Luis Toledo Sande - Cubarte.- José Martí continuará brillando por virtudes como el encanto de su palabra, uno de los rasgos que fijan la perdurabilidad de sus textos. Ello, unido al universo de temas que trató y a la profundidad con que lo hizo, así como al valor de las ideas ­que abrazó -con una eticidad de la que nadie biennacido, o que intente parecerlo, querrá propiciar que se le vea excluirse-, destaca entre las causas de un hecho que puede ilustrarse con numerosos ejemplos: la frecuencia con que sus escritos se citan, a veces descontextualizados y no siempre con fidelidad y acertada interpretación del mensaje.

 


De ello no se ha librado la máxima aludida en el título del presente artículo, la cual se halla en la carta-testamento literario escrita por Martí el 1 de abril de 1895. Según ediciones para las que se ha consultado el manuscrito, la frase dice: “En la cruz murió el hombre en un día: pero se ha de aprender a morir en la cruz todos los días”. Sin embargo, habitualmente la primera oración se cita así: “En la cruz murió el hombre un día”. Se poda la segunda preposición en, y eso, aunque pudiera parecer de escasa monta, demanda reflexión.

 

Martí gozó de un extraordinario dominio del idioma, y su creatividad fue la propia de un sabio. Vale suponer que si escribió “en un día” no habrá sido por descuido, menos aún en su testamento literario. En aquella frase, “un día” puede tomarse como indicio de mera fecha indefinida, mientras cabe considerar que “en un día” limita la acción sacrificial a un momento de la existencia. A lo largo de su vida el autor encarnó la actitud que el 25 de marzo de aquel mismo año, en carta al amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal, había definido como dar al sacrificio “respeto y sentido humano, y amable”. En ese camino se debe fijar su reclamo de aprender a “morir en la cruz todos los días”, y adquiere pleno significado la oposición marcada entre uno y todos.

Desde España, adonde llegó como deportado el 1 de febrero de 1871, le envió un crucifijo de apreciable tamaño a Trinidad Valdés Amador, esposa de José María Sardá, a cuya residencia de la entonces Isla de Pinos se le había trasladado a finales de 1870 como conmutación de la condena a presidio y trabajo forzado que había sufrido en La Habana. Talvez aquella mujer, seguramente bondadosa —a quien el joven desterrado recuerda con gratitud mientras calla acerca Sardá, explotador de esclavos y beneficiario del trabajo de los presos en la cantera donde él había conocido en carne propia el sufrimiento—, no sospechó que el joven desterrado le hacía llegar, más que un ícono, un manifiesto.

Basado en la experiencia de la prisión y el trabajo forzado, con cuyas secuelas cargó todos los días de su vida, escribió El presidio político en Cuba, el texto donde más intensa y frecuentemente nombró a Dios. En esas páginas expresa que no asume la divinidad castigadora que querían imponerle, en contraste con la cual habla de “mi Dios”, para concluir: “El bien es Dios”. Según los Evangelios, esa tesitura habría complacido al Jesús que no pedía a sus seguidores que repitiesen sus palabras, sino que hicieran por el prójimo el bien, la caridad entendida y abrazada como acto de justicia.

En apuntes que parecen corresponder a su deportación española, por la que se le cambió finalmente la condena, escribió no querer que se le viera “reminiscencia de educación católica”, y aprobó lo “cristiano, pura y simplemente cristiano”, que para él significaba “observancia rígida de la moral,—mejoramiento mío, ansia por el mejoramiento de todos, vida por el bien, mi sangre por la sangre de los demás,—he aquí la única religión, igual en todos los climas, igual en todas las sociedades, igual e innata en todos los corazones”. Un eminente católico, Cintio Vitier, de sobresaliente servicio a la patria y su cultura y gran conocedor del legado martiano, en un “Diálogo” con el autor de este artículo sostuvo que Martí, quien “no fue ateo ni materialista”, “no creyó en la revelación única de Dios a través de sus profetas y de su Hijo encarnado, con todas las consecuencias que esto supone”.

La identificación de Martí con el cristianismo originario se da en un plano determinante: nada menos que en la ética, insoslayable para defender la justicia “en la administración de las cosas de este mundo”, ideal que él defendió explícitamente en carta de1894 a Fermín Valdés Domínguez. Mientras en distintos momentos refutó manejos del papado y el servicio de jerarquías religiosas a intereses de los poderosos, o la pertenencia de aquellas a estos, elogió a religiosos honrados, sacerdotes católicos incluidos, que defendieron causas justas. Tales fueron los casos del español Bartolomé de las Casas, el mexicano Miguel Hidalgo, el cubano Félix Varela y el irlandés Edward McGlynn, entre otros.

