Graziella Pogolotti - La Jiribilla.- Tomás Eloy Martínez fue un excelente narrador y periodista argentino. Como a tantos otros, las dictaduras le impusieron el exilio en Venezuela y México. Muy bien construida, inclusiva de pluralidad de voces, su novela sobre Perón provee un acercamiento a las múltiples facetas que intervinieron en un fenómeno político de hondas repercusiones en la historia y la vida de su país y reveló las quebraduras sociales ocultas tras el maquillaje europeizante de Buenos Aires. A modo de homenaje póstumo, Alfaguara ha publicado en fecha reciente su libro Ficciones verdaderas.


Para indagar acerca de los problemas de la novela histórica, el escritor acopió en este volumen un extenso número de textos documentales y literarios. Autor de relatos que aspiran a hurgar en lo más profundo del acontecer reciente, Tomás Eloy Martínez selecciona un muestrario antológico partiendo de una hipótesis de trabajo orientada a una indagación acerca de los modos de encaminar la sempiterna búsqueda de la verdad. Se trata de una reflexión ensayística que adopta, con acierto didáctico, la forma de antología. Pasajes de obras tan diversas como Macbeth, Los tres mosqueteros, Madame Bovary, El reino de este mundo o Crónica de una muerte anunciada se contraponen a las fuentes documentales que suministraron datos elementales de una anécdota transformada mediante una escritura creativa adentrada en ángulos específicos de la realidad según la orientación de cada proyecto literario. Los hechos cobran sentido una vez inscritos en una cosmovisión. Se desprenden de circunstanciales hechos baladíes para traspasar tiempos y contextos y sembrar en el lector interrogantes productivas en relación con su propia contemporaneidad. Aunque las intenciones fueran otras, el material resulta también útil herramienta para dilucidar en términos concretos la controvertida definición de lo literario.

La respuesta parecía fácil cuando los textos estaban sometidos a estrictas normas académicas. Sin embargo, la obediencia a las reglas no preservó del olvido a muchos escribientes respetuosos. En cambio, la gran herejía cervantina subvirtió el orden existente. Inventó un eclecticismo más transgresor que muchas innovaciones actuales. La literatura no consiste en un escribir bonito, aunque las cualidades expresivas de su modo de juntar palabras no sea desdeñable. Tampoco se reduce a la transcripción del inconsciente hablar en prosa descubierto por el burgués gentilhombre de Molière. Flaubert encontró la materia prima deseada en la crónica de un escándalo que sacudió la sociedad parisiense. La esposa de un escultor prestigioso en el mundo de la buena sociedad francesa, llenaba su ocio con sucesivos adulterios. Cubría a sus amantes de regalos para lo cual utilizaba su firma para empeñar los bienes del marido confiado. Llegado al punto de la confiscación, desaparecidas las últimas coartadas, escapó corriendo por los techos de París, imagen anticipatoria de un filme surrealista. De esa historia, el novelista extrae unos pocos elementos: el marido abusado en su honra y en su bolsa, así como la consecuente ruina. Elimina los elementos costumbristas, la falsa objetividad, y modifica radicalmente el contexto social. Traslada las luces de la capital a un reducto provinciano, acentúa la bondadosa mediocridad de Homais y construye una protagonista trágica, hecha de carne y sangre y, a la vez, representación tangible de las inquietudes del autor, angustiado ante el abismo que separa irremediablemente el ideal de la irremediable grisura cotidiana. Madame Bovary se despeñará en el suicidio. En La educación sentimental, Frédéric Moreau se quedará con un triste mechón de cabellos grises. El autor omnisciente se sitúa en la conciencia de la heroína. Más que la voz, la mirada revela la degradación progresiva de lo ilusorio a lo real, patente en los objetos y en el comportamiento del hombre que la condujo al precipicio. El valor expresivo de la palabra se revela en el fluir de la prosa, en su desnudez ornamental y en la eficaz precisión de los términos, tanto como en el ritmo interno ajustado a la implacable sucesión de los acontecimientos inscritos en la vida interior del personaje.

Madame Bovary tiene biografía propia, cuidadosamente individualizada. Su tragedia transcurre en un rincón definido de Francia. Pero la razón esencial de su desamparo se proyecta más allá de sus circunstancias geográficas y ambientales. “Madame Bovary soy yo”, la celebérrima frase del novelista, no es una boutade, es una posibilidad que habita en todos nosotros, apresados entre ilusión y realidad. Ella se aferró al deslumbramiento de un baile que le pareció fastuoso. Nosotros estamos sometidos a la imaginación de la crónica social, de las telenovelas y del cine. Porque la ilusión es también una necesidad para el género humano. La literatura, por tanto, se define por la distancia que separa lo documental del ejercicio creativo, de una incisión a fondo en la pátina de lo aparente para conjurar el vislumbre de una verdad.

