Luis Toledo Sande - Cubarte.- El 24 de enero de 1880, en el Steck Hall neoyorquino, José Martí valoró grandezas y manquedades de la Guerra de los Diez Años y, pensando en la nueva etapa de lucha armada que sería necesaria para la libertad de Cuba, saludó con júbilo el paso de “la revolución de la cólera” a “la revolución de la reflexión”.


Una década más tarde, al enjuiciar La pampa, “libro sincero” del autor francés Alfredo Abelot sobre aquel territorio de Argentina, valoró los aciertos y las imprecisiones de esa obra a la luz de una exigencia rectora: “estos son los tiempos de pensar por sí”; y, en una de sus crónicas acerca del Congreso Internacional de Washington, celebrado —como se lee en el pórtico de Versos sencillos— en “aquel invierno de angustia” de 1889-1890, alabó el digno papel del argentino Roque Sáenz Peña contra los planes imperialistas de los Estados Unidos, y sostuvo que el diplomático, hijo de una “tierra independiente y decorosa”, sabía “pensar por sí”.

En Patria del 10 de noviembre de 1894 elogió al educador cubano Rodolfo Menéndez, quien enseñaba “a respetar el derecho”, “y a conquistarlo: a pensar por sí: a hablar sin bozal: a aborrecer la doblez y la cobardía”. Otro de los varios textos en que expresó ideas similares fue “Hombre del campo”, texto sin fecha que rebasa su anticlericalismo con este llamado al simbólico destinatario explícito: “No te exijo que creas como yo creo. Lee lo que digo, y créelo si te parece justo. El primer deber de un hombre es pensar por sí mismo”.

Quería para su patria una república que tuviera “por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio integro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás; la pasión, en fin, por el decoro”. Era condición necesaria para que “la ley primera” pudiera ser “el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”: “un bien fundamental que de todos los del país fuera base y principio, y sin el que los demás bienes serían falaces e inseguros”.

Lo expresó en el medular discurso conocido como Con todos, y para el bien de todos, que pronunció el 26 de noviembre de 1891 —en momentos decisivos de la gestación del Partido Revolucionario Cubano—, y al que da título la aspiración cardinal que él sabía no abrazada por todos, pues muchos se autoexcluían de ella. Y en el artículo, subtitulado “El alma de la revolución, y el deber de Cuba en América”, con el cual saludó la entrada de la sembradora organización en su tercer año de existencia, plasmó este desiderátum: “A su pueblo se ha de ajustar todo partido público, y no es la política más, o no ha de ser, que el arte de guiar, con sacrificio propio, los factores diversos u opuestos de un país”.

Era consciente de la complejidad de esa tarea, y de que la voluntad era imprescindible, pero no bastaba para lograr el fin: “Un pueblo no es la voluntad de un hombre solo, por pura que ella sea, ni el empeño pueril de realizar en una agrupación humana el ideal candoroso de un espíritu celeste, ciego graduado de la universidad bamboleante de las nubes”.

Desde adolescente mostró su extraordinaria capacidad para pensar y actuar en consecuencia con sus ideas. Intentaba no molestar a nadie con su grandeza, pero —aunque lo confesó solamente en una carta con que buscaba la aprobación de un suegro que no lo quiso bien— sabía que no transitaba “la vía de las existencias ordinarias”.  Y lo grande puede ser inimitable, pero ofrece su ejemplo como brújula.

Respetó el mérito ajeno, pero en su permanente ejercicio del criterio no lo detuvo ningún criterio de autoridad, ni persona ni texto. Lo probó en 1884 ante el plan insurreccional que Máximo Gómez intentaba levantar con el apoyo de Antonio Maceo. En ambos generales apreciaba la entereza, el heroísmo y la vocación de entrega que los distinguía. Pero al primero le expresó con claridad sus discrepancias, de índole estratégica, sin cohibirse por la pena de “tener que decir estas cosas a un hombre a quien creo sincero y bueno, y en quien existen cualidades notables para llegar a ser verdaderamente grande”. Para ello debía no abrazar ni favorecer métodos que comprometieran la lucha y abriesen las puertas al caudillismo que tanto daño había hecho en la Guerra de los Diez Años y en nuestra América en general, y que el propio Martí —quien lo sabía herencia del espíritu feudal y la colonia— había conocido como testigo y víctima en México, Guatemala y Venezuela.

