Josefina Ortega - La Jiribilla.- Lo cuenta Eduardo Robreño en su libro Patricios en La Habana. Eran las 11 de la mañana del 5 de febrero de 1890 cuando el reportero de La Lucha, Arturo Mora, junto con otros dos periodistas y un inspector de Marina dieron la bienvenida a Antonio Maceo en el muelle habanero. Aquella era la primera vez que el Titán de Bronce visitaba la capital de la nación por cuya independencia llevaba luchando hacía más de dos décadas.


Llegó en el barco de cabotaje Manuelita. Del muelle salió para hospedarse en el hotel Inglaterra, a la sazón uno de los mejores de la ciudad, inaugurado en diciembre de 1875. Según los anuncios de la época, estaba completamente iluminado con luz eléctrica, tenía elevadores, cuartos de baño en cada habitación, cantina, barbería, salones de lectura e intérpretes en todos los idiomas.

Su dueño, el español Amancio González, no se atrevió a negarle alojamiento al bravo general, a pesar de que allí no se admitían negros por la discriminación racial existente.

“El hotel Inglaterra —dice Robreño— estaba situado y está situado en la esquina que forman la calle de San Rafael y el hoy Paseo de Martí (frente al Parque Central) y por encontrarse anteriormente en ese lugar un café llamado El Louvre, la acera que va desde esa esquina hasta la calle San Miguel tomó el nombre de Acera del Louvre que ha llegado hasta nuestros días”.

“Era punto de reunión de una juventud nativa, al parecer alegre y confiada, pero que conocía de la epopeya de los diez años y a sus componentes, que en su mayoría poseían alto nivel cultural, no podía pasarle inadvertida la presencia de tan ilustre personaje”.

“(…) Desde el primer momento aquella savia nueva de la patria le rindió a Maceo los honores a que era acreedor. Todos los “muchachos” le admiraban y se le ofrecían para la lucha, lo que le hizo decir en cierta oportunidad: “Es una magnífica escolta. Es una juventud modelo de patriotismo y caballerosidad”.

Durante los casi seis meses de su estancia en La Habana —de la que partió el 24 de julio de 1890—, Antonio Maceo desarrolló una intensa actividad conspirativa. Incluso se dice que en esa oportunidad estudió la topografía de las provincias occidentales para su plan de invasión a todos los rincones de la Isla.

Apenas al segundo día de su estancia, el hombre de Baraguá recibió en su habitación la visita de un antiguo oficial español, a quien Maceo había hecho prisionero en la Guerra de los Diez Años, dejándolo en libertad sin condición alguna.

Cuando el visitante estuvo frente al general cubano, le dijo: ¡Vengo a pagarle una deuda de gratitud!, y le comunicó que por orden del gobernador interino Felipe Fernández Cavada le habían puesto una vigilancia en la habitación contigua para que espiase todos sus movimientos. Maceo agradeció la información y se dirigió de inmediato al Palacio de los Capitanes Generales para protestar. Se le brindaron disculpas y el suceso no tuvo mayor importancia.

Dicen que su porte era admirable y su paso firme. Federico Villoch, en su libro Viejas postales descoloridas, recordaba que Maceo entonces “vestía irreprochable entallada levita inglesa, del más fino paño negro; pantalones de casimir, a pequeños cuadros negros y blancos, de los llamados “todos tenemos”; calzaba borceguíes de charol, de bota de paño; y se tocaba con una brillante chistera de pelo, manejando con elegante destreza y soltura una caña de magnífico puño de oro: un general, que iba a entrevistarse con otro general. Marchaba a pasos sólidos; iguales, como si lo hiciese al acompasado ritmo de un invisible redoblante que sonara desde lo alto de la gloria”.

Días después, dos periodistas de ideas separatistas quisieron escribir sobre las hazañas guerreras del héroe y le pidieron una entrevista. El general los citó en su habitación del hotel Inglaterra. Luego de los saludos de rigor se quitó la camisa y mostrándoles el tórax desnudo lleno de cicatrices, les dijo: "¡Aquí está mi historia!"

Eduardo Robreño narró también en su libro Patricios en La Habana que Maceo durante su primera visita a la capital presenció varios duelos. Aquella “era la época dorada del encuentro personal por medio de las armas para dirimir ofensas personales” sin olvidar que “casi todos los muchachos de la Acera eran duelistas”.

Sobre estos lances, Maceo opinó: “Hay coraje y valor sereno, pero por qué derrochar por motivos, a veces no graves, lo que se necesita para la Patria”.

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