El Caballo de Troya de mi parque. Foto: Pablo Urbano/ Cubadebate 

Pablo Urbano, especial para Cubadebate.- El martes 15 de mayo a las 8:30 pm toda la familia se alistó para asistir a la inauguración de la instalación “Un caballo en La Habana” en el parque de la esquina.


Como de costumbre, llegamos tarde, por lo que nos perdimos la inauguración. De todas formas, al haber quedado oficialmente abierto, el caballo ya contaba con una significativa cola (me refiero a la fila para entrar y no la cola del caballo) que considerando la cercanía con la bodega, ubicó la acción plástica en medio de mi entorno más cotidiano.

Mi esposa, mi hijo mayor y su novia, quienes se mantuvieron firmes, pudieron subir a la barriga del caballo. Yo tuve que regresarme a casa porque mi princesa “assoluta”, es decir mi hija, tenía sueño y no quiso espantarse la cola. A decir verdad, la cola fluía tan rápidamente, que bien pudiera dar lecciones a la mejor de las “shoppings” de la ciudad en las que siempre tenemos a alguien como un portero de fútbol que trata de evitar a toda costa que aprovechemos el aire acondicionado de la tienda. Además, y para mérito de los organizadores, no había nadie exigiéndonos que dejáramos las jabas afuera y, menos que menos, que las abriéramos a la salida.  Como tuve que abandonar la Plaza sin poder subir al Caballo por las razones ya indicadas, se elevó mi motivación por visitarlo en un próximo momento y así me fui, abrazado a mi hija, pensando en la magia de esta ciudad.

Al otro día  en la tarde, después de haber tenido una mañana productiva que mucho me estimuló, no resistí la tentación de intentar entrar a la barriga del Caballo y me fui al parque con el mismo entusiasmo que los Troyanos se acercaron a la bestia de madera, aunque advertido en mi caso, de lo que contenía el trofeo en su interior. Ya mi esposa, mi hijo y su novia, me habían advertido.

Y allí estaba, magnífico, en madera masiva y de nalgas a la Iglesia neogótica que nunca  se terminó de construir y que veo cada día desde mi balcón, a través de los inmensos ficus que no acaban de podar y van a formar tremendo desbarate cuando venga el próximo ciclón. Es cierto que mientras más crecen tanto mejor dan cobijo a zunzunes y palomas torcazas y nos regalan un verde luminoso y muy buen fresco.  Pues bien, entré en el parque donde montaron patines mis dos hijos, con la   esperanza que no hubiera cola, pero eso aquí, en Cuba, ¡es imposible!, trátese de lo que se trate. Así que de buena gana, pregunté el último y me dediqué a aclarar varias veces que no era necesario pagar como si fuera miembro de la comisión organizadora de la Bienal, que es el evento que promueve esta iniciativa.

Realmente no había ninguna información en ese sentido, pero lo sabía por la experiencia de la noche anterior y sobre todo por la inercia de lo vivido durante tantos años a pesar de las perretas de algunos tecnócratas para convertir lo que se les ponga delante en “gratuidades indebidas”. Esta Bienal es un regalo que nos hacemos los cubanos y es de las buenas cosas construidas durante muchos años, lejos de las presiones mercantilistas, tan comunes en estos tiempos.

Disfrutando de aquella maravilla “sociocultural” de tener un caballo de casi tres metros a menos de 100 metros de casa, me encontré con Reina, la estomatóloga y amiga de la familia de muchos años. Mulata de ojos verdísimos,  ya era doctora en ciencias antes de la llegada del período especial, creo que en realidad era candidata a doctora que era como lo llamaban entonces.

Tal vez me confundo con su título, pero lo importante es que Reina, siempre fue una mujer muy sensible y culta y fue una buena coincidencia encontrarla al pie del caballo. Menciono a Reina, porque además de la alegría del encuentro, compartimos juntos aquel “momento cultural” y tuve el chance de  ayudarla a subir y bajar porque andaba con una jaba de vegetales con al menos una piña, cuya corona me pinchó ligeramente.  Vinieron a la mente Silvestre de Balboa y Espejo de Paciencia, la “Oda a la piña” de Manuel de Zequeira y Arango, pero sobre todo  “La piña…, como una reina”, que musicalizó maravillosamente nuestro Noel Nicola y que tanto le gustaba cantar a nuestros hijos. ¡Cómo pesaba la piña de Reina!,  pero nada iba a impedirnos subir a nuestro caballo.

