Fernando Martínez Heredia - La Jiribilla.- “La terminología ‘Protesta armada’, introducida por los independientes de color en el léxico de las luchas cívicas de nuestro país, quiso expresar, según el criterio de sus creadores, una forma, un modo de lucha, frente a la Enmienda Morúa, que variase el procedimiento meramente pacífico que habían puesto en práctica hasta entonces.”

Serafín Portuondo Linares: Los independientes de color


Pasar al campo, a la ilegalidad, era dar un paso fuerte en las prácticas políticas durante las tres décadas que duró la primera República cubana. Era introducir un hecho consumado y una prueba de fuerza, disminuir el tamaño del poder del Gobierno y retar su autoridad. Podía llegar a cuestionar su legitimidad, cuando se hacía por grupos organizados que expresaran una propuesta más o menos general sobre los asuntos públicos. Solía tener uno entre dos propósitos: a) crear una nueva situación, mediante la amenaza de la fuerza, que obligara a los gobernantes a negociar y hacer concesiones para obtener el regreso a la normalidad; b) debilitar al gobierno, como parte de un esfuerzo que podía llegar a derrocarlo, pero no mediante la victoria militar de los alzados, sino reclamando o facilitando la acción de otros factores que fueran decisivos para lograrlo.

Vista en perspectiva histórica, la protesta armada en aquella República cubana era un recurso político del que no se abusaba, y que coexistía con otras violentaciones del estado de derecho, como el asesinato selectivo por parte del gobierno —“lo mandaron a matar”, se decía— de líderes sociales, periodistas o políticos. No pretendía convertir al golpe militar en última razón de los pleitos políticos, lo cual preservaba en lo esencial a las fuerzas armadas en su integridad institucional y funcional en un plano de servicio más general al sistema de dominación.1 Los políticos procedentes del campo mambí —que controlaron en lo esencial la dimensión política del sistema durante la primera república— apelaron a la protesta armada cuando lo creyeron necesario y posible.

En los primeros años de la República esa actitud tenía algo de retorno a la personalidad original que les había dado significación social a esos políticos, la de insurrectos, pero ahora como recurso o como amenaza a favor de determinados intereses, no como la decisión de vida o muerte en pos del ideal que había sido durante la Guerra de Independencia. Era una apelación, entonces, también, a su prestigio personal, y al origen de su clientela política. No se les reconocía en estos casos por las dignidades electivas que tenían o habían tenido, ni por cargos civiles, sino por el grado militar que habían alcanzado en 1895-1898, y muy pronto por otros grados de mayor rango que dieron en atribuirse durante estos conflictos republicanos. En el lenguaje coloquial de la época se marcaba la diferencia entre los dos tipos de grados militares mediante comentarios como: “él es general de guerrita”, y no de “la Guerra”, que siempre era, cuando no tenía apellidos, la del 95. Se usaba sobre todo en la vida pública, como un calificativo elogioso que acompañaba al nombre; por ejemplo, “General Manuel Delgado”. “Mayor General Loynaz del Castillo”.

La protesta armada solía bautizar su instrumento con un nombre pretencioso, utilizando la palabra “Ejército” seguida de un calificativo. Por ejemplo, en 1906 fue “Ejército Constitucional”. Durante su protesta armada, los independientes de color utilizaron el apelativo de Ejército Reivindicador.2 Los jefes de estos alzamientos expedían diplomas con grados para sus parciales más destacados o más favorecidos por ellos. Si la situación tenía cierta duración, llegaban a generalizar grados subalternos, y “ascender” a algunos que ya tenían grados.

En cuanto la protesta armada revestía alguna importancia, era una constante que las partes pidieran y trataran de obtener alguna actuación a su favor del gobierno de los EE.UU., o al menos su consentimiento, dado el control práctico y legalizado que en última instancia ejercía ese gobierno sobre los asuntos cubanos y sobre la propia República. Así sucedió en 1906, en 1917 y en 1931, los tres momentos en que se desataron conflictos civiles armados de alguna envergadura durante la primera República burguesa neocolonial, en los cuales se enfrentaron políticos a causa de reelecciones presidenciales. Las principales fuerzas políticas de aquella época —las que estaban en el gobierno y las de los alzados—, acudieron abiertamente al recurso del arbitrio norteamericano. En 1906, el presidente Estrada Palma prácticamente forzó una intervención que se convirtió en una ocupación que duró dos años y cuatro meses; en el segundo caso —el de “La Chambelona” —, el gobierno de EE.UU. le volvió la espalda a José Miguel Gómez y apoyó a Mario García Menocal; y en el tercero, en el que coincidieron los esfuerzos de revolucionarios y de politiqueros, Washington mantuvo su apoyo a la dictadura de Gerardo Machado.3 Todos los protagonistas de aquellos tres eventos —excepto Miguel Mariano Gómez, nacido en 1889, en el caso de 1931— habían participado en la revolución independentista de 1895.

