Manuel David Orrio del Rosario - Blogueros y corresponsales de la Revolución.- Cuba perdió el 14 de febrero a uno de esos grandes para quienes la gloria cabe en un grano de maíz, a consecuencia de un cáncer que le persiguió durante unos veinte años, hasta vencerle a los 76 de edad.
A la familia Rubio-Cadenas, que se me ha hecho mía.
Es y será imposible escribir la historia de la Arquitectura en la Revolución cubana sin mencionar a Luis Rubio Zuáznabar. Su familia, que le llora, quizás sea una de sus mejores obras. Junto a Noelia, esposa majadera pero también ala y no cadena, fundó un clan de universitarios prestigiosos donde a la altura de la tercera generación el talento parece crecer como la verdolaga.
Paradojas, curiosas paradojas: su nieto José Luis, a los 13 años de edad, empuñó el violín e interpretó de modo impecable el “Otoño”, de Vivaldi. Le acompañó la Orquesta de Cámara Harold Gramatges, en el mismo teatro donde, medio siglo antes, Rubio Zuáznabar desbancó una humillante exclusión: fue el primer negro miembro de pleno derecho de la elitista y burguesa Sociedad Pro-Arte Musical. Ninguno de aquellos aristócratas de la Cuba prerrevolucionaria objetó su presencia. Pero el portero, negro como él, le recibió con palabras que aún invitan a meditar: “le están cayendo moscas a la leche”.
Arquitecto, patriota, revolucionario
Cuando a Cuba la visiten camaradas o señores VIP que decidan alojarse en el Hotel Nacional – insignia turística del país – bueno será que sepan: la remodelación capital de ese emblema fue obra de Luis Rubio, quien como arquitecto hizo de todo: desde parques y diseño de paisajes, hasta alrededor de centenar y medio de círculos infantiles – bien lo supo, Vilma Espín --, sin dejar de aportar su talento al proyecto y construcción de sitios como el habanero Parque Lenin o el Palacio de los Congresos de Luanda, en Angola.
Sin embargo, su obra de mayor humanismo la realizó a inicios de su carrera, cuando con alrededor de 26 años de edad emprendió la reconstrucción del Leprosorio Nacional “San Lázaro”, popularmente conocido como El Rincón.
Rubio proyectó y ejecutó sobre la marcha la reparación de 16 pabellones, las vías interiores y todas las redes técnicas, más la construcción de una cafetería, una vaquería y un edificio administrativo, para así transformar radicalmente un área de aproximadamente 71 mil metros cuadrados. Dicho así, parece no pasar de una precocidad arquitectónica. Pero si se toma en cuenta que en la Cuba de 1959-60 se desconocía que la lepra sólo se contagia por predisposición inmunológica más exposición continuada a largo plazo, ¿qué pasaría por la mente del entonces joven arquitecto, cuando al llegar al hogar sus párvulos hijos se le abalanzaban para besarlo, tras una jornada donde, como norma, estaba en contacto directo con leprosos en grave estado?
Maestro de arquitectos, generaciones de ellos que se graduaron en la Ciudad Universitaria “José Antonio Echeverría” (CUJAE), la principal universidad tecnológica criolla, le recuerdan y recordarán como “Rubio, el bueno”. No porque hubiera un “malo”, sino porque su asequibilidad y afabilidad le ganaron ese mote de leyenda.
¿Patriota, revolucionario? Al triunfo de la Revolución Rubio Zuáznabar era una de las promesas de la arquitectura cubana, bajo el ojo atento de una clase alta que “cuando llegó el Comandante y mandó a parar”, emigró a los Estados Unidos de América, en espera de una invasión militar capaz de “domar” a la ex cuasi colonia. Por aquel entonces le llovieron ofertas laborales al otro lado del Estrecho de La Florida. Pero Rubio eligió el camino del patriota, razón por la cual el archivo familiar conserva misivas de antiguos empleadores donde, así de simple, proliferan amenazas.
De paso, sus hijos recuerdan, de su infancia, a misteriosos militares que venían a buscar al padre y trataban a este civil como a un General. Poco apunta el currículum del arquitecto sobre esta arista de su carrera. Si acaso, un monumento aquí, o acullá. Pero cuando el río suena…
Rubio, el negro
Cuando esa transculturación tan bien conceptuada por Fernando Ortiz visita el “tálamo de las delicias”, los misterios de la genética pueden engendrar a un Luis Rubio.
A fines del siglo XIX, el oficial del derrotado ejército colonial español en Cuba, Alejando Rubio Carreras, prefirió ser desheredado antes de no casarse con la negra hija de esclavos Narcisa Díaz. Casarse, exactamente casarse, en país donde años después los afrocubanos sufrieron una masacre asociada al surgimiento y avance del Partido de los Independientes de Color.
Tales fueron los abuelos paternos del arquitecto, y no sería de asombrarse que de tanta gallardía amorosa haya nacido la ética que Luis Rubio practicó y transmitió a su descendencia familiar y docente, no obstante haber sido víctima de sutiles discriminaciones por el color de su piel –sí, en Cuba revolucionaria. Baste señalar que no fue hasta el 2010 que por primera y única vez la prensa cubana le entrevistó, aunque hubiera brillante carrera y un cargamento de condecoraciones y distinciones nacionales e internacionales. Honrar, honra: corresponde el mérito periodístico al programa “Hablando de espacio”, de Habana Radio, donde al conocerse su deceso también se le rindió homenaje.
Por supuesto, Don Luis pasó por sobre esas sutiles y no tan sutiles discriminaciones cual águila en vuelo rasante a través de un pantano, probablemente inspirado en un apunte bíblico: “por sus obras, los conoceréis”. Y las de Rubio Zuáznabar, como arquitecto, profesor universitario y líder de familia, dicen por sí mismas.