En su voluntad de prevenir semejante peligro consideraba que el caudillismo era indeseable aunque lo calzaran méritos. Así, decidió “no contribuir en un ápice, por amor ciego a una idea en que me está yendo la vida, a traer a mi tierra a un régimen de despotismo personal, que sería más vergonzoso y funesto que el despotismo político que ahora soporta, y más grave y difícil de desarraigar, porque vendría excusado por algunas virtudes, establecido por la idea encarnada en él, y legitimado por el triunfo”.

El honrado Gómez, cuyo derecho a sentirse dolido no hay por qué ignorar, estimó que la carta en que Martí le expresó tales juicios, fechada 20 de octubre de aquel año, era insultante, y no tendría que responderla. Pero Martí calaba como zahorí en la realidad, y no solo lo preocupaba la guerra necesaria para alcanzar la independencia: buscaba conceptos y caminos para organizar la contienda y asegurar la calidad de la república. Desde el fracaso de la Guerra Chiquita —como expuso a Gómez y a Maceo en cartas del 20 de julio de 1882—, se propuso no secundar insurrección alguna en la cual no viera esa garantía.

En especial, pero no solo ella, la carta de 1884 fue fruto de la reflexión. Martí dedicó dos días a meditar cada palabra, y se encargó de decírselo a Gómez: “después de todo lo que he escrito, y releo cuidadosamente, y confirmo,—a Vd., lleno de méritos, creo que lo quiero:—a la guerra que en estos instantes me parece que, por error de forma acaso, está Vd. representando,—no”. Casi al inicio le había expuesto: “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”.

El fundamento de sus concepciones —incluida su lealtad a la patria y a los ideales de liberación y justicia para la humanidad— se aprecia en su actitud con respecto a sus contemporáneos y compañeros de lucha, y frente al legado de sus antecesores, en especial Simón Bolívar. Suele citarse, como si fuera más bien la expresión de un espíritu acrítico, o de fe incondicional, su artículo “Tres héroes”, de La Edad de Oro. A veces parece tomarse como invitación a valorar únicamente los aciertos de los protagonistas. Pero debe tenerse en cuenta que es un texto dirigido a un público infantil, para el cual determinadas valoraciones serían impertinentes.

“El sol tiene manchas. Los desagradecidos no hablan más que de las manchas”, sostuvo; pero no confundía gratitud y ausencia de espíritu crítico. Añadió: “Los agradecidos hablan de la luz”, no que debían hablar solo de ella. Antes expuso: “Los hombres no pueden ser más perfectos que el sol. El sol quema con la misma luz con que calienta”. Pensaba centralmente en Bolívar, y también en Miguel Hidalgo y José de San Martín, otros grandes iniciadores del proyecto independentista hispanoamericano. En el ensayo “Nuestra América”, menos de dos años después de publicar “Tres héroes”, señaló un deber capital incumplido por ese proyecto: “Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores”.

En 1893, al celebrarse el aniversario 110 del nacimiento de Bolívar, le dedicó en la Sociedad Literaria Hispanoamericana, de Nueva York, un discurso de profunda veneración, en cuyo centro intercaló una discrepancia también raigal. Tras rememorar la injusta ingratitud que el héroe sufría cuando, desde “su cama de morir” le dijo a un colaborador fiel: “vámonos, que de aquí nos echan: ¿adónde iremos?”, acotó: “Su gobierno nada más se había venido abajo, pero él acaso creyó que lo que se derrumbaba era la república; acaso, como que de él se dejaron domar, mientras duró el encanto de la independencia, los recelos y personas locales, paró en desconocer, o dar por nulas o menores, estas fuerzas de realidad que reaparecían después del triunfo”.

No se busque la médula de ese ángulo del discernimiento de Martí sobre Bolívar en prurito interpretativo ni en parricidio ideológico alguno, sino en la perspectiva sinceramente democrática del primero. Llegó a decir que el más admirado de sus maestros en la revolución latinoamericana “no pudo, por no tenerla en el redaño, ni venirle del hábito ni de la casta, conocer la fuerza moderadora del alma popular”. Por ello “erró acaso el padre angustiado en el instante supremo de los creadores políticos, cuando el deber les aconseja ceder a nuevo mando su creación, porque el título de usurpador no la desluzca o ponga en riesgo, y otro deber, tal vez en el misterio de su idea creadora superior, les mueve a arrostrar por ella hasta la deshonra de ser tenidos por usurpadores”.