Lo que podemos llamar veteranismo fue una actitud cívica existente desde el fin de la Guerra de Independencia hasta que comenzó la Revolución del 30. Desde los “centros”, la Asociación Nacional o a título personal, oficiales y jefes libertadores exponían reclamos sociales, denunciaban males de la República y movilizaban “fuerzas cívicas”. En términos generales, constituían una reserva moral muy prestigiosa de la nación. Pero el sistema político no podía excluirlos. Los partidos políticos principales habían nacido de algunas de sus actividades y del liderazgo de antiguos mambises, y los nexos provenientes de la guerra estaban en la base de buena parte del clientelismo republicano. Fue inevitable que el veteranismo se utilizara como instrumento de negociación o presión dentro del sistema político, y que algunas de sus experiencias se convirtieran en lugar de manipulación y politiquería.

Entre 1909 y 1912, el veteranismo organizado tuvo su etapa de mayor influencia en los asuntos públicos; sus campañas contra la corrupción administrativa y los colaboradores de España durante la Guerra de Independencia que ocupaban cargos públicos presionaron mucho al gobierno y preocuparon a los imperialistas. Pero esa actividad cívica fue mediatizada por la habilidad y la corrupción de los gobernantes, y por ambiciones personales. El poderoso Consejo Nacional de Veteranos fue convocado el 22 de mayo de 1912 con motivo de la protesta armada de los independientes de color, pero a pesar de algunas iniciativas conducentes a mediar para que pudieran acogerse decorosamente a la legalidad, su dirección optó por el apoyo abierto a la gran represión.4

Por cierto, casi 12 años después, el Secretario de Gobernación durante la matanza de 1912, coronel Federico Laredo Brú, apeló a la protesta armada en el marco del movimiento llamado de Veteranos y Patriotas, contra el presidente Alfredo Zayas. Se “alzó” en la región de Cienfuegos con unas cien personas, pero el presidente de la República fue a verlo, se entrevistaron y lo convenció, con ayuda de una entrega de dinero. Laredo se desalzó tranquilamente. Ya se había consumado una realidad histórica: el veterano, la primera personalidad cubana que no lo fue por su posición social y económica ni por su raza, seguía gozando de gran prestigio social; pero un buen número de veteranos eran despreciados por ser políticos corruptos, aprovechados nuevos ricos mientras la mayoría de sus compañeros vivía con modestia o en la miseria, y entreguistas de la patria al imperialismo norteamericano.5

José Miguel Gómez, el presidente de la República y, por tanto, máximo responsable de la matanza de 1912, fue un político muy activo desde los tiempos de la primera ocupación norteamericana, cuando fue gobernador de la provincia de Santa Clara. En 1906 presidió el llamado Comité Revolucionario que se responsabilizó con la protesta armada contra el presidente Estrada Palma, y participó en el proceso político que culminó en la segunda ocupación. En 1908 logró ser postulado para presidente por el Partido Liberal y obtuvo la victoria; en esa coyuntura se preocupó por obtener el visto bueno norteamericano.6 Ante la “brava” electoral mediante la cual se reeligió el presidente Menocal —con la venia norteamericana—, José Miguel fue el jefe del alzamiento de La Chambelona, pero el gobierno reelecto fue apoyado por la metrópoli neocolonial. La continuidad y la “mano dura” de Menocal eran más convenientes a sus intereses económicos en expansión en 1917. Pero hubiera sido injusto sospechar de Gómez en ese campo: su gobierno no había puesto ningún obstáculo a la explotación neocolonialista, y registró hechos como la concesión de la colosal estafa del dragado de los puertos de Cuba.

Dada la sujeción de la República al poder extranjero, las protestas armadas no se diferenciaban de las demás actuaciones políticas de alguna importancia que no fueran abiertamente subversivas respecto al sistema dominante. Por consiguiente, ellas siempre debían contar con la aprobación de EE.UU., o no ser vistas como una oposición a su dominio. Así sucedió durante toda la primera República, hasta el gran choque entre los que aceptaron o no ese requisito durante la llamada Mediación norteamericana, en la primavera de 1933, que provocó una división insalvable entre los opositores a la dictadura de Machado y la consiguiente profundización de la Revolución del 30.7 Todavía a fines de 1935, el estreno de la nueva dominación que se institucionalizaba a través de elecciones presidenciales fue sometido a la intervención política yanqui; esta vez les tocó conformarse ante las decisiones del gran elector al líder conservador Mario García Menocal y al liberal Carlos Manuel de la Cruz.

