Reynaldo González - La Jiribilla.- He sabido que el Consejo Nacional de Patrimonio de Cuba llevó a categoría de Patrimonio Cultural de la Nación la lectura en tabaquerías. Es un alegrón para quien escribió El Bello Habano, que en algunos momentos he sido, como muchos escritores, lector en tabaquerías, que no de tabaquerías; no como dedicación, sino en ocasiones.


Lo fui junto con Onelio Jorge Cardoso en los primeros años 60, en visitas a las fábricas grandes y a pequeños talleres de torcido. Y siempre tuvimos la impresión solemne de pisar un terreno historiado, frente a oídos atentos, siguiendo una costumbre que les daba un significado especial dentro del obrerismo cubano. De aquel libro me robo a mí mismo algunas líneas.

El tabaco posee el don de enorgullecer a quienes lo trabajan. En su país natal es símbolo de ilustración, vanguardismo y factor político. Cuando se autoriza su venta libre (1817) aumentan las cosechas y nace una industria: la elaboración de habanos para exportar, que proporciona trabajo a blancos sin fortuna y a numerosos pardos y morenos. En esos talleres se ocupan hombres y mujeres, en un fermento cultural sin precedentes al compartir ideas de igualdad y mutuamente inducirse a las luchas contra el régimen colonial.

En el periodo de la llamada Guerra Grande por la independencia de Cuba, a partir de 1868, el cultivo tabacalero sufre las consecuencias del conflicto. Patronos y obreros de pequeñas tabaquerías habaneras se ven impelidos a abandonar la Isla por razones políticas. En las fábricas de capital hispano proceden a una criba que deja en funciones, principalmente, a quienes favorecen las ideas colonialistas. Siembra y cosecha también sufren un gran revés en las provincias orientales, escenario de la lucha, lo que se traduce en una verdadera tragedia para las regiones que tienen al tabaco como la más importante o la única ocupación de la población. La abolición de la esclavitud con carácter gradual, desde 1880, contribuirá a que fenezca el viejo patriarcado colonial y se multiplique la pequeña propiedad. En la producción azucarera, obligada a separar el trabajo agrícola del industrial, surgen las “colonias cañeras”, como llaman a las fincas privadas que siembran y cosechan para los ingenios. En la industria tabacalera desaparece el esclavo y paulatinamente crece el trabajo a destajo.

En 1887 el súbdito alemán Gustavo Bock establece la sociedad anónima Henry Clay Bock and Company Limited: fusión de intereses económicos y de las fábricas El Águila de Oro, La Flor de Henry Clay, La Española y La Intimidad. Conocido como “la compañía inglesa” por el origen de sus recursos financieros, es el primer trust tabacalero establecido en Cuba. Durante la segunda guerra independentista, iniciada en 1895, quedará constituida, también con intervención de Gustavo Bock, la Havana Cigar and Tobacco Company, integrada casi en su totalidad por capitales estadounidenses, monopolio que adquiere las fábricas La Corona, La Rosa de Santiago, La Flor de Naves, La Legitimidad, esta última con diez marcas de cigarrillos, entre las que incluye la que fuera de Susini.

En la pasión independentista vinculada al obrerismo, un vector de las ideas revolucionarias tiene peculiar fermento en el gremio de los tabaqueros, “la lectura de tabaquería”. Ocurre mientras los operarios trabajan. Las inician en 1865 y a ellas se atribuye que este sector proletario esté entre los más ilustrados de Cuba. El origen de las lecturas puede hallarse en los refectorios de los conventos y en las prisiones, donde tuercen habanos mientras escuchan vidas de santos o acontecimientos de actualidad. A mediados del siglo xix introducen las lecturas en dos galeras de presos torcedores en el Arsenal de La Habana. Por mucho tiempo se llamará galera al sitio del lector de tabaquería, habilidad que se convierte en empleo. El sistema de lecturas no encuentra obstáculos iniciales. Los talleristas observan que al escucharlas, sus jornaleros no abandonan la tarea, sino que se concentran más mientras escuchan, el esfuerzo físico parece no pesarles y algunos textos trasmiten rudimentos técnicos del complicado proceso tabacalero. Cuando la prensa y las autoridades del gobierno promueven discusiones a favor y en contra de las lecturas, se las defiende como derecho de los obreros, quienes las pagan. Argumentan que en otros países cobran por leer en público. Algunos de los autores favorecidos en las sesiones de lectura son Charles Dickens y Víctor Hugo. Sus obras, apasionantes y de gran contenido humanista, exaltan la hombría de bien y la solidaridad, elementos morales acendrados en el gremio tabaquero.