La noche anterior, noche de inauguración, había unos jóvenes disfrazados de soldados, más a lo persa que a lo troyano, con abdómenes bien dibujados en papier maché a lo  “300”, que ayudaban a subir y bajar a los visitantes.  Recordé entonces los grabados de luchas que ilustraban la Ilíada que leíamos en la versión clásica de la Edad de Oro.  Piña mediante, con Reina y esta vez sin escoltas ni soldados, subimos libremente por la inclinada escalera, como impulsados por las enredaderas de los  frijoles mágicos que alguna vez nos llevaron hasta el cielo.

A pesar de  que mi esposa me habló la noche antes de algo lindo, trató de evitar detalles para que no perdiera el encanto del descubrimiento.  Eso lo hace con las películas y otras cosas que quiere que disfrute por mí mismo, y así ayudó a mi sorpresa. Era un espacio con una exposición de pinturas, alfombrada y cuidada por una joven amable y tranquila, quien resultó ser  una de las artistas que construyó el caballo. Ella, con mucha sencillez, segura de su obra y sonriente, nos explicó que se trataba de un caballo de Troya, pero diferente. Es decir, algo como Pedro Duque, “el otro”. Según nos dijo, era un caballo de Troya que no implicaba timos ni traiciones, donde la gente encontraría algo bueno, agradable.

Respaldó su mensaje con un “papelito” donde se identificaba a los autores, Alberto Matamoros y Claudia Hechavarría, ya tenemos sus nombres, y que decía en altas y negritas “UN CABALLO EN LA HABANA” seguido de un texto al estilo de los catálogos que dice: “Nos hará  testigo de la presencia de un gigantesco caballo de madera, que a modo de ofrenda y despojado de su naturaleza engañosa y bélica, nos trae arte en su interior bajo el rublo del amor…”, y así continuaba, todo enmarcado en una silueta de caballo, completada con personajes a lo Raúl Martínez, con detalles de fecha y lugar que evidentemente estaba hecho para entregar en la inauguración pero que ahora servía como información al visitante.

Escases de papel que invocó el envoltorio de las pizzas calientes de a diez y ya casi nunca de a cinco pesos, que tan buena relación mantienen con la industria del papel.  Luego me contaron que el aparato que debía imprimir el catálogo, les jugó una mala pasada a última hora.

Si consideramos que en esta Mini galería, ubicada en la barriga del caballo, contaba con un aire acondicionado, y que el aparato enfriaba, pues no queda ninguna duda que se trata de un regalo muy especial. Lo digo en lo metafórico y en lo concreto, considerando que el calor hace días que se desbocó y no parece que pare por unos cuantos meses. La acción plástica del interior del caballo está fuertemente reforzada por el aparato en cuestión y su capacidad de enfriar hace repetir, casi como si se hubieran puesto de acuerdo todos los que allí suben  aquel “¡Ño!, con aire acondicionado y todo!,  mucho más auténtico y coherente que el “¡Ño, qué barato!,  que comienza a aparecer en ciertos lugares y que casi tiene condición de eufemismo en nuestro contexto.

La buena temperatura estaba habitada por obras plásticas llamando la atención un cuadro con un corazón con los colores de la bandera cubana y la isla en su centro, ¿casualidad? Ubicado donde podría estar el corazón imaginario del caballo y obra de  la propia Claudia, según pude confirmar,  salí convencido que aquel era el corazón de aquel caballo, pleno de Cuba.

Salí, mejor dicho, bajé, elevado, casi en las nubes, aunque sin dejar de prestar atención a Reina y a la Piña para que no se fueran a caer. La tarde estaba plena de luz y pensé en la muchacha, el potencial de nuestra gente y la maravilla de la cultura cuando una “P” seguida de cuatro letras, espetada a todo lo que dan los pulmones de un adolescente en pleno juego de futbol, resonó en mis oídos.