Los datos que se han manejado acerca de actividades de dirigentes del Partido Independiente de Color previas al alzamiento del 20 de mayo de 1912 tipifican la preparación de una protesta armada. Es obvio que no se preparan acciones de este tipo sin utilizar algunos recursos de conspiración, para asegurar la coordinación y el éxito del efecto inicial. Y es obvio que se utilizaron algunas expresiones públicas amenazantes, como cuadra a la naturaleza de una protesta armada inminente. Lo que me parece destacable como algo singular en aquel movimiento fue la posición ideológica de los protestantes: enarbolaban ideales de igualdad racial y respeto social, y exigían la derogación de una ley que consideraban negadora de sus derechos ciudadanos, en vez de rechazar resultados electorales o exigir que no continuara en su cargo el presidente de la República.

La fecha misma escogida por los protestantes, el décimo aniversario de la instauración de la República, nos remite a la ideología de los independientes de color. Hemos peleado durante casi cuatro años —parecen decir— con las armas cívicas que la República les ha dado a sus ciudadanos, pero, como antiguos mambises o herederos de ellos, estamos dispuestos a reivindicar que la Revolución, que fue la creadora de la República, se hizo con fines superiores como el de la igualdad de derechos y oportunidades de todos los cubanos, y ellos han sido burlados. Por consiguiente, apelamos al método original revolucionario para exigir que se restablezcan los derechos ciudadanos que se han negado a nuestro partido.

El hecho histórico es que los independientes de color no hicieron acopios previos de armas para al menos garantizar el inicio exitoso de una contienda, ni tuvieron plan alguno de operaciones militares, ni se fragmentaron en guerrillas pequeñas. Por otra parte, un enorme número de ellos tenían experiencias de guerra irregular —en algunos casos, descollantes— y habían actuado hacía 15 años en el terreno en que ahora se alzaban, lo conocían a fondo y tenían a su alcance una gran red de vínculos de parentesco y de antiguas lealtades. Por tanto, es indudable que no pretendieron emprender una guerra ni derrocar al gobierno. Sus acciones violentas parecen ser, en unos casos, del tipo de propaganda armada, y en otros, producto de la persecución que los alcanzaba. La investigación concreta de los sucesos acaecidos, que ya registra progresos notables, brindará más conocimientos acerca de la composición, las motivaciones y los actos de los participantes en la protesta.8

Lo que sucedió en la zona de Cienfuegos durante la protesta armada de 1912 es algo más que un dato curioso, y debe ser tenido en cuenta para lograr una comprensión general de aquel evento. Un prestigioso coronel del Ejército Libertador y líder social en Lajas, el negro Simeón Armenteros, levantó una partida el 20 de mayo, que cortó líneas de telégrafo, quemó un puente del ferrocarril, requisó armas y parque a los vecinos de un central azucarero, al grito de “¡Viva Estenoz y abajo la Ley Morúa!” El general libertador Higinio Esquerra —que en la guerra había sido su jefe en la Brigada de Cienfuegos— fue el encargado de reprimir este movimiento. Aunque en la región villareña hubo algunos crímenes, abusos, movilizaciones e histeria, el elusivo insurrecto permaneció en el monte hasta que decidió presentarse, lo cual realizó de modo pacífico y fue tratado con mucho respeto. Lo mismo sucedió con otro jefe de alzados en la zona, Felipe Acea.9

Los independientes de color no hicieron ninguna solicitud de que los EE.UU. volvieran a ocupar a Cuba —lo que sí hizo el primer presidente de la república cubana—, y los documentos que sus jefes escribieron o aquellos en los que se les atribuyen declaraciones, no contienen más expresiones que las esperables en su caso, entre otras que son, por cierto, muy dignas y patrióticas. No es posible parangonar su actitud con la obsecuencia ante el poder de EE.UU., la aceptación de que el país carecía de soberanía y, en algún caso, el racismo más brutal, expresados durante los días críticos de 1912 por personalidades que tenían un rango y un apoyo social incomparablemente mayores que ellos.