La fábrica El Fígaro inicia la lectura asidua. Un año después, el taller de Jaime Partagás. El primer libro leído en una tabaquería habanera se titula Las luchas del siglo. Pronto las lecturas son utilizadas para divulgar reivindicaciones del movimiento proletario internacional. El lector se hace liberal y conspirador. Cuando Carlos Manuel de Céspedes y sus compañeros se alzan en Bayamo contra el coloniaje español (1868), acción acompañada de la liberación de esclavos que se convierten en combatientes independentistas, dos tabaqueros van al patíbulo por evidenciar simpatía con los insurrectos: Francisco de León y Agustín Medina. Le siguen Antonio Leal y Rafael María Márquez, asesinados en San Antonio de los Baños por la soldadesca colonial (1869 y 1873, respectivamente).

En un paréntesis entre las dos guerras cubanas por la independencia, las lecturas de tabaquerías quedan prohibidas. Las autorizan de nuevo “solo para literatura dramática o jocosa”, sin implicaciones políticas. Pronto insisten en su propaganda independentista. El gobernador de La Habana vuelve a prohibirla (9 de junio de 1896) porque “avivan sentimientos antiespañoles”. La Lucha y La Discusión, periódicos de tendencia liberal, protestan en un documento redactado por el novelista Martín Morúa Delgado, lector de tabaquería. Luego de las apelaciones, el gobierno colonial accede, responsabilizando a los dueños de tabaquerías de que no se lean artículos antipeninsulares. Para entonces todo puede resultar subversivo en Cuba: se desarrolla un sistema de claves entre lectores y jornaleros que convierte en dinamita el más sentimental folletín por entregas. Un suave golpeteo de las chavetas en las mesas evidencia que le hallan significado relevante a diálogos o descripciones de apariencia inocua. Al terciar en la polémica a propósito de las lecturas en las tabaquerías, un periódico habanero de tendencia oligárquica, el Diario de la Marina —dime quién te ataca y te diré quién eres— se declara ferviente opositor e incluye un texto que no requiere comentarios (13 de marzo de 1866):

La lectura tiene el propósito de atacar por su base, no ya solo nuestras instituciones, sino también nuestras costumbres, propósito que se transparenta en El Siglo, aparece claro y despejado en La Voz de América: el fin con que se promueven y fomentan esas lecturas en ciertos talleres, que ya se indicó en otro número de nuestro Diario, se determina más y más por el insolente empeño y la tenaz insistencia con que predica El Siglo, auxiliado eficazmente por otro periódico de La Habana, que no queremos nombrar pero que cuidamos de leer para estar al tanto de sus maniobras. Algunos de los dueños de esos talleres no lo son ya de su albedrío, y obedecen á la coacción y á la amenaza; pero de este y de otros particulares muy dignos de atención suponemos enterado al Gobierno, y fiamos en su prudencia y energía para que se reprima ciertas manifestaciones y se eviten á tiempo males que todos conocemos.

Al comenzar la guerra de 1868 muchas familias cubanas, hostilizadas en el entramado de la disputa, se instalan en Jacksonville, Key West, Tampa y otros lugares de la Florida. Allí ejercen como tabaqueros. En esas fábricas las lecturas no encuentran obstáculos, son tribunas abiertas del independentismo. Esa colonia de cubanos activos patrocina el periodismo, la poesía y las artes como medios de propaganda revolucionaria. La inconformidad tabaquera se expresa en el fomento del obrerismo organizado en la Isla. La línea reformista es conducida por Saturnino Martínez, fundador del primer semanario obrero cubano, La Aurora. La voluntad revolucionaria tiene como líder a Enrique Roig San Martín, director de El Productor y primer expositor cubano del socialismo. Ambos movimientos coinciden en estimular el espíritu clasista de los obreros cuando surgen problemas vinculados a las tabaquerías como, por ejemplo, una crisis de exportación.

En 1891, por primera vez los trabajadores cubanos dejan de laborar el Primero de Mayo. En 1892 celebran un Congreso Regional Obrero que intenta coordinar el movimiento propio con las ideas internacionales. Son los años en que José Martí, gestor de la independencia de Cuba, unifica a patriotas de diferentes tendencias para luchar contra España. Los tabaqueros exiliados, en vinculación con los residentes en la Isla, organizan núcleos de activistas, preparan y costean invasiones. “Tribuna avanzada de la libertad”, llama Martí a las lecturas de tabaquerías, cuando presencia un movimiento precursor en los talleres de Tampa: la alfabetización de la inmigración latina en EE.UU. “La mano que dobla en el día la hoja de tabaco, levanta en la noche el libro”, observa Martí, quien convive con los tabaqueros y se hace lector de tabaquería. “Unos escribiendo la hoja y otros torciéndola, en una mesa tinta, en la otra tripa y capa.”