A pesar de su arraigado pesimismo, Gustave Flaubert había encontrado el sendero de la fe, ese poderoso alimento que induce al sobrepasamiento de sí, derribar muros, a explorar lo ignoto, al sacrilegio supremo en favor de una idea. Para hacer su obra, se sometió a la dura disciplina de un picapedrero y padeció lo indecible en procura de la palabra exacta. Reconocido por los happy few, tuvo que enfrentar el estúpido moralismo de los tribunales que no supieron leer el sentido profundo de Madame Bovary. La vida no puede desembocar en el suicidio o en un triste mechón de cabellos grises. Todos necesitamos forjar ilusiones y tomar la medida de las realidades. En el mundo contemporáneo, y en cierta medida en nuestro país también, el abandono de ciertas concepciones humanistas en virtud de la influencia avasalladora de un pragmatismo inconfeso o desembozado, ha restringido progresivamente la presencia de la literatura en la formación de las  nuevas generaciones. Los escolares de otrora disponían de manuales de lectura contentivos de un muestrario de textos escogidos. Más tarde, en el bachillerato, se sistematizaba la enseñanza de las literaturas española, latinoamericana y cubana. Era un modo de crear el hábito de leer desde las edades tempranas. Parece, entonces, indispensable plantear el tema desde una perspectiva utilitaria.

Comenzando por lo más pedestre, el dominio de la lengua es indispensable para el pleno ejercicio del pensar. Por la complejidad de la sintaxis y la riqueza del léxico, el español dispone de una excelente capacidad para expresar matices e ideas que sobrepasan los límites reduccionistas de la simpleza. Las nuevas tecnologías favorecen una comunicación rápida, extensa y eficiente, pero conducen a un progresivo empobrecimiento del idioma. El fenómeno ha sido comprobado de manera empírica por profesores en algunos países de nuestra América, quienes advierten la repercusión del estilo telegráfico con abundante empleo de fórmulas devenidas en clichés en los trabajos escritos por sus alumnos, todo lo cual resulta en extremo grave en los niveles universitarios requeridos de alguna densidad de pensamiento. Esta mutilación involuntaria tiene serias consecuencias en el plano de la sociedad y la política de las naciones. Restringe a las elites (los tanques pensantes) la posibilidad de participar, subvierte la democracia al convertir el debate público en espectáculo para las masas, mientras las minorías tienden a reproducirse cerrando el acceso a otros sectores de la población.

Al presentar su traducción latina de las fábulas de Esopo, Fedro se sintió obligado a defender el papel de la literatura. Afirmaba que su virtud es doble, que mueve a risa y aconseja una vida prudente. Pudiera añadirse, además, que la risa propicia un útil ejercicio crítico, sacude la modorra mental, evidencia lo grotesco disimulado tras la rutina y desgarra muchas zonas de silencio. Por lo demás, mi profesor de Sicología, Alfonso Bernal del Riesgo, insistía en que la risa oxigena la sangre. En edades oscuras, se imponía la autoflagelación, aunque subsistía el carnaval como válvula de escape hasta que se abrieron las puertas para la reconciliación del hombre con la vida terrenal. Enseñar divirtiendo fue la divisa de los clásicos. Pero se cometería un error de consecuencias irreparables al reducir su función a un mero instrumento pedagógico. La cultura y, en especial, la zona comprometida en el uso de la palabra, constituyen una vía privilegiada para la construcción del yo. Al nacer somos un mapa genético y, según algunos teóricos, guardamos memoria confusa de nuestra estancia en el útero materno. Todo lo demás, incluyendo lo que tradicionalmente se ha denominado alma, se incorpora a través de la vida. Así, vamos llenando un inmenso catauro con saberes, costumbres, convicciones, sin desdeñar un constante refinamiento de la sensibilidad. Ante nosotros se levanta paulatinamente la infinita complejidad del mundo. Los colores primarios se desdoblan en matices y se abren interrogantes siempre renovadas. La conciencia de la cultura propia objetivada en el poder de la palabra, permite ahondar el conocimiento del otro a través de la revelación de lo más profundo del yo con sus contradicciones y sus vericuetos más ocultos. Tal es lo esencial del “conócete a ti mismo” proclamado por los griegos.

Ahora, en esta etapa crepuscular de la era Gutenberg, la preservación del contacto íntimo con el texto literario resulta más necesaria que nunca. El actual desarrollo de los medios audiovisuales impone un mensaje unidireccional. A pesar de los esfuerzos por favorecer fórmulas interactivas, la persona humana se somete a un proceso homogeneizador conducente a la aniquilación de los rasgos que la particularizan. La uniformidad de gustos y criterios, el poder avasallador de algunas imágenes cercenan la iniciativa, la creatividad y el pensar independiente. El mercado que revitaliza la industria y procura evitar las crisis de superproducción generando nuevas necesidades, multiplica la apetencia de bienes materiales y desplaza los espacios conquistados por los valores espirituales. Algunos tienden a creer que las ideas religiosas pueden llenar ese vacío mediante el rescate de distintas formas de trascendentalismo. Sin embargo, en la cultura reside la mayor fuente de valores espirituales. Suelen confundirse individualidad e individualismo. El sufijo “ismo” señala el confluir de una tendencia (surrealismo, vanguardismo, marxismo) y, a veces, la exacerbación deformante de un fenómeno con el teoricismo. El crecimiento de la individualidad no implica necesariamente la asunción de actitudes ególatras. El fluir del yo, sus aguas profundas albergan la razón y los sentimientos, la memoria y los imaginarios. De ahí su resistencia, su sentido de pertenencia, su capacidad para comprometerse en una causa y de construir puentes solidarios para defenderla.

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