Los protestantes de 1912 y otras personas no blancas —involucradas o no en el alzamiento— fueron víctimas de una matanza atroz, sobre todo en Oriente. Se ha estimado el total en unos tres mil, la gran mayoría asesinados durante el mes de junio por el Ejército, ayudado por fuerzas auxiliares de voluntarios. El dato general abisma; las narraciones solo nos asoman a un fragmento del horror que se desató.10 Jamás se emprendió una acción judicial contra los victimarios, ni hubo un reconocimiento oficial de que se había cometido un gran crimen, ni se brindó ayuda o indemnizaciones a familiares. Los alzados sobrevivientes convictos y condenados a prisión vivieron una odisea hasta lograr salir libres, mediante un “perdón” cocinado en los vaivenes de la política al uso, en una república que amnistiaba rápidamente los delitos políticos, y en la que el indulto a delincuentes era motivo de escándalo permanente. La impunidad y la ausencia de una conciencia nacional de rechazo a la matanza fueron los saldos más perversos de aquel evento.

A un siglo de distancia y en pleno rescate del olvido, se pueden apreciar, al fin, los rasgos principales de aquella tragedia, y sacarles provecho a las lecciones de la historia. Aquellos hechos y aquellas actitudes mostraron al desnudo el profundo retroceso que implicó la primera República burguesa neocolonial respecto a las realidades conquistadas por el naciente pueblo en la Revolución del 95 y en las jornadas cívicas durante la ocupación norteamericana. La ola de conservatismo social que complementaba al liberalismo económico y la democracia política anegaba la vida, las relaciones y los sentimientos, y a su amparo florecían la naturalización de las desigualdades y la estratificación, el predominio del egoísmo, las estrategias de sobrevivencia o el afán de lucro, la indiferencia ante la miseria, las ilegalidades y las prácticas nocivas desde el poder, y la creencia en la incapacidad del cubano para el autogobierno. El mundo político combinaba demagogia, corrupción, derechos políticos y ejercicios de ciudadanía nada desdeñables, fortalecimiento del Estado al mismo tiempo que mayor sujeción a los dictados de EE.UU., primacía del nacionalismo, politiquería, autoritarismo y crímenes.

El formidable racismo antinegro de la Cuba decimonónica, tan duramente golpeado por las revoluciones, se trasmutaba con ayuda de la ideología del racismo científico —en su apogeo entonces en el mundo, con su lustre moderno y colonialista— y de los aportes provenientes del predominio de EE.UU., que vivía también un apogeo del racismo. El racismo cubano siempre se entendió muy bien con el progreso, la civilización, la mundialización del capitalismo y la imitación subalterna del colonizado.

Pero las acumulaciones culturales reúnen elementos de diferente entidad, antigüedad, eficacia y consumidores. Funcionan, entonces, como un complejo que exige discernir y analizar a la hora de entenderlas. La construcción social de razas y racismo resultante de la posrevolución, a inicios del siglo XX, incluía avances y regresiones, novedades y permanencias.11 Ella registró una disminución del racismo a partir de las experiencias y los ideales de la gran epopeya compartida por hombres y mujeres de todos los colores y condiciones sociales, el aumento de capacidades y de autovaloración de miles de negros y mulatos, la generalización de las relaciones características del sistema capitalista, las bases expresas de la república y la ideología patriótica. El racismo se refugió en las normas del orden social y en la vida “privada”, se hizo más sutil y revistió formas hipócritas.

Los sucesos de 1912 sacaron a la luz al racismo en todas sus modalidades, desnudo y con escándalo. El desprecio insondable por el otro, tenido por inferior, inadaptable, inmoral o peligroso, desprecio aprendido en innumerables agencias sociales; el traspaso de la culpa de haber explotado y aplastado a un millón de personas, a los descendientes de las víctimas; la necesidad de fundar en la naturaleza y no en una sociedad determinada el derecho a oprimir, hacer violencia, humillar, predominar sobre otros seres humanos. Es decir, el racismo unificante y popular. Unido a él, el racismo que busca fundamento en la biología y el evolucionismo, en la sociología y la criminología, que aparece en libros y es divulgado por la prensa, que es explicado por la fatigosa misión que tiene el hombre blanco de civilizar a todas las demás razas, inferiores, que pueblan el planeta. Es decir, el racismo culto que sueña con blanquear a Cuba, que permite al colonizado alternar y consumir un turno como si fuera colonialista. Y el racismo que niega serlo, que se viste de cubano y de patriota, que acusa de racista a los que protestan o reclaman, o no comprende por qué se disgustan, que maneja la esfera política y se desentiende del racismo que se vive concretamente en la sociedad.

