Pedro de la Hoz - La Jiribilla.- Desde que Leo Brouwer se propuso organizar, bajo su convocatoria, un festival de música de cámara en La Habana, tuvo muy clara la idea de escapar de los lugares comunes. “Nada es peor que la rutina y el aburrimiento”, dijo hace cuatro años, al inicio de la primera versión.
Este IV Festival que ha tenido lugar en la primera quincena de octubre en varias locaciones de la capital cubana ha vuelto a demostrar que se puede escuchar la música más seria del mundo de la manera más divertida posible. Porque en el prisma brouweriano, la excepción, la sorpresa, el ingenio y la curiosidad son valores que sustentan el encuentro del hombre con las músicas que coexisten en su entorno y que muchas veces, precisamente por esquemas preconcebidos de difusión, no llegan a formar parte de su acervo más íntimo.
Ante todo, el maestro definió el rango de repertorio que quería mostrar. Un denominador común fue fácilmente identificable: músicas de los siglos XX y XXI. Pero a diferencia de lo que sucede en los festivales que habitualmente clasifican como promotores de la vanguardia en Occidente, no puede hablarse de un patrón estético único, sino de una auténtica diversidad de poéticas en el campo de la música de concierto, desde las recreaciones del folclor hispánico (Manuel de Falla, Joaquín Rodrigo) al impacto del jazz (Gershwin, Bernstein), del minimalismo (Glass), a la canción popular (Piazzolla, Discépolo, Silvio Rodríguez), del neobarroquismo (Rontgen) a los juegos postmodernos (Peña Aguado). Músicas de EE. UU., Holanda, la Comunidad Valenciana, encuentros entre clásicos y flamencos y evocaciones tan disímiles y pertinentes a la vez (Stravinski, Satie y Cage por un lado y del otro Compay Segundo) transparenta la ambiciosa y agradecida diversidad de la proyección sonora.
Luego están los intérpretes. Entre los visitantes, el acordeonista que supera como pocos los tópicos del instrumento, el italiano Marco Lo Russo; dos maestros de los cordófonos afines a la guitarra, el bandurrista español Pedro Chamorro y el laudista bosnio Edin Karamazov; un trío holandés, Asteria Ensemble, cuyo centro de gravedad pasa por la excepcionalidad de su vocalista, el contralto masculino Sytrse Buwalda, por cierto, distinguido con el Premio de Honor Cubadisco; otro trío, en este caso de España, B3 Brouwer Trío que no solo se especializa en la música del maestro cubano, sino en otros autores contemporáneos; un flamenco de pura cepa, Josué Tacoronte, después de Paco de Lucía entre lo más promisorio de la península; y un dúo mítico, el de las pianistas francesas Katia y Mirielle Labeque.
Pero tan importante como la nómina visitante lo es el talento local. Brouwer tiene a bien escoger y estimular trayectorias de primera clase sea cual fuere el territorio al que pertenezcan, sean jazzistas de mérito como Ernán López Nussa, Enrique Pla, Javier Zalba y Jorge Reyes, o jóvenes de promisorios perfiles como la flautista Niurka González, los pianistas Miguel Ángel de Armas, Karla Martínez y Ana Gabriela y el contrabajista Gastón Joya o los guitarristas de Sonantas Habaneras, dirigidos por el venerable Jesús Ortega.
Si a esto sumamos la arista integradora de las artes que siempre ha cultivado Brouwer, al contar ahora con Danza Retazos, Gigantería Habana y el fuera de serie Osvaldo Doimeadiós, se sabrá por qué este Festival deja hondas huellas en la memoria.
Unas rápidas palabras merece la propia obra de Leo Brouwer, la cual, por sí misma, requeriría un ensayo de análisis mucho más extenso y profundo. Pero no debe pasarse por alto cómo la más reciente producción del maestro confirma una dimensión creativa que lo sitúa en la cúspide del entendimiento sonoro de nuestra época, sin que por ello deje de expresar ansiedad en la búsqueda de nuevos horizontes. De ahí que se haya aventurado a escribir sendas sonatas para archilaúd y bandurria, pensando en Karamazov y Chamorro, otra para orquesta de guitarras (Sonantas Habaneras) y nada menos que una chacona (otra vez una forma clásica para experimentaciones actuales) en recuerdo a Compay Segundo. Es que Leo, como se definió una vez, no ha dejado de ser un Homo Ludens.