Nuria Barbosa León - Rebelión.- La maestra cubana Ana Caridad Estrada Guerra, criolla, mulata, gruesa y de carnes macizas arroya en su caminar lento al compás de un ritmo difícil de adivinar y en su aula, paraíso de la infancia, destila ternura.


De hablar pausado y cadencioso. Enfatiza en la repetición de cada palabra para que se le entiendan las frases con las letras que lleva. En sus niños fija el brillo de una flor, la simetría del vuelo de una mariposa, el olor del agua pura y la belleza de un ambiente natural en medio del centro de La Habana con escasa naturaleza para ejemplificar.

Su voz se apaga en las expresiones, sus cuerdas vocales de tanto esfuerzo denota una profesión desgastadora que recaba la atención constante en un aula llena de pequeñines, distraídos en los juegos, y que regresan a sus casas relatando historias aprendidas de los libros de textos como si fueran obras escenificadas en un teatro.

Gusta de trabajar con los niños del primer ciclo en la escuela primaria, esos que se inician en la escuela sin apenas conocer las letras y los números y que en unos meses descubren en los letreros el mundo fascinante de la imaginación cuando comprenden una oración.

Siempre llega al aula muy temprano y cargada de documentos en su cartera, ataviada por la preocupación del cumplimiento, pero en sus ratos de ocio, cuando su grupo va al comedor con la asistente o disfruta de la clase de educación física, arte o computación, Ana aprovecha para confeccionar juguetes de papel.

En su bregar de 40 años en la educación, recuerda al niño David García Echevarría, porque su timidez no le permitía un aprendizaje a la par que el resto del grupo. Lloraba con frecuencia y no compartía con sus compañeros en juegos y actividades.

Se acercó a la familia y conoció de una situación difícil de asimilar para una persona de sólo seis años: Una madre enferma de cáncer, un padre ausente del hogar la mayor parte del tiempo dedicado al trabajo como sostén económico y una abuela abrumada por la crianza de tres nietos en edad escolar.

Poco a poco, Ana ideó una iniciativa de motivación para sus alumnos, obsequiaba figuras de colores recortadas de los libros más viejos y de poco uso a quienes se destacaron en la clase por alguna razón. Luego pedía pegar la imagen en la libreta con la fecha del día.

En la actividad para la entrega de distintivos a los niños capaces de leer y escribir, David mostró a todos su libreta, en ella las figuras destellaban luz y el niño sintió orgullo al pronunciar: -- ¡Ya sé leer!

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