Más allá de la cuestión racial, 1912 también nos dice mucho de la sociedad republicana organizada durante la posrevolución, a inicios del siglo pasado. Ante todo, la entraña criminal de todo sistema de dominación, que asoma ante el peligro de perder el consenso. Enseguida, los límites férreos que tenían el estado de derecho y la utilización práctica de la institucionalidad formal y el sistema político, reconocidos todos formalmente. No se podía permitir que una lucha contra opresiones e iniquidades sociales tuviera un vehículo expresamente político, ni era tolerable que la gente de abajo se organizara como tal, para sí. Mucho menos que apelara a un recurso tan extremo de la política como era la protesta armada. Aunque las escenas de la tragedia estén cargadas de las coyunturas del día y los intereses de los notables y sus organizaciones, se impone el sentido general del hecho: un gran escarmiento, que fije en la memoria y el olvido las fronteras que no pueden traspasarse.

Al mismo tiempo, nos enseña hasta dónde puede llegar el desarme de las fuerzas, los valores y los ideales. Los años de los independientes de color son los mismos en que las organizaciones políticas y la mayoría de las personalidades abandonan el reclamo del cese de la Enmienda Platt. En el verano de 1912 resalta la indiferencia de la mayoría ante el asesinato masivo de cierto tipo de paisanos suyos. De inmediato viene la ola de exportaciones, inmigrantes, prosperidad, nuevos consumos y nuevas ideas; corren el dinero y los automóviles. Pero se incuban males que estallarán al final del camino. Veinte años después, el asesino de Pedro Ivonet es el más famoso criminal del Machadato: todos le llaman “el Chacal de Oriente”. Tuvo que venir una nueva revolución para que las cubanas y los cubanos de todos los colores recobraran fuerzas, valores e ideales, derrocaran aquella república podrida e hicieran avanzar otro gran trecho la libertad y la justicia.

Notas:

1. Una de las especificidades notables de la primera república burguesa neocolonial en Cuba fue la ausencia de golpes militares como causa de cambios de gobierno. Solo en febrero de 1917 se produjo una participación militar significativa —el alzamiento del 2º Distrito Militar, de Camagüey— en una protesta armada que buscaba claramente forzar la dimisión del gobierno, la llamada Chambelona. El 4 de septiembre de 1933, en plena bancarrota de las instituciones de aquella república, causada por la Revolución del 30, una asamblea de soldados y clases que se puso de acuerdo con revolucionarios radicales depuso a los oficiales y al Gobierno. La caída del Gobierno Revolucionario Provisional que se había establecido a partir de ese movimiento, el 15 de enero de 1934, fue producto de una imposición militar, dirigida por el joven jefe del Ejército, Fulgencio Batista, pero estos se vieron obligados a reunir la Agrupación Revolucionaria (la llamada Junta Revolucionaria de Columbia), órgano creado por aquel movimiento y presidido por un estudiante, que discutió la sucesión presidencial. (Ver F. Martínez Heredia: La Revolución cubana del 30. Ensayos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2007, pp. 67-68 y 80).

2."…una manera muy sutil de darle apariencia militar a una revuelta desorganizada y confusa.” Zoe Sosa Borjas: “Acerca de los sucesos de 1912 en El Cobre”, en A cien años del alzamiento de los independientes de color, Comité Provincial de la UNEAC, Santiago de Cuba, 2012, p. 16.

3. Sobre esta última “guerrita” republicana ver Martínez Heredia, ob. cit., sobre todo pp. 47 y 159-160.

4. Sobre esta última “guerrita” republicana ver Martínez Heredia, ob. cit., sobre todo pp. 47 y 159-160.

5. Serafín Portuondo Linares dedica el capítulo XX de su obra Los independientes de color. Historia del Partido Independiente de Color (Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, La Habana, 1950) al tratamiento que el Consejo Nacional de Veteranos le dio a la protesta armada de 1912. Este libro, el primer trabajo historiográfico fruto de una investigación sobre el Partido Independiente de Color (PIC) y la matanza, maneja con extraordinaria destreza un cúmulo de fuentes y hechos, y hace un buen número de valoraciones, a mi juicio acertadas en su mayoría. El autor hace críticas al PIC, algunas de peso, pero los rescata del olvido y expone con admiración sus ideas, sus actos y su sacrificio. Portuondo era un estudioso marxista y tenía veinte años de experiencia como cuadro del Partido Comunista de Cuba, después Unión Revolucionaria Comunista y por último Partido Socialista Popular. Su libro no fue reeditado durante medio siglo, pero no por contumacias del racismo. Al fin salió una segunda edición por Editorial Caminos, Centro Martin Luther King, La Habana,  2002.

