Luis Álvarez Álvarez - Cubaliteraria.- El amanuense, reciente novela de Lourdes González, (1) tiene un rostro más que peculiar en el contexto de la narrativa cubana. Ante todo, tiene una límpida factura estilística de novela lírica, en la cual las aristas más punzantes de la realidad son asumidas, pero bajo una meditación subjetiva de una intensidad impecable. En tal sentido tiene su antecedente mayor en Jardín, de Dulce María Loynaz, otra novela lírica concentrada de manera obsesiva en el mundo interior del protagonista.


Pero El amanuense está lejos de la atmósfera de ensoñación de Jardín: muy al contrario, a pesar de sus aparentes celajes y velos que parecerían difuminar la realidad, su aspiración es aferrar el día cotidiano, pero desde ángulos poco frecuentados por la narrativa cubana; encerrado en el mísero cuarto de un edificio paupérrimo, el amanuense, innominado y gris, pasa balance a la vida a través de los vocablos que constituyen su modo de vida y su pasión:

Se descalza, suspira como un niño y se dedica al juego de las palabras que han perdido valor, es una distracción que ha inventado para soportarse, se entretiene anotando en un papel aquellas palabras que alguna vez significaron un concepto que la vida comenzó a anular o a transformar. Hoy, esas palabras son: salario, ultraje, regalo, horno, vacaciones y, por supuesto, atlantes. (2)

El lenguaje, desde luego, es una cualidad señalada del texto: hay un señorío maestro en el manejo de cada vocablo. Pero lo esencial, más allá del lenguaje mismo, es la construcción de una parábola estremecedora sobre la escritura misma.

A través de una atmósfera asordinada y que, además, resulta cuidadosamente desbastada, Lourdes González traza un panorama singular de la vida de la escritura, estrechada, destilada, hasta no ser más que eso: reproducción de palabras sobre un papel, ni siquiera literatura misma, sino expresión. El hecho de que el protagonista sea un amanuense, un mero escriba de los temas más abstrusos, condenado a hacer un trabajo que para el lector queda como una tarea difusa, que el lector siente como muy cercana —en esos envíos que trae un mensaje innominado desde un sitio que no se menciona nunca, como tampoco el destino de esas versiones manuscritas e interminables que el amanuense debe realiza— de ciertas atmósferas ominosas de Kafka. En efecto, el amanuense cumple un destino de vida, no un mero oficio. Lourdes González subraya su carácter de ser humano atado al lenguaje, más allá de la función que ejerza en un texto. Con cuidado se evita, en la sucesiva manifestación de fragmentos de lo que el amanuense debe copiar, transformado en una versión suya, la idea de que es un creador literario. Por eso mismo la escritura de arte queda más desnudada todavía en su esencia de malabarismos insondables con el lenguaje: pocas veces, tal vez nunca, la narrativa cubana había abordado el tema de la creación misma con tal agudeza despiadada: “Ah, las palabras y su efecto demoledor, falsario, turbio, sangrante; aunque se haga una copia mediocre, en ellas puede uno tomar el pulso de la vida”. (3) Y, tal como es la aspiración de la narradora, todo el libro persigue desnudar el pálpito de vida en cada factor de los infinitos que conforman la existencia humana. De aquí la fuerza devoradora de esta novela, que nos engulle en el vórtice de su aparente carencia de conflicto. Nos enfrentamos a un ser cuya vida se ha consagrado a las palabras, que no tiene ni lápices con qué escribir, que no hace sino copiar una y otra veces palabras ajenas, pero comprendidas por él como parte del panorama inmenso de la vida; es la esencia misma del acto de escribir, pues, como advierte el amanuense: “Si la escribo, aumentan los peligros de manera vertiginosa. Les sucede a todas las cosas que se escriben: cambian su valor, se desentumen, brotan, penetran, dan giros, crecen, se amplifican, se dispersan, son volutas, hachas, dioses”. (4)

Su labor obsesionante, por lo demás, a pesar de su captación implacable de la existencia, resulta a la larga una auto-negación: “Mira hacia los estantes y pugna por salvarse de las inevitables preguntas de siempre: ¿qué puedo hacer para negarme?¿qué puedo hacer para dedicarme?¿qué puedo hacer si logro terminar esta suplencia de mí mismo?”.(5)