Su respeto discipular al Libertador va parejo con la energía del juicio. Emitido este,  parafraseó al padre angustiado: “¿Adónde irá Bolívar?”, y se respondió con fervorosa adhesión: “¡Al respeto del mundo y a la ternura de los americanos!” Así ejercía, desde la herencia bolivariana, una responsabilidad que había defendido en el mismo artículo “Tres héroes”: “Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía”. Fundado el Partido Revolucionario Cubano, y en marcha los preparativos de la guerra, fijaba la estrategia y la ética necesarias en esa organización.

Lo que estaba en juego era demasiado grande para reducirlo a cuestión de personalidades, y así lo ratificó en sus vínculos con Gómez y Maceo. También es justo decir que si en 1884 discrepó de ellos, fue porque ya los tres estaban juntos en el afán de hallarle caminos a la libertad de Cuba. Y si en 1895 —más ganado para entonces Gómez por el proyecto y el cariño de Martí— brotaron entre ellos, en plena campaña, diferencias que ensombrecieron la entrevista de La Mejorana, se debió igualmente a que estaban juntos en la lucha, y eran las tres figuras más relevantes en ella, en la cual Martí había crecido como el artífice de una unidad incompleta, pero sembradora, superior a cuanta se había logrado hasta entonces.

Para fundar en Cuba “un pueblo nuevo y de sincera democracia”, aspiración plasmada en las Bases del Partido, urgía encarar a la vez intereses y hábitos de mando asociados a la herencia de la opresión. Sin actitud reflexiva —que no debía inhibirse ante autoridad alguna que pudiese frenarla, por grande que fuese— solo era de esperar, en el mejor de los casos, incondicionalidad, y si esta no viera sus expectativas complacidas por los hechos, la unidad necesaria para el proyecto revolucionario podría debilitarse, o quebrarse.

La propia conciencia de su creciente y bien ganada autoridad ratificaba en Martí la convicción de que se requería crear una institucionalidad que contrarrestara veleidades de individuos, cuyos méritos —recordemos la carta de 1884 a Gómez— podían complicar aún más las cosas. En su carta inconclusa a Manuel Mercado escribió el día antes de caer en combate: “sé cómo se encienden los corazones, y cómo se aprovecha para el revuelo incesante y la acometida el estado fogoso y satisfecho de los corazones”. Pero precisamente entonces preparaba la Asamblea de representantes del pueblo cubano alzado, quienes debían crear, sobre cimientos verdaderamente democráticos, la República de Cuba en Armas, de modo que obedeciera a la vez los requerimientos de la lucha armada y el espíritu necesario para que la República constituida en la paz se librara de malformaciones caudillescas y otras secuelas de la colonia.

En su prólogo a la edición de 1883 de El poema del Niágara, libro de su amigo venezolano Juan Antonio Pérez Bonalde, escribió: “El genio va pasando de individual a colectivo”. No menospreciaba —habría sido un acto incoherente en un genio como él— la inteligencia individual. Por el contrario, reclamaba que se ejerciera al servicio de aspiraciones colectivas de justicia. Más que describir una realidad triunfante, expresó un deber ser asumido como ideal: “El hombre pierde en beneficio de los hombres. Se diluyen, se expanden las cualidades de los privilegiados a la masa; lo que no placerá a los privilegiados de alma baja, pero sí a los de corazón gallardo y generoso”. Él no fue de aquellos que no tenían o no tienen acuerdo entre el corazón y los labios.

Muerto prematuramente en campaña, y consumado el peligro de la intervención —que él quiso impedir a tiempo— de los Estados Unidos en la guerra de liberación de Cuba contra el colonialismo español, su proyecto se interrumpió prematuramente, y las fuerzas que se oponían al bien de todos hallaron terreno propicio para sus ambiciones. Pero quedaron en pie las ideas y el ejemplo del héroe, base para una verdadera cultura de la lealtad reflexiva.

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