6. Con ironía y cariño, Julio Antonio Mella llamó a Rubén Martínez Villena “el único patriota de los veteranos”. Pocos años después, en 1930, los jóvenes que salían a la palestra como revolucionarios esgrimían la fusta. Pablo de la Torriente Brau escribió en “Arriba muchachos”, un ardiente manifiesto: “Podrida está la generación que hizo la República. Está podrida y apesta. ¡Echémosla al cesto! ¡Y que nos siga, con renovado aliento, el viejo que conserva limpia su vergüenza!” (Alma Mater, 1930. En Pensamiento Crítico Nro. 39, La Habana, abril de 1970, p. 108.

7. er Jorge Ibarra Cuesta: Cuba: 1898-1921. Partidos políticos y clases sociales, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1992, pp. 298-299.

Casi al inicio de un capítulo dedicado al análisis del gobierno de Gómez (1909-1913), Ibarra sintetiza: “Las características más notables de la administración de José Miguel Gómez pueden resumirse del modo siguiente: institucionalizó la corrupción política y administrativa; amplió el radio de influencia de la burocracia; organizó el ejército a su imagen y semejanza; alentó el desarrollo industrial de la burguesía española; introdujo reformas que representaron un mejoramiento para la clase obrera; y evitó cuidadosamente todo enfrentamiento con la relación neocolonial.” (Ob. cit., pp. 302-303.)

8. El revolucionario más avanzado de aquel momento, Antonio Guiteras, logró reunir hombres y 62 fusiles, para tomar el cuartel de Bayamo y pasar a hacer guerra de guerrillas en la Sierra Maestra, pero antes de llegar a actuar se desplomó la dictadura machadista, el 12 de agosto, lo que dio lugar a una nueva situación. El nombre que puso Guiteras a aquella empresa de su organización Unión Revolucionaria era “Plan de Bayamo, contra la Mediación”. Ver José Tabares del Real: Guiteras, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973, pp. 218-220.

9. Es justo reconocer entre los pioneros de esas investigaciones a Louis A. Pérez Jr., que parte de un pormenorizado y sugerente análisis de las estructuras sociales y las actividades económicas en Oriente de inicios del siglo XX, para tratar de comprender la matanza en relación con la represión burguesa contra el campesinado oriental para favorecer el control latifundista de la tierra por parte de las compañías imperialistas y cubanas. “Política, campesinos y gente de color: la ‘Guerra de Razas’ revisitada” (1986). Fue publicado en Cuba en Caminos Nro. 24-25, La Habana, 2002, pp. 52-72; reproducido en la Antología Raza y racismo, Editorial Caminos, Centro Martin Luther King, La Habana, 2009.

10. Ver Alejandra Bronfman: “Más allá del color: clientelismo y conflicto en Cienfuegos, 1912”, en F. Martínez, R. Scott y O. García: Espacios, silencios y los sentidos de la libertad. Cuba entre 1878 y 1912, Ediciones UNIÓN, La Habana, 2001, pp.285-294.

11. La jefatura militar lo dice claramente: “Hágase cargo de lo difícil que es tener casi sitiado un monte de ocho o diez leguas, y nuestras fuerzas hacen allí una verdadera carnicería”. De un informe del General Monteagudo al presidente Gómez, fechado en el Cuartel General de operaciones, el 28 de junio de 1912 (Portuondo Linares, ob. cit., p. 191). Un anciano lo cuenta, 84 años después: “…traían a los negros en fila, amarra’o, muchos, muchos, en cantidad y lo’ mataban y lo’ tiraban en un ‘cañaón’ y le echaban gasolina y le daban candela (…) No podían ver a un hombre que fuera negro que no lo mataran (…) A mi papá y a mi tío lo’ mataron como a perros. Mi tío no estaba en na’, mi papá sí.” (Testimonio de Juan Mata Vinent, a Daisy Rubiera Castillo, 1996. Publicado en Daisy Rubiera: “La masacre de 1912: memorias del olvido”, Granma, La Habana, 2 de junio de 2012, p. 3.

12. Ver F. Martínez Heredia: Andando en la Historia, Ruth Casa Editorial/Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, La Habana, 2009, pp. 119-123.

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