El protagonista está constantemente atenazado por el horror de salir de su cuarto maltrecho —su refugio— y enfrentarse a lo externo. Su oficio es, en efecto, un abrigo contra la amenaza de lo externo: “Un ataque de pánico semeja el umbral de la muerte. Si toda alegría puede transformar un cuerpo, el pánico lo puede destruir, aniquilar, demostrar al soma elemental y a la mente viciosa que nada es nada frente a él”. (6) El calibre de esta meditación sobre el ser está a la vista. El amanuense es un balance de la vida, no de la existencia en abstracto, sino de la de la isla. A pesar de su aparente difuminaciòn lírica, El amanuense disecciona problemas de nuestro presente, signado por una transición incontenible. El amanuense da cuenta de ello en un pasaje de enorme significación:

Del Subaru gris se bajan cuatro hombres de rostros sagaces y experimentados. Sus ropas son modernas; camisas y pulóveres apretados, cintos anchos y llenos de detalles metálicos, pantalones sport. Llevan joyas en el cuello, en las manos, en los brazos. Y sonríen a la tarde que comienza a ser otra conquista en sus complacientes contingencias.(7)

Es la irrupción de un futuro amenazador en un presente estremecido. En dos trazos se hace evidente la incomunicación esencial entre el mundo del amanuense y lo que está invadiéndolo de manera aterradora:

Ellos susurran palabras que él no puede entender. Se aproxima, imprudente ante tanta energía, para averiguar cómo se puede ser tan feliz bajo el sol riguroso, en un clima de humedad extrema. Consigue admirar sus gestos y sus modos de reír de todo lo que ocurre alrededor: de las muchachas negras, de los viejos transitando con cautela, de los que cuidan el tránsito, del parqueador, del que vende refresco, del sabor del refresco, de los letreros, del aire, de las nubes. Antes de que puedan reírse de él, toma cierta distancia y los mira recrearse apoyados en el chasis del carro, en espera de quién sabe qué. (8)

El grupo de los triunfadores le suscita no ya asombro o admiración, sino un distanciamiento, una conciencia de sí mismo, que lo separa radicalmente de los burlones vencedores:

La visión de ese grupo tripulante del Subaru lo perturba, hace que piense en lo mucho que se puede perder junto a ese tipo humano. Pero ¿él mismo no desafía la realidad? Camina hasta la puerta de su edificio, mete la llave en la cerradura, y al girarla, ratifica que no tiene parentesco alguno con los atlantes, su destino se basa en la posibilidad de las palabras, en las líneas que constituyen lo que debe hacer o no, en una extraña nomenclatura que mezcla su inteligencia con el légamo de una realidad que no es la que se refleja en los ojos perspicaces de los atlantes. (9)

La milimétrica exposición de una vida, convierte a El amanuense en un retrato mural, que no es ya solo el de un ser humano, sino el de toda una existencia colectiva. En ese panorama, el protagonista va perdiendo poco a poco su apariencia de pobre ser, criatura incapaz de fuerza y energía. Por el contrario, el amanuense es —con fuerza similar a la de ciertos protagonistas narrativos de Virgilio Piñera, en especial el de La carne de René— una fuerza viva aferrada a la verdad:

Vivo en esta habitación, y en medio de ella las palabras se dilapidan, se esparcen para desaparecer, y mis propias manos las separan de su estructura, soy yo mismo el constructor y el destructor, como también soy el amanuense y la sombra. Uso otro recurso melodramático, a pesar de saber que el mío es un drama de naturaleza veraz. (10)

En la medida en que la novela corre hacia su fin, el amanuense muestra zonas decisivas de sí mismo, su capacidad de contemplar el universo: “Apaga la luz. Así puede volver a pensar en el mundo como en una esfera luminosa que busca su fin en la soledad cósmica”. (11)

Apocalíptica, morosa en su tempo dedicado al análisis microscópico de un personaje y su mundo, espléndida en su intenso dominio del lenguaje, El amanuense, que no será nunca —por fortuna— una novela comercialmente popular, está construida sobre una comprensión tan estremecida, una seguridad tal de la palabra propia, que no solo marca al lector, sino que, a no dudarlo, se convierte en un hito singularísimo en la novelística cubana, como texto que cumple, con ferocidad indetenible, un extraordinario análisis del ser, pero que también proclama, orgulloso, su voluntad de defender la escritura más allá de la bestia y los atlantes que circundan la existencia.

2012

1 Lourdes González: El amanuense, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2011.

2 Ibíd., p. 139.

3 Ibíd., p. 143.

4 Ibíd., pp. 31-32.

5 Ibíd., p. 30.

6 Ibíd., p. 25.

7 Ibíd., p. 137.

8 Ibíd., p. 137.

9 Ibíd., p.138.

10 Ibíd., p. 255.

11 Ibíd., p. 257.

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