Pedro de la Hoz - La Jiribilla.- Cuando los integrantes de la comisión nacional que evalúa las propuestas que consagran manifestaciones de lo que se ha dado en llamar Patrimonio Intangible o Inmaterial -imprecisa denominación universalmente aceptada para diferenciar los exponentes patrimoniales materiales circunscritos a un determinado sitio- analizaron el expediente presentado por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), muy pronto, y sin que mediaran dilaciones, se rindieron ante la evidencia de que la Rumba -pongámosla así, con mayúscula- merecía sobradamente esa condición.

 


Estaban —estábamos— ante una manifestación de singular fisonomía, viva y permanente, enraizada en la cultura popular y en la memoria histórica de la nación. Una expresión que, como pocas, quizá únicamente comparable al complejo del son, constituye un rasgo distintivo y definitorio de nuestra identidad.

 

A decir verdad, la inscripción de la rumba como insignia de nuestros valores patrimoniales, no tiene por qué sorprendernos. Sus músicas, sus danzas, sus variantes, sus maneras de reflejar y proyectarse en la vida cotidiana de vastísimos sectores de la población cubana a lo largo de un siglo y medio de evolución hacen de la rumba un fenómeno que trasciende las instancias del dato folclórico circunstancial. Como dijo el poeta Miguel Barnet al anunciar su proclamación como Patrimonio Nacional, a la rumba no le hacía falta esa coronación, pues su reinado, desde mucho tiempo antes, ya se había establecido. Solo era cuestión de oficializar lo obvio y sentar, de paso, las bases para que en futuras e inmediatas consideraciones de quienes en el seno de la UNESCO avalan merecimientos para el registro en el Patrimonio Mundial, ese medular aporte cultural cubano sea tomado en cuenta.

No faltan, sin embargo, quienes desde posiciones elitistas y atávicas ortodoxias académicas, antes o ahora, le nieguen la sal o traten de minimizar y reducir la verdadera dimensión cultural de la expresión. Si  bien a nadie se le ocurre ya tildar a la rumba como “cosa de negros”, todavía, de vez en cuando, asoma la oreja peluda de los prejuicios racistas cuando se le intenta circunscribir a un medio social con determinadas características etnoculturales. Lo mismo sucede cuando se regionaliza su localización, como si solo en Matanzas o La Habana hubiera rumba y rumberos.

También, para ser justos, en el seno de los propios rumberos alguna que otra voz ha insistido en verse a sí mismos como practicantes de una manifestación congelada en el tiempo. La frase “la rumba no es como ayer” resulta engañosa. De entrada, porque la rumba de hoy no puede ser —ni es, por suerte— como la de antes, pues continúa su desarrollo.

Y la vemos, la sentimos, la disfrutamos en Matanzas y La Habana, sí señor, pero también en Guantánamo y Pinar del Río, en Camagüey y Cienfuegos; ya está en el solar y en los edificios de microbrigadas, en la escena de un teatro y en el suntuoso Palacio que a la vera del parque Trillo, en Cayo Hueso, le rinde honores. Y desde los tiempos de Caturla hasta los de ahora mismo, con compositores como Guido López Gavilán, pasando por las invenciones electroacústicas de Juan Blanco y los conciertos para guitarra de Leo Brouwer, entra, sale y se fortalece en la música de concierto, con la misma intensidad con la que cohabita en los versos de Guillén —que no es son solamente—, de Tallet, de Marcelino Arozarena, del Ambia. Y los veteranos la cantan, la gozan y la bailan con los más jóvenes y hasta con los niños que dan sus primeros pasos en la pista o acarician sus primeros parches o se sacan del pecho sus primeras dianas. Y rompe, como lo ha hecho de antigua data, la maldita circunstancia piñeriana del cerco de aguas en torno a la Isla, para llevar vida a Nueva York y París, a Tokio y Roma.

Rumba eterna, cómo no, de uno a otro confín de la Patria.

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