Eso me hizo poner pies en tierra y sin abandonar la elevación decirme  a “mimismo”, una vez más,  que es un regalo vivir en esta ciudad surrealista, ecléctica y tropical, que es cierto que la cultura no tiene momento fijo en este país y que ojalá que así sea por siempre. Cuantas evocaciones, cuanta buena energía. Hacía tiempo que me habían reprogramado el sentido de un caballo de troya o troyano con todo aquello de los virus y la seguridad informática. No podía imaginar cuanto podía inspirar un Caballo de Troya en medio de La Habana de estos tiempos. De frente, a unos pasos  la iglesia y al virarme hacia el caballo en retirada, casi llegando a la calle, di una vuelta para  tomar una foto final  y no sé por qué, me vino la imagen del Taj Mahal, ¡qué melcocha!

Justo ayer había leído la transcripción de un conversatorio de Mario Testa, que es un salubrista y epistemólogo esencial latinoamericano, quien refriéndose  en forma elogiosa a la creatividad de nuestro pueblo  y su capacidad para contextualizar  las más sofisticadas construcciones teóricas,  incluidas las suyas, recordaba que un colega cubano le dijo una vez “tú ven y da tu curso como tú quieras pero ya vas a ver el arroz con mango que hacemos con eso”. ¡No hay duda alguna que Kant era un caballo! Mira que descubrir eso de que vemos a través de lo que tenemos en nuestras cabezas, “la cosa para sí”.

La Edad de Oro, y por su intermedio La Ilíada, y las aventuras de las 7 de la noche, y también los libros de colorear y muchas más experiencias pueden ser revividos y tangibles gracias a un caballo cuyas dimensiones, logran hacernos experimentar la materialidad de un mito. Sus casi tres metros de alto no fueron en vano.  Nada de virtualidad. En este caso materialidad total, que muy bien que hace en medio de tanto Facebook y SMS. Pino total, hierro total,  ¡aire acondicionado total! Materialidad que sirva de base a la subjetividad libre e inconmensurable de cada uno de nosotros y que nos ayude a reconstruir el sueño de las cosas que necesitamos compartir. 

El papelito que nos entregó  Claudia, junto a su sonrisa, me hizo reparar también en que, el parque de la esquina, ahora se llama “Wilfredo Lam”. No lo sabía.  Conocía que hace un par de años nos plantaron una escultura  sin que supiéramos de donde había aterrizado. Un día llegaron con aparatoso despliegue y casi literalmente sembraron la escultura que estuvo echando tierra hacia el parque durante bastante tiempo. Lam será siempre bienvenido en nuestras plazas, pero la forma en que nos llegó la escultura, casi que fue como un meteorito clavado en el medio del parque.

Algo parecido nos ha pasado en algunos lugares sagrados de la ciudad en los que de la noche a la mañana nos han cambiado el paisaje, no siempre para mal, pero no siempre para bien. Aun me debato entre sensaciones contrapuestas cuando se plantan esculturas sin que los ciudadanos, sean partícipes de alguna forma de estas decisiones. Creo que el Caballo de Troya que nos visita, tal vez nos ayude a comprender mejor el lugar de esta flecha de bronce que en forma de pájaro,  escapando hacia el cielo, se erige en homenaje al  pintor de esa obra extraordinaria que es “La Jungla”.

La forma en que llegó El Caballo a nuestro parque ha sido sugerente: evocando nuestras experiencias previas pero trastocando el mito.  Armado pieza a pieza en complicidad con los vecinos y  acogiendo  a todos en su seno desde la primera noche. Enorme, pero nada pretensioso, contundente en forma y contenido, transitorio.  El Caballo que está en el parque de 15 y 16 en el Vedado, La Habana, nos ha puesto a pensar, nos sorprende y nos ayuda incluso, a tratar de comprender a algún intruso. Nos pide que no abandonemos los  sueños, que estemos dispuestos a recibir y a regalar, a maravillarnos como niños eternos, y a  luchar y trabajar por las cosas en las que creemos y que vale la pena compartir con los demás.

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