Jorge Ángel Hernández - Cuba Literaria.- La propia noción de cultura depende de códigos estables en el comportamiento humano. Tanto códigos de percepción y apreciación, como de comportamiento. Y aunque el código se manifiesta en el nivel sintagmático de la cultura, su relación con los elementos del nivel paradigmático es siempre necesaria y estrecha.


El código es el conjunto de convenciones admitidas y asimiladas por los sujetos de la comunicación con anterioridad al acto mismo de significar. Precede cualquier ejercicio de semiosis y determina su efecto. Pero no es, de ningún modo, independiente ni autosuficiente. Se trata de una noción mínima, aunque estable, que estará relacionada con la percepción tradicional.

Tradición y código se encuentran en una constante relación en la cultura. De ahí que las tradiciones se codifiquen en la conciencia social y determinen normas de comportamiento que necesitan de procesos de identificación y autentificación. Aunque lo parezca, el código no es una entidad estática, sino que sufre también las variaciones de su puesta en uso, de su validación en el contexto de las relaciones sociales y, sobre todo, en las transformaciones con que la propia tradición se reconstituye. La parranda cubana, llamada también fiesta de barrios, estableció sus códigos a partir de tradiciones europeas, como las del carnaval, las fallas valencianas y las procesiones rituales. Ninguna de ellas, sin embargo, reconstituyó sus códigos en las manifestaciones de la nueva festividad. Los códigos de transposición de la realidad por un tiempo determinado del año, desenfrenado y breve, propios aún del carnaval, se reconfiguraron en su condición cíclica a través de los elementos competitivos que formarían la parranda, hasta convertirse tanto en historia como en tradición focalizada, no solo en sus características como evento folclórico, sino en sus específicos sucesos de ocasión. Los elementos de las fallas valencianas, con muchos códigos paralelos a los de la parranda, se acomodaron también a la topografía local remediana, de tal modo, que el referente de expansión para la migración de la fiesta a diferentes poblaciones del centro-norte del país, a fines del siglo XIX e inicios del XX, fueron las del propio contexto de San Juan de los Remedios. Las procesiones rituales, transculturadas ya por eventos anteriores en la cultura occidental, pudieron manifestarse fuera de codificaciones religiosas, aun cuando no dejaran de tener una relación indirecta con su institucionalidad.

No comprender la dialéctica entre tradición y código ha llevado a establecer relaciones deterministas entre las prácticas religiosas y las manifestaciones folclóricas, y ha conllevado, además, a relativismos que se deshacen de ese contexto sociocultural que genera la existencia de una religión dominante, con su sistema de códigos y prácticas concretas, en la perspectiva de la conciencia social. Sin codificación no puede pensarse en existencia de significados ni en acto alguno de comunicación. Sin tradición, el universo percibido no se convierte jamás en unidades y se hace, en su impensable dimensión, inoperante. La codificación es, tal vez, la emperatriz de cualquier formación que en la cultura popular se ha operado.

De acuerdo con la conceptualización de Umberto Eco, el código es la regla que asocia determinados elementos de la serie de señales que conforman el sistema semántico de la aprehensión con otros elementos de la serie de señales del sistema sintáctico y que, en ese propio transcurso, presupone las posibles respuestas del destinatario.1

En la cultura popular, un aserto procedente del sistema semántico receptor —por ejemplo, que el arte debe ser bonito, bello, en detrimento de su conceptualización ideológica— funciona en rigor como una ley de aceptación. De ahí que las hegemonías culturales trabajen con ahínco en función de que lo que se produce bajo su dominio como arte no sobrepase las normas de esa serie de señales semánticas. Vale una vez más el ejemplo del realismo socialista, con el cual se intentó estratificar los códigos, para lo que no quedó otro remedio que convertir la mayor parte de la tradición artística en un profuso saco cuyo nombre de “arte burgués” le era más que insuficiente. Con respecto a las tradiciones folclóricas, la mirada cubana sufrió también estas incidencias conceptuales, y llegó a pedir, por documento normativo, que se despojaran de sus rasgos de superstición. No fueron culturalmente entendidas esas tradiciones y fue necesaria una nueva manera de observación para que se reinsertaran plenamente en los códigos de comportamiento social.

O sea, al ser colocadas como parte del sistema de códigos morales de la sociedad, las prácticas religiosas afrocubanas siguieron siendo nominalmente marginadas; preteridas con respecto a las instituciones dominantes por la tradición, como el catolicismo y el protestantismo y, muy dominante, por el ateísmo emergente, rayano en el infantilismo izquierdista, que se autoproclamó científico sin reconocer, paradójicamente, innumerables adelantos de las ciencias sociales en el mundo, sobre todo aquellos que la antropología cultural había aportado.