Su amplitud de miras, afincada en la eticidad, le permitió abrazar perspectivas que desbordaron el cristianismo, histórica y culturalmente propio de su entorno. Se ha dicho que tuvo afinidades con el pensamiento oriental, especialmente con el budismo, tema que ha dado y dará margen para la investigación y el razonamiento, y que remite a su capacidad para apreciar también realidades como la que menciona en una crónica de 1882 para La Opinión Nacional, de Caracas: “Saben nuestros lectores cómo está ardiendo, visible en unos puntos y latente en otros, una gran rebelión religiosa en las comarcas árabes del África, que hacen de la fe en la religión de Mahoma la bandera de su inde­pendencia de los invasores europeos”. Los fundamentalismos que haya hoy en aquellos territorios, y en otros, no invalidarán el afán emancipador aprobado por Martí, ni serán peores que el fundamentalismo imperial expresado en términos supuestamente cristianos, con los cuales se retoma, como nueva cruzada, “la guerra entre civilizaciones”.

Que en sus circunstancias, y por sus personales concepciones, Martí hallara en el cristianismo las referencias básicas para expresarse, no debe conducir al menosprecio de otras formas de ver el mundo. Su pensamiento muestra una orientación ecuménica válida para nutrir una actitud laica —ni teocrática ni ateocrática— ajena a estrecheces frustrantes en política, filosofía y religión. En esa medida aportó abono a la unidad de acción justiciera entre practicantes de diversos credos y los definidos como no creyentes. Olvidar que el cristianismo no ha cubierto todos los tiempos del devenir humano, ni es abrazado por igual en todas las comarcas del planeta, puede conducir a posiciones excluyentes emparentadas de algún modo, quiérase o no, con tendencias fundamentalistas e inquisitoriales.

Para conjurar peligros de semejante corte ofrece luz el propio Martí, desde una religiosidad personalísima, ajena a liturgias, ritos y templos. Respetar el derecho de cada quien a abrazar honradamente la religión que desee, o ninguna, no es razón para olvidar que él, en 1887, alabó al protestante estadounidense Henry Ward Beecher por su posición justiciera, y se refirió a los conflictos que en el país de ese predicador enfrentaban a católicos y protestantes. Entonces sostuvo esta generalización: “Ya no cabe en los templos, ni en estos ni en aquellos, el hombre crecido”. Esa frase, esa idea, puede no gustar; pero es suya.
El respeto aludido tampoco autoriza a descontextualizar sus escritos y citarlos con usos contrarios al pensamiento que lo caracterizó. Venga de las intenciones de las que venga, tal práctica puede conducir a falseamientos y desfiguraciones reprobables. Por lo general, un “simple” cambio puede bastar, cuando menos, para empobrecer un mensaje, aunque el propósito radique en dar a una frase de mayores vuelo y despliegue el sesgo ágil de una consigna tipo flecha. Así, por ejemplo, “Ser culto es el único modo de ser libre” se ha reducido a “Ser cultos para ser libres”, y no es lo mismo.

Además de citarlo fielmente, sin tergiversar su sentido, lo más importante con Martí es aprovechar las lecciones cifradas en sus textos. En lo relativo al pensamiento religioso hay, junto con su amplitud ecuménica y su base ética, una arista en la cual también se hallan señales básicas. Concierne al permanente valor justiciero que le viene al cristianismo de su origen, de la prédica del pacífico religador de voluntades para quien lo decisivo era hacer el bien, y no renunció a empuñar el látigo contra quienes lo merecieran.

La actitud de los cristianos honrados —independientemente del signo eclesial que los defina— muestra la lealtad a los valores fundacionales de sus creencias, aunque en más de veinte siglos sus ideas no hayan triunfado sobre la tierra, y hasta se les haya enredado en instituciones terrenales, con bancos incluidos, de trayectoria harto discutible. Esa actitud es una lección para quienes defiendan la justicia social: entre ellos, que pueden abrazar el cristianismo u otros credos, los verdaderos socialistas, quienes no deben amedrentarse ante las vicisitudes de un proyecto sometido a prueba durante menos cien años. Es improbable que el socialismo pueda aplicarse efectivamente si sus defensores asumen sus ideas nutricias como los dogmáticos sectarios de diferentes ámbitos han abrazado las suyas, o si se desencantan porque a la justicia le sea difícil alcanzar un triunfo para el cual se requiere una profunda persuasión, urgida de predicarse, con palabras y con hechos, día tras día.

