Fernando Martínez Heredia - La Jiribilla.- Una manera efectiva de presentar una publicación es pasar revista a su contenido, describir y valorar cada texto y resaltar los que le parezcan más significativos o trascendentes al presentador. Dos razones me persuaden, sin embargo, de no seguir ese método. La Gaceta de Cuba es una publicación que por su estructura y sus propósitos contiene una gran cantidad de trabajos en cada número —30 trae este—, lo que haría prácticamente imposible referirse a todos y decir algo más. Además, ustedes seguramente comprarán los ejemplares disponibles y los tendrán enseguida a su alcance.


Por otro lado, me parece más factible y atinado partir de las impresiones e ideas que me han sugerido los textos del dossier y algunos otros del número, y hacer algunos comentarios que dialoguen con los contenidos de esta entrega y con la riqueza de temas y sugerencias que contiene.

Como soy disciplinado, decidí no dedicar toda mi intervención a “Un viejo cuento de Jack London”, de Jorge Fornet, quien parte del famoso pasaje del Che, herido en Alegría de Pío, para ir construyendo un texto que me atrapó. Jorge muestra una capacidad de análisis muy notable, una formación cultural muy sólida y una información y unas citas manejadas óptimamente, para darnos más dimensiones de aquel encuentro entre la vida y la literatura del joven médico, lector infatigable desde niño, ante la muerte inminente en su bautismo de fuego. Claro que el deber ser del intelectual revolucionario forma parte del objetivo de Fornet, pero el autor no permite que su pensamiento sea anulado por su tema. El texto se mueve en varios planos, y se asoma a varios campos y a problemas realmente diversos. Con eso logra, sin duda, que el lector interesado se vea envuelto a su vez en necesidades, pensamientos y diálogos que el autor le ha sugerido. Jorge se ha metido en la materia misma de lo político desde lo literario, y en lo literario desde lo político, como sucede en la realidad y en los sueños y proyectos revolucionarios, y no como creen que es los administradores que “atienden” esos campos.

Es natural, entonces, que Fornet incluya varios momentos históricos cruciales, y actos e ideas de sus protagonistas. Algunos de ellos pertenecen a la primera etapa de la Revolución Cubana en el poder. Me place mucho leer su aproximación, diferente a la que se me habría ocurrido, como le cuadra a un exponente tan destacado de su generación. Me limito a hacer dos breves comentarios.

En “La última lucha de Lenin en la Revolución Cubana”, un texto que está en el libro Si breve…1, he explicado los propósitos, nada inocentes, del número 38 de la revista Pensamiento Crítico, dedicado al centenario del nacimiento de Lenin. Jorge Fornet se refiere al capítulo del libro de Jesús Díaz, “El marxismo de Lenin”, que abría el número. Quisiera aclarar que Jesús sí llegó a terminar aquel libro —discutí todo el original con él—, pero desistió de tratar de publicarlo, porque en nuestra coyuntura de 1971 consideramos que ese era nuestro deber como revolucionarios. Por lo mismo, decidí no terminar un libro que tenía muy adelantado, La teoría social de Marx. El segundo comentario es acerca de la presentación por Harry Villegas, Pombo, en la Casa de las Américas, el pasado 15 de febrero, del último libro del Che que se ha publicado, el Diario de un combatiente. Villegas tuvo una idea muy feliz: comparar las escuetas cuatro líneas dedicadas en el Diario a la decisión de llevarse la caja de balas y de la herida en el cuello, con lo que narra el Che acerca de ambos sucesos en Pasajes de la guerra revolucionaria. El resultado es muy interesante y guarda relación con el tema del dossier de este número.

De la edición 18º del Premio de La Gaceta, que tiene tanto prestigio, se publican en este número el Premio, “Ni una sola alma sola para nadie más”, de Raúl Flores Iriarte, y el relato ganador de la Beca de Creación Onelio Jorge Cardoso, “Caída libre”, de Zulema de la Rúa.