Aunque arraigadas también, las señales del sistema sintáctico son, sin embargo, más susceptibles de abocarse al evento de la transformación, pues su reiteración indiscriminada —los subgéneros musicales, literarios y cinematográficos de moda, pongamos— conduce a un proceso de saturación que, al convertirse en pertinente, pasará a formar parte del sistema semántico, donde las transformaciones complejas se dificultan mucho más.

Los poemas de Las flores del mal, de Charles Baudelaire, aparecen en la historia cultural como un intento de sustitución del concepto de lo bello, para lo cual se emplean los elementos que abiertamente rompan con la codificación tradicional. Y así lo hicieron más tarde las vanguardias artísticas del siglo XX, sustituyendo la percepción de lo bello en el sistema semántico con instrumentos significacionales en el sistema sintáctico. El acto mismo de sustitución no consiguió, sin embargo, reemplazar las codificaciones de lo bello, o de la belleza, sino más bien instaurar su práctica estetizadora más o menos estable en la continuidad de la cultura. Fue necesario establecer una nueva perspectiva codificatoria para recuperar retrospectivamente los elementos de ruptura estética.

El código es un modelo de asociación convencional; estable en relación con su puesta en funcionamiento desde la enunciación hacia la recepción, e inestable bajo la influencia de las cambiantes circunstancias que la sociedad y la cultura ponen en acción.

Las teorías de los códigos, que Umberto Eco analiza en el capítulo segundo del Tratado de Semiótica General,2 tienden a detenerse, o bien en el plano del enunciado, o bien en el plano del receptor. La formación popular de la cultura ayuda, no obstante, a comprender que ese código, o ese sistema de codificación sin el cual la comunicación es impensable, aun cuando parta del emisor, se resuelve únicamente en el plano de la recepción, en el uso que el sujeto hará de él en dependencia de sus necesidades. El estancamiento de las manifestaciones culturales no es otra cosa que una respuesta conforme a los sistemas de codificación estandarizados por el uso, en tanto el choque de las renovaciones artísticas, y culturales en general, con la resistencia popular responde a ese mismo arraigo de los códigos en uso.

Para que se inserten transformaciones en el interior de una tradición cualquiera, es necesario que esas series de señales del sistema semántico pertinentes en el receptor, saturadas bajo el efecto de la representación reiterativa, pierdan su espesor de sentido y se conviertan en un dispositivo más del sistema sintáctico. En ese caso, la asociación apenas permite al código conducirse a través de los canales de la significación y el propio receptor abandona la percepción de mensajes de tal característica. Es por ello que el código depende, jerárquicamente, de las circunstancias específicas del plano de la recepción. El humor es un caso ilustrativo rotundo pues, por excelente, elaborado, exquisito que pueda ser un chiste, deja de funcionar si el auditorio, o el receptor en general, desconoce las coordenadas esenciales del sistema codificatorio. También las manifestaciones folclóricas tradicionales, tan estrictamente codificadas, muestran esa relación al presentarse ante receptores que desconocen sus sistemas de codificación.

Por tanto, si bien el sistema de codificación se resuelve en el plano de la recepción, en primer término mediante aprehensiones, pero también con interpretaciones, la enunciación lo compulsa, lo llama a mantenerse activo. Las manifestaciones culturales de escaso grado de recepción, incomprendidas, suelen cumplir una función de denuncia del cansancio del sistema de códigos y, si fuesen creativas, de llamada a nuevas rutas perceptivas. Esto resuelve el paradójico resultado de la paradoja de Lotman, cuando asocia la extrema economía informacional al texto artístico y la acumulación al no-artístico, pues la diferenciación no se sustenta en la cantidad de información, sino en la acumulación informacional sustentada en, y solo en, los modelos estandarizados del sistema de código.3

La discursividad artística que consigue ampliar notablemente su universo receptivo se fundamenta en niveles informacionales acuñados por el sistema de codificación en el cual se va a insertar. Las series policiales, literarias y televisivas, cada vez más lejanas de los motivos e intenciones de fondo de sus creadores, aun cuando autores y realizadores den su palabra de que se ocupan de problemas sociales de suma seriedad, están siendo llamadas a un vuelco en la saturación de los códigos al mismo tiempo que se explota la efectividad de la reiteración de codificaciones en la trama.

Notas:
1- Umberto Eco: Tratado de Semiótica General, Editorial Lumen, 1988 (4ta ed.), pp. 70-71.
2- Ídem., pp. 87-229.
3- Adolfo Sánchez Vázquez: «La poética de Lotman. Opacidades y transparencias», en Entretextos. Revista Electrónica Semestral de Estudios Semióticos de la Cultura, nro. 4, Granada, noviembre de 2004; Cf. Cuestiones estéticas y artísticas contemporáneas, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, pp. 35-50.

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