En un artículo que apareció en la red Le Haine el pasado 19 de abril, el conocido religioso Frei Betto sostiene que aceptar la presunta invalidez del marxismo en los términos en que la expuso el papa Ratzinger a bordo del avión en que viajó de México a Cuba, sería como sostener “que el catolicismo no responde a la realidad. Porque ya no se justifica quemar en la hoguera a las mujeres que se tienen por brujas ni torturar a los sospechosos de herejía. Pero, por fortuna, no es posible identificar el catolicismo con la Inquisición, ni con la pedofilia de algunos curas y obispos”.

Si en defensa de la espiritualidad y la justicia Cristo empuñó el látigo y acabó crucificado, para liberar a su patria Martí preparó una guerra necesaria, en la que murió combatiendo. Quería que la justicia triunfara para todos, pero sabía que en esa totalidad no cabían las fuerzas egoístas y opresoras que anteponían sus intereses particulares al bien de todos. Lo sostuvo con claridad, precisamente, en el cardinal discurso conocido como Con todos, y para el bien de todos, un texto cuya claridad no ha impedido que a lo largo del tiempo lo citen hipócritamente demagogos y oportunistas. Martí rechazaba la irracionalidad y el odio, y habría preferido que la violencia pudiera evitarse; pero en su contexto la abrazó porque era ineludible para alcanzar la libertad y la justicia que él defendía.

Expresó ese criterio en diversas formas y ocasiones, y con especial claridad en “Federico Proaño, periodista”, semblanza publicada en Patria el 8 de septiembre de 1894. Al elogiar al ecuatoriano Proaño, que había muerto, sostuvo que “en América, a mirarlo bien, el único extranjero,—imperante aún por la fuerza de su ordenación, y terquedad de agonía, de la teocracia que lo fomenta,—es el espíritu de amo, ridículo y aborrecible y deshonroso espíritu, que aún nos queda de los tiempos viejos”. Opuesto a esos rezagos opresivos, sostuvo entonces: “Cuando se va a un oficio útil, como el de poner a los hombres amistosos en el goce de la tierra trabajada—y de su idea libre, que ahorra sangre al mundo,—si sale un leño al camino, y no deja pasar, se echa el leño a un lado, o se le abre en dos, y se pasa: y así se entra, por sobre el hombre roto en dos, si el hombre es quien nos sale al camino. El hombre no tiene derecho a oponerse al bien del hombre”.

Esas ideas merecen ratificarse cuando las pragmáticas fuerzas imperiales tildan de terrorista cualquier intento de luchar contra ellas, mientras los reveses y repliegues de la justicia, unidos a oportunismos que la invocan, parecen reducir a ridiculez cuanto desafíe a los dominantes. Una carta que muestra una actitud válida frente a esa realidad la escribió Martí el 9 de octubre de1885 a su compatriota José Alfonso Lucena. Todavía Máximo Gómez y Antonio Maceo intentaban levantar un plan insurreccional del que había discrepado él en 1884 por considerarlo bien intencionado pero deficientemente concebido, y no se vislumbraba en lo inmediato la posibilidad de retomar —a la altura con que se organizó, bajo su guía, la contienda de 1895— la lucha armada que se había desatado en 1868. Pero Martí mantenía su lúcida y honrada firmeza: “Ni un solo instante me arrepiento de haber estado con los vencidos desde la terminación de nuestra guerra, y de seguir entre ellos, porque con ellos ha estado hasta ahora no solo el sentimiento que anima a las grandes empresas, sino la razón que justifica los sacrificios que se hacen para lograrlas”.

Con honradez podrá vencerse o ser vencido. El éxito, históricamente acaparado por los enemigos de la justicia, no es la medida de la honradez. Pero donde no hay victoria moral posible es entre los vendidos. Martí, quien no reconocía a leños ni a personas el derecho a cerrarle el camino a la justicia, se entregaba permanentemente al sacrificio: todos los días.

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