me han asegurado que hizo esfuerzos enormes por obtener lo necesario para alzarse.

Pero entonces, cuando el exilio se le hizo irresistible Pablo tuvo una ocurrencia loca y consecuente:

He tenido una idea maravillosa, me voy a España, a la revolución española. Allá en Cuba se dice, por el canto popular jubiloso: no te mueras sin ir antes a España. Y yo me voy a España ahora, a la revolución española, en donde palpitan hoy las angustias del mundo entero de los oprimidos. La idea hizo explosión en mi cerebro, y desde entonces está incendiado el gran bosque de mi imaginación.

Ernesto lo entendió plenamente. Ese era el lugar de un periodista, de un revolucionario. Hacia España entonces partiría de la Torriente, a combatir la injusticia cometida. Pablo quería ser más que un agitador de prensa. Sus palabras retumban en la mente de Ernesto: “A España tal vez vaya en busca de todas las enseñanzas que me faltan (…) porque mis ojos se han hecho para ver las cosas extraordinarias. Y mi maquinita para contarlas”.

Desde su misma llegada a España, Pablo de la Torriente Brau, se desplazó al frente de lucha, en las cercanías de Madrid. Su labor fundamental era la de relatar, para las publicaciones que lo habían contratado como corresponsal, los acontecimientos de la guerra, pero en muy poco tiempo se incorporó plenamente a la lucha, alcanzando el grado de comisario.

Pablo fue rápidamente identificado en España como el periodista cubano que retrataba en sus escritos la crudeza de la guerra y la valentía de los revolucionarios, que “echaba discursos” a los fascistas desde los parapetos y que no temía morir en los embates de la guerra. El día 13 firmó su última carta. Cayó combatiendo en Majadahonda, el 18 de diciembre de 1936, siete días después de cumplir los 35 años, durante la heroica defensa de Madrid.

“No hay mejor ejemplo”, se dice Ernesto mientras sube la misma escalinata de Trejo y de la Torriente. Arriba, la legendaria Alma Mater lo saluda, como si en él reviviesen la memoria y la dignidad de aquel soldado desconocido.



A mi amigo Jesús Arencibia
“En las noches despertaba de su sueño,
era el héroe anónimo de un mundo posmodernista:
con la modestia y la ironía de un soldado desconocido”.

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