Me detendré en el dossier de este número dos, “¿Periodismo + literatura?” A pesar de la extrema diversidad de sus 13 trabajos, mi primera impresión advirtió tres cuestiones. Primera, un rescate muy rico en elementos y vivencias del periodismo literario —que así le llaman entre otros muchos nombres que también le podrían venir bien— de los años 60 en Cuba. Segunda, conocimientos, profundidad de análisis y rigor en los trabajos que abordan el tema mismo. Y tercera, críticas muy duras a los golpes recibidos y la casi desaparición de esta modalidad del trabajo intelectual en los medios cubanos contemporáneos. Esas críticas comienzan en la página misma de presentación del dossier, que registra la situación de alejamiento entre los que llama “artífices de la mejor prosa” y los trabajos periodísticos.

No me es posible abordar como quisiera estas cuestiones tan importantes, por lo que resaltaré solamente algunos puntos, y mis opiniones sobre ellos, sabiendo que resultaré parcial y omiso.

El florecimiento extraordinario del periodismo transido de literatura en los años 60 tuvo a mi juicio varios factores que lo hicieron posible. El principal es que la mayoría de los profesionales y de la gente semiculta o culta abrazó la causa de la Revolución, y al mismo tiempo trabajaron y se formaron junto a ellos —sin paternalismos ni mezquindades— contingentes de jóvenes revolucionarios de casi nula formación previa que ejercían talentos que —por suerte— tardaron en enterarse que poseían. Aquellos grupos les dedicaron a estos empeños toda su sensibilidad, su oficio, sus noches y sus días, su laboriosidad y tenacidad, su valentía política y su empeño de entregarse. El pueblo se estaba apoderando de su país, las personas de su condición humana y su dignidad, y la sed de saber y de ejercer el gusto no tenía límites. Todas las fuerzas culturales que poseía Cuba se habían puesto en tensión, por lo que aquel periodismo literario no podría entenderse sin un público ingente que, en gran medida, se estrenaba como lector, sin la politización revolucionaria de esa lectura y de la literatura, las artes y el periodismo, y sin la voluntad política de abrir cauces nuevos,  darles lugar a las creaciones, la originalidad y la conflictividad, irse una y otra vez por encima de la mera reproducción de lo existente y de lo establecido, y rechazar las camisas de fuerza pretendidamente socialistas que trataban de encuadrar y ahogar aquel movimiento.

Entonces surgió la necesidad de unir la belleza de la palabra, la narración de hechos, actitudes y sentimientos y la persuasión de la comunicación, y de poner el conjunto al servicio de tantos cambios y tantos crecimientos. Al mismo tiempo, era necesario utilizar y privilegiar los medios que fueran capaces de llegar a las mayorías, que estuvieran establecidos en el gusto y la costumbre de muy amplios sectores y que tuvieran una naturaleza y una agilidad que permitiesen tratar de inmediato las noticias principales o los hechos importantes que no se conocían, y complejizar en la vida cultural y noticiosa lo que era sumamente complejo, maravilloso y angustioso en la vida real que se vivía. Medios que pudieran dar cabida a la diversidad de criterios y perspectivas, a los argumentos y el debate entre ellos, a la polémica franca, es decir, que proveyeran el oxígeno que es indispensable al cerebro del cuerpo social que pretende cambiarse a sí mismo y generar una nueva sociedad y nuevas personas socialistas.

La base material, los técnicos, la cultura acumulada en los campos de los medios de comunicación fueron una condicionante muy favorable de ese florecimiento. La segunda república burguesa neocolonial había necesitado una libertad de expresión muy amplia y notable para servir a la hegemonía de la dominación y tratar de evitar una cuarta revolución en Cuba. A su amparo y al del democratismo se configuró y funcionó aquel orden caracterizado por profundas incongruencias entre las dimensiones fundamentales de la sociedad. La gente consumía aquellos productos y llenaba con ellos su vida intelectual y una parte de su vida espiritual, y aprendía también a utilizarlos con fines independientes y a veces opuestos al orden vigente. En los 60, la joven revolución nacionalizó y socializó aquella acumulación cultural de los medios, puso su sentido a favor de la gran transformación social, humana, política, ideológica y cultural, multiplicó su alcance e impulsó y enriqueció con sus contenidos la vida intelectual y espiritual de multitudes.

