Elaine y yo
Paquito el de Cuba.- Él fue el segundo caso que diagnosticaron como positivo al VIH en Cuba, hace 28 años. Lo conocí dos semanas atrás en el Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí (IPK), donde compartimos una habitación de hospital durante nuestros respectivos chequeos médicos.Elaine Torre Miranda tiene nombre de mujer, pero es un recio guajiro heterosexual del municipio de San Luis, en la oriental provincia de Santiago de Cuba.
Como no le pedí permiso para una entrevista, me abstendré de citarlo o contarles ninguna de las muchas anécdotas que me narró sobre aquellos duros primeros tiempos cuando todavía había muy poca información, tanto en nuestro país como en el mundo, sobre las características, vías de transmisión y efectos del Sida.
Elaine era solo un joven militar de veinte y tantos años cuando en febrero de 1986, pocas semanas después de arribar a la Isla después de cumplir misión internacionalista en África, lo localizaron al llegar a su provincia y le trasladaron con urgencia a La Habana, donde lo internaron junto con otro compañero de armas en un pequeño cuarto del Hospital Militar Luis Díaz Soto (el Naval), al este de la ciudad.
Del misterio y la zozobra inicial, aquel muchacho enfrentaría a partir de esa fecha por otra guerra mucho más larga y no menos cruel, con múltiples escaramuzas y lances amargos y también esperanzadores, donde su fortaleza física, disposición de ánimo y voluntad férrea por ver crecer al hijo que ya tenía, lo convirtieron en lo que todavía es: un auténtico y tenaz sobreviviente.
Según el doctor Jorge Pérez, director del IPK, fue Elaine el primer paciente en ingresar al Sanatorio de Los Cocos, en Santiago de Las Vegas, al sur de la capital, como parte de aquella controvertida primera respuesta institucional del sistema de salud cubano para intentar frenar y conocer más sobre la epidemia.
Allí sufrió, amó a una mujer, aprendió a coexistir con lo diverso y lo complejo de los seres humanos y conoció mejor las virtudes y las máculas de las personas. En cuanto comenzó a funcionar el sistema de atención ambulatoria a principios de los años 90 del pasado siglo, Elaine volvió a su hogar y a la vida laboral, y todavía hoy trabaja en una institución militar, donde espera en activo que llegue su edad de jubilación.
Es un hombre discreto, muy respetuoso y de pocas pero precisas palabras, aunque no escatima un consejo para cualquier paciente novato, y hasta me dijo que varias veces accedió a participar en actividades y conversatorios de prevención en barrios y escuelas de su territorio, e incluso en más de una ocasión ya concedió declaraciones a la prensa local de Santiago de Cuba.
Mostró bastante sorpresa ante mi insistencia por tomarnos una foto los dos juntos, como si su largo, disciplinado e inspirador combate contra el VIH/sida no fuera nada excepcional. No parecían verlo así tampoco doctores y enfermeras que nos visitaban, quienes no ocultaban su admiración al conocer al caso Número Dos.
Elaine, sin embargo, resta importancia a su historia, y comienza enseguida a mencionar a este o aquel otro paciente, contemporáneos suyos en el diagnóstico de aquel lejano primer año del VIH en Cuba, que todavía viven allá por Oriente o en las restantes regiones del país.
Así, de impetuoso joven soldado a sereno abuelo feliz que sonríe con ternura al hablarme de su nieta, mi nuevo amigo comienza ahora otro esquema de terapia contra el virus, con la calma, arrojo, optimismo y sangre fría de quien pareciera haber descubierto el secreto de cómo conjurar a la muerte.