Resultado de distancias y cercanías entre lineamientos obreristas es el Círculo de Trabajadores que se funda en La Habana (1895), gestación de un congreso de tabaqueros, escogedores, litógrafos, zapateros, panaderos y trabajadores de otros ramos. Los tabaqueros ya buscan un federativismo superador de divisiones gremiales para la solidaridad en gestiones huelguísticas. El obrero tabaquero Carlos Baliño publica en Key West La Tribuna del Trabajo, que propicia un movimiento obrero con los tabaqueros como germen principal. Los líderes independentistas cubanos hallan apoyo moral y sostén económico entre sus colegas de la Florida, que aportan diezmos y hacen veladas para reunir fondos. “Puede decirse que la última tabla de salvación para los combatientes lo fue siempre la chaveta del tabaquero”, escribe el general libertador Máximo Gómez. Tabaquero es Gerardo Castellanos Leonart, emisario entre los independentistas de la Isla y sus compañeros del exilio. Mensajes con aroma de tabaco mantienen la fe en una revolución que derrote la dominación colonial.

En enero de 1895 José Martí firma el documento que autoriza el levantamiento armado en la Isla. Ocurre en la casa de Gonzalo de Quesada, en Nueva York. La orden es llevada a Tampa, plaza de tabaqueros cubanos, apasionados activistas de la independencia. La espera Fernando Figueredo, dueño de un taller de torcido. A un joven operario, Ángel Duque de Estrada, corresponde la encomienda de trasladarla a Cuba. Se dice que la orden viaja dentro de un habano, entre otros que lleva para uso personal. Se le conoce como “el tabaco de la libertad”. Llega a manos del delegado del Partido Revolucionario Cubano en la Isla, el intelectual mulato Juan Gualberto Gómez. La insurrección debe comenzar el 24 de febrero de 1995. El hecho que culmina la fusión del tabaco con el patriotismo cubano, es cantado por el poeta Marcelino Salinas:

Enviar sabe a los bravos

que la libertad rescatan,

el mensaje enardecido

de su simpatía más amplia,

fundido en la excelsitud

de su joya nicociana.

 

Allí doquiera que floten

las volutas azuladas

de un tabaco o cigarrillo

torcido en tierra cubana,

vivo el espíritu está

de nuestra Perla Antillana.

 

Está el fuego de sus soles,

el murmurar de sus palmas,

de sus hombres el coraje,

de sus mujeres la gracia.

¡Están su honra y su prez,

están su vida y su alma!

Ante el inminente final de la dominación colonial en la Isla, casi en su totalidad los empresarios manufactureros de más categoría son peninsulares y entre ellos no pocos connotados adversarios de la independencia, coroneles y jefes de los batallones de Voluntarios que guarnecen la Isla. Atemorizados, se apresuran en liquidar los negocios, venden tabaquerías y vegas. El capital financiero estadounidense, entrado en la puja, procede a asegurar el abastecimiento de rama para sus talleres y la continuidad de la exportación de tabaco torcido. Al llegar el decisivo año 1898, en La Habana se vive un clima desconcertado, entre anuncios del triunfo independentista en una guerra que ha involucrado a varias generaciones y ha durado 20 años, y alardes de la gobernación española mientras asimila el golpe e intenta que la retirada resulte menos onerosa. Se impone, sin embargo, la entrada de EE.UU. en el conflicto. Cuando llegan los batallones enviados por Madrid, últimos y presagiosos refuerzos, a medio hundir en la bahía habanera ven los restos del navío Maine, el pretexto utilizado para trocar la guerra por la independencia en “guerra hispano-americana”, para anudar la dependencia económica y política de Cuba al nuevo imperio. La administración colonial intenta una atmósfera festiva, con “balcones y terrados cuajados de gente que agitaba sus pañuelos hacia nosotros”, diría un bisoño soldadito llevado a Cuba. Entre los agasajos no faltan “regalos de puros y tabaco [...] numerosos paquetes de cigarrillos, y uno de habanos sujetos por una artística faja con los colores” de España. (Javier Figueredo y Carlos G. Santa Cecilia. La España del desastre.)

El advenimiento de la república intervenida por EE.UU. no altera el sistema de la producción tabacalera, salvo en que casi todos los máximos directores son extranjeros y designados por corporaciones y truts que adquieren los talleres. Encargados, capataces y puestos de confianza siguen siendo fundamentalmente españoles. Una gran cantidad de tabaqueros cubanos que en el periodo entre las dos guerras han emigrado a la Florida, regresan ilusionados y se establecen en un barrio habanero eminentemente proletario. Los repatriados comienzan a llamarlo Cayo Hueso, en evocación del sitio de EE.UU. que les permitió ganar el sustento, qué les importa la exactitud en la traducción. La ilusión les dura poco, al no hallar el espacio que esperan en un país que llega al estadio de república con una prótesis adversa en su Constitución, la “Enmienda Platt”, impuesta por los ocupantes. Regresan a la Florida, resignados a formar parte de la industria tabacalera estadounidense, con posibilidades económicas inexistentes en su propio país. Por artilugios del mercado y de la injerencia extranjera, continúan trabajando hojas de tabaco cubano.

[2] Javier Figueredo y Carlos G. Santa Cecilia. La España del desastre.

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