Todo el que se asoma hoy a aquellos medios queda muy impresionado. La difícil adecuación de indigentes habaneros al nuevo y hermoso barrio de Pastorita, los estudiantes universitarios subiendo al Turquino con Fidel, las firmas abakuá en el diseño gráfico de una publicación revolucionaria, lo que narran y lo que piensan los que acaban de combatir en Girón, comparten con otros cientos de materiales la capacidad de informar, cautivar, sugerir, educar, movilizar, y lo que muy atinadamente escogieron como bajante los presentadores del dossier: “el descreimiento de los límites entre las letras y el periodismo, la ideología y el arte”. Andan juntas las fotos voladas de muchachas armadas que toman helados u obreros improvisados que cortan caña, los reportajes sobre personajes pintorescos y las crónicas sobre héroes del trabajo, nuevos temas de conocimiento como la Ciénaga de Zapata o la vigilancia en las costas y los combates contra bandidos. Las obras de teatro se vuelven asuntos de las masas y el cine se convierte en expresión artística de la Revolución y arma del gusto. Milicianos y amas de casa leen El rojo y el negro, de Stendhal, por entregas, en el diario Revolución, y un joven obrero recorta el Autorretrato, de Van Gogh de una contracubierta de Bohemia para pegarlo en una pared.

Cira Romero nos informa que en un dossier del número 10 de La Gaceta, de diciembre de 1961, Ramiro Guerra, Calvert Casey, Graziella Pogolotti, Titón, Ricardo Porro, Retamar, Samuel Feijóo, Onelio Jorge Cardoso, Juan Blanco y Lisandro Otero, primer jefe de redacción de la revista, publican breves artículos de divulgación sobre campos del arte y la literatura. El dossier reproduce el que escribió Lisandro: “Hablar en prosa”.

Nuestro querido Ambrosio Fornet, que está celebrando sus 80 años, abre el dossier con una extensa y sumamente valiosa entrevista que le hizo Luis Raúl Vázquez. Entre otras cuestiones que expone, destaco la conciencia de literato con que enfrentó Ambrosio sus tareas periodísticas en aquellos años 60. Resalta la influencia del Nuevo Periodismo norteamericano, y la “intención del autor de dirigirse a alguien, como en un diálogo, y eso es algo que me parece hoy perdido en el periodismo cubano.” Y dice: “… éramos escritores o aspirantes a escritores que aplicábamos conscientemente las reglas del cuento en el reportaje o la crónica.”

Me traslado a otro texto del dossier, “La revista Cuba: una secta”, que contiene una entrevista al pinareño poeta y periodista Félix Contreras, muchacho trabajador trasmutado por la Revolución en instructor de arte, que opina: “El periodismo literario nace de la precariedad del poeta en todas partes. En América Latina el poeta lo ha inventado para comer, es un truco elegante”. Y narra su aventura personal dentro de una gran aventura de los 60, la revista INRA, que enseguida fue CUBA. Por su relato apasionado pasan los nombres grandes del periodismo, la fotografía y la literatura de la época. “Había como un élam, una mística por hacer periodismo a la sombra de la literatura”, dice. Pero más adelante añade: “No pensaba en estructuras narrativas ni en técnicas periodísticas.”

Un largo camino anduvieron juntos el espíritu libertario y el poder, criaturas de la Revolución. Pero todos los implicados y analistas se ven precisados a registrar el tiempo del gran desencuentro. Ambrosio Fornet lo expresa de modo muy preciso y exacto: “Se dividió la parcela. Los periodistas se dedicaron a la ideología y los escritores al arte”. Contreras lo narra: la asamblea en que les intiman a hacer periodismo o hacer literatura, y los tachan de mal ejemplo para estudiantes y jóvenes. Días después, él y algunos otros periodistas son expulsados.

