Fotograma de "Los cuatrocientos golpes", de Truffaut.

Luciano Castillo - Cuba Contemporánea.- Apenas un año después de surgido el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), el 6 de febrero de 1960, se funda la Cinemateca de Cuba, como una institución cultural destinada ante todo a la preservación del patrimonio fílmico. Su único precedente se remonta a principios de la década del ´50, cuando el Cine Club de La Habana devino Cinemateca con el apoyo decidido de Henri Langlois, el legendario patriarca de la entidad parisina que prestó las copias a los entusiastas jóvenes cubanos que promovieron la iniciativa: Germán Puig y Ricardo Vigón.


Ellos lideraban un grupo integrado, entre otros, por Tomás Gutiérrez Alea, Guillermo Cabrera Infante y el catalán Néstor Almendros. Si bien cumplimentaron el requisito de inscribir a la Cinemateca de Cuba en el Registro de Asociaciones del Archivo Nacional de Cuba y emprendieron los trámites para ser admitidos en la Federación Internacional de Archivos de Filmes (FIAF), nunca lo lograron. Sin embargo, con el impulso otorgado por el ICAIC y la temprana consagración de Héctor García Mesa, director-fundador de la Cinemateca de Cuba, ya en octubre de 1961 esta fue aceptada como miembro provisional de la FIAF, y en junio del año siguiente admitida como miembro permanente de la organización durante el XIX Congreso internacional celebrado en Belgrado.

Qué habría sido de mí, cinéfilo empedernido en Camagüey, una capital de provincia a 572 kilómetros de La Habana, si en la noche del 20 de enero de 1969 el público no se hubiera agolpado ante las puertas del cine Casablanca para disputarse una luneta y entretenerse con la “violencia” anunciada por aquella película desde su propio título: Los cuatrocientos golpes. Con mis catorce años, no pude entonces ser testigo de esa primera función de la Cinemateca de Cuba en la ciudad. Tardaría algún tiempo en pararme deseoso de ovacionar al final de aquella ópera prima de François Truffaut cuando el rostro de Antoine Doinel se detiene para mirar en un primer plano al espectador y luego correr hasta el mar.

Era la quinta ciudad a la que arribaba este museo ambulante de cine. Entonces ya me dedicaba a recortar cuanta crítica o artículo sobre el séptimo arte aparecía en la prensa y a buscar revistas viejas para acopiar información, además de no perderme los estrenos, aun aquellos prohibidos para menores.

Pero la Cinemateca sobrepasó todas mis expectativas hasta convertirse con el tiempo en una obsesión. Recuerdo la primera película que aprecié en una de sus funciones: Ambiciones que matan (A Place in the Sun, 1951) de George Stevens. A partir de ese momento, nunca dejé de ir y de convertirme en uno de sus más insistentes proselitistas, como si de una religión se tratara. En ocasiones, cuando programaban una película de la cual sabía que existía el guión en la Sala de Artes de la Biblioteca Provincial Julio Antonio Mella, punto de obligada referencia en el ámbito cultural camagüeyano, corría a leerlo o releerlo por enésima vez.

Por esa fecha, estudiante de enseñanza media primero y luego de técnico en información económica, dirigía un grupo teatral de aficionados y obligaba a todos sus noveles actores a compartir cada semana la experiencia única de la Cinemateca como parte del proceso creativo. En 1976, incluso, en la última puesta en escena que realicé –La zapatera prodigiosa, de García Lorca–, era tal el influjo suscitado por el cine que, tras la visión en un ciclo de Él, de Buñuel, introduje en la obra como una suerte de tributo una escena de las beatas y el cura del pueblo.

Recuerdo que la única película que no pude ver en 1975 fue El hereje, de Giuliano Montaldo, por coincidir con un festival provincial de la FEEM. Una vez, en pleno festival nacional, en el cual concursábamos, organicé el horario de ensayos generales de forma tal que no coincidieran con la tanda en que proyectaban en el Chaplin La carroza de oro, de Renoir, con la inconmensurable Anna Magnani, y por supuesto que me escabullí a verla.

Cuando al graduarme de técnico medio fui ubicado para realizar el servicio social en el Departamento de Contabilidad y Costos del Combinado Pesquero Industrial de Santa Cruz del Sur, cada miércoles, al terminar mi jornada laboral, viajaba en guagua a Camagüey a ver la película programada por la Cinemateca y regresaba al amanecer.

Años más tarde, consciente de lo que significaba la Cinemateca para todo cinéfilo, mientras estaba al frente del Cine Club François Truffaut en la sala de video Nuevo Mundo –primera de su tipo inaugurada en el país– exigía a los miembros la presentación en la puerta de la mitad del ticket que garantizaba haber asistido antes a la función de la Cinemateca en el cercano cine Guerrero.

Debo casi toda mi formación cinematográfica a esa gran escuela que es la Cinemateca, y al maestro que la encabezó por tanto tiempo, Héctor García Mesa, quien también se las ingeniaba para ser su programador no solo en la sede capitalina sino en otras 28 salas del interior donde llegó a exhibirse.

Una carta que le escribí fue suficiente para que deviniera su colaborador directo en Camagüey. Con creciente placer le auxiliaba en la programación de los ciclos y de las películas que nos interesaba presentar, convenientemente reseñadas en la sección Visión cultural del diario Adelante. Allí publiqué mis iniciales comentarios sobre cine, el primero de ellos dedicado a la exhibición de todo para vender en un ciclo consagrado a Andrzej Wajda.

Desde aquellos tiempos en que aún no había logrado vincularme profesionalmente al Centro Provincial del Cine y trabajaba como Especialista en Contabilidad en la Empresa Constructora de Obras de Arquitectura No. 18, siempre conté con la complicidad de Selma, la eficientísima secretaria de Héctor. Incontables veces la llamé para que me dijera la programación de los fines de semana con el fin de viajar en tren, verlas en el Chaplin y luego retornar el lunes, plenamente feliz, a mi buró y ahogarme entre números, balances y asientos contables.

Ninguno de mis libros –y no pocos de mis artículos– podría haber sido escrito sin consultar la información atesorada por los especialistas de la Cinemateca de Cuba a lo largo de los años. Imagino los aprietos en que ponía a las entrañables Mayuya, Zoia Brash o los desaparecidos Susana Riquelme y Pepe Arias cuando los llamaba para que me localizaran y dictaran algún dato ilocalizable. No pocos amigos y “enemigos” me he ganado con mi apasionada adhesión a la Cinemateca (en las copias en 35mm por muy deterioradas que fueran, claro, antes de la era del DVD). Aún no ceso de recomendar que la prioricen a cuanta persona se acerca interesada en el cine.

A poco más de medio siglo de la creación de la Cinemateca de Cuba, sirvan estos breves apuntes como testimonio de la deuda de gratitud y de su significación para este genuino “cocuyo de cinemateca”, que no es el único.

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