Ferrera desafía las grandes di­men­siones del escenario, mantiene todo el tiempo la atención y logra el regocijo de un público (que finalmente sí llenó los muchos asientos de la instalación) gracias a su profesionalidad...

Amado del Pino - Granma.- Para los habaneros, el teatro Lá­zaro Peña es, sobre todo, un lugar vinculado con congresos y otras im­portantes actividades políticas. Tam­bién se ofrecen conciertos. En los últimos meses el gigantesco espacio se anima. También pude ver los an­un­cios de peñas y descargas mu­sicales en el climatizado Café Can­tante.


Muy bien viene a este barrio hu­milde —La Victoria para unos, Pue­blo Nuevo creo que oficialmente, un poco más allá lo llamaron antes Pa­jarito—; una oferta cultural sistemática y de alta calidad.

Unas semanas atrás pude disfrutar en el Lázaro Peña del espectáculo La Rigoterapia.

Confieso que —a pesar de la gran popularidad de que goza su protagonista Rigoberto Ferrera— llegué a dudar de que se llenaran las casi tres mil lunetas del teatro. En el consumo de cultura, la continuidad y el hábito resultan elementos decisivos. En este caso no se trata de se­guir una tradición, sino más bien de fundarla.

Rigoberto nos hizo pasar una for­­mi­dable noche de sábado. La su­ma de buenos chistes y situaciones hilarantes está resuelta con una dramaturgia sencilla pero compacta. La diversidad de personajes o contextos se teje a través del uso inteligente de la repetición de algún motivo que se queda como en el aire y se le va dando continuidad.

El actor da todo un recital de excelente disponibilidad física, combinación del gesto con la palabra ágil. La danza y el canto son invitados constantes. Rigo, además, se relaciona muy bien —tanto en sus ava­n­ces musicales medio en serio medio en broma como a nivel de objeto sobre el escenario— con un piano que se va convirtiendo casi en un personaje a lo largo de las casi dos horas de espectáculo.

También apela al uso del audiovisual. Se insertan bien y tienen bue­na factura las entrevistas y otros ma­teriales en que se juega con el cine, a cargo de Ismer Rodríguez, Roly Peña y Leandro Martínez Cu­bela.

Ferrera desafía las grandes di­men­siones del escenario, mantiene todo el tiempo la atención y logra el regocijo de un público (que finalmente sí llenó los muchos asientos de la instalación) gracias a su profesionalidad, el rigor del entrenamiento y —tal vez sobre todo— a que rechaza los tópicos más frecuentes en el humor fácil o chabacano. Se mueve por los bordes del chiste sexual, satiriza situaciones sociales desde án­gu­los novedosos y no repitiendo bro­mitas trilladas.

A la salida —y hasta en algunos momentos de la función— los ojos se me iban para el público. Gente más bien joven, familias, agradecidos de que apareciera por el barrio una opción de pasarla bien más allá de la programación televisiva o la botella de ron con o sin juego de dominó.

Un aplauso para Rigoberto Ferre­ra y otro igual de fervoroso para los que están ofreciendo vida teatral a los que no han crecido con esa op­ción en su entorno familiar y es­pi­ri­tual.

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