Sin pretender extenderme demasiado, quisiera añadir que es necesario inscribir aquel golpe al buen periodismo revolucionario dentro de un evento desgraciado mucho más abarcador, del cual fue un capítulo: la eliminación del debate entre revolucionarios, el empobrecimiento y la dogmatización del pensamiento, la imposición del autoritarismo en los medios de comunicación y el campo cultural, el seguidismo ideológico a un canon extraño a la Revolución, las deformaciones de estructuras y la burocratización. Esto les abrió la puerta a males como la entronización de la censura y la autocensura, la simulación y el oportunismo, la desidia y el indiferentismo.

La Revolución había funcionado también con una fuerte incongruencia entre dimensiones fundamentales de la sociedad, como tenía que suceder en un pequeño país que salía de la dominación neocolonial y seguía siendo subdesarrollado, pero supo volver esa incongruencia a su favor, y así logró los cambios colosales de las personas y la sociedad, y venció en la defensa del proceso contra el imperialismo. El periodismo, la educación y la cultura habían desempeñado papeles muy relevantes en esa batalla. Pero ahora se reducía su alcance y el del proyecto liberador, y se reforzaba la comprensión del socialismo como un proceso de modernizaciones, más que de liberaciones.

Los pesimistas que reducen los tiempos de entonces acá a un desierto y a lamentaciones harán bien en leer los textos de Leonardo Padura y Omar Pérez, que muestran la complejidad del proceso revolucionario cubano y lo que puede hacer una nueva generación, si está dispuesta a asumir el trabajo, la rebeldía, la belleza y los riesgos. Sin embargo, ni uno ni otro pueden cantar victoria desde la experiencia de los años 80 que cuentan, porque los problemas y deficiencias principales han seguido en pie hasta hoy, aunque también con nuevos aspectos realmente diferentes.

No hablaré aquí de esa situación actual, ni de las encrucijadas y desafíos que plantea. Lo hizo Ambrosio al inaugurar la última Feria del Libro, lo hemos hecho otros, una y otra vez. Pero al volver sobre los años 60 de Cuba, no puedo dejar de decir que su examen y su recuerdo me angustian y, al mismo tiempo, me llenan de esperanza. Me angustia la posibilidad de que cada vez se torne más pequeña la huella que le hicimos al futuro. Pero me llena de esperanza constatar que en este país un océano de gente, tenida por inferior, incapaz o de baja moral por los servidores cultos de la dominación, se levantó y barrió todas las cadenas y todos los obstáculos que le impedían realizarse, y comenzó a levantar sus vidas y su mundo sobre nuevas bases. Los que hicieron aquel maravilloso periodismo literario y los que aprendieron y gozaron leyéndolo supieron hermanarse y enfrentarse juntos a cualquier tarea y cualquier riesgo, y a derrotar los imposibles, que es la clave de las revoluciones.

Por eso, al tocarme el privilegio de presentar el número con el que La Gaceta de Cuba celebra sus 50 años, siento una enorme satisfacción. Otra vez se hace palpable la incongruencia de nuestras dimensiones sociales: la cultura resulta un ámbito muy superior entre ellas en cuanto a su desarrollo como campo, el tamaño y la calidad de su producción, su conciencia de sí, su correspondencia con los niveles de formación y con la extraordinaria capacidad y las ansias de sus consumidores de saciar necesidades y gustos mediante los hechos y productos culturales. Y eso significa que la cultura tiene posibilidades de participar de manera descollante en el desarrollo de las personas, y en que midan menos el bienestar y el éxito por los cánones egoístas e individualistas, y por el afán de lucro y la posición social. Por consiguiente, los deberes de las personas dedicadas a la cultura que sean conscientes en este momento crucial de Cuba son inmensos. Y como los que hacen La Gaceta forman parte de la vanguardia de esa conciencia, estoy seguro de que pondrán el inmenso prestigio y la realidad de grandes logros de la publicación al servicio de la contienda tan difícil que se nos viene encima.

Pero hoy es día de celebrar, de festejar el aniversario, tan merecido, de La Gaceta de Cuba.

Nota

1. Letras Cubanas, La Habana, 2010.

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