Chucho Valdés

Rosa Marquetti - Cuba Contemporánea.- Cuando despuntaba el año 1964, Jesús Valdés no era otra cosa que un muchachón de 22 años casi recién cumplidos, pero con una genialidad ya proverbial como músico, y mucha más historia que contar que cualquier otro de su edad. De niño, fue famosa su puja en un espacio poco infantil –los predios del cabaret Tropicana– frente a otro niño, un pianista norteamericano al que, por supuesto, casi ganó por knock out musical. A los 15 formó su primer trío de jazz, y en diciembre de 1958 trabajaba ocasionalmente como pianista en los hoteles Deauville y St. Johns, de La Habana.


Fragmento de "Soy Cuba" (1964)

En 1959, con 18 años, su padre, Bebo Valdés lo había sentado literalmente en la banqueta del piano de su orquesta Sabor de Cuba, y entre los 19 y 20 ya había participado en la grabación de al menos cinco discos de larga duración, acompañando en algunos temas a cantantes que más tarde serían verdaderos íconos: Rolando Laserie, Celeste Mendoza, Fernando Álvarez, Pacho Alonso, Pío Leyva…

El LP Cuban Dance Party, de su padre Bebo y su orquesta, producido entre 1958 y 1959, recoge el tema “Cha Cha No. 3”, composición de Chucho, que marca su debut como arreglista. Con 20 años, es pianista en el legendario Teatro Martí, en 1962 ya había pasado por el Combo de Rolando Estrella y en 1963 ya hacía lo suyo en el Salón Internacional del lujoso hotel Riviera.

Allí lo vio y escuchó un día otro joven llamado Leo Brouwer. Verlo, escucharlo y asombrarse fue lo que antecedió a la invitación que el insigne guitarrista hizo a Chucho para que se integrara a la orquesta que, junto a otros maestros, dirigía en el Teatro Musical, fundado recientemente por el actor y luego cineasta mexicano Alfonso Arau, residente entonces en Cuba. La agrupación tenía una magnífica sede en las calles Consulado y Neptuno, hoy devenida penosa e irrecuperable ruina, pero con su fachada acusatoria casi intacta, negada a caer bajo el peso del abandono.

El de 1964, además de ser su año número 23, marcaría la carrera de quien se convertiría, con el curso de los años, en un mito viviente de la pianística y el jazz a nivel mundial y el creador de Irakere, la banda que, al decir de José Luis Cortés “El Tosco”, sería “la mejor y más espectacular desde los indios hasta hoy”. Pero para eso faltaba todavía un poco, no porque sus dotes como instrumentista y compositor fueran menos relevantes de lo que ahora demuestra –y hay pruebas documentales de ello– sino porque, sencillamente, aún Chucho Valdés era un muchachón de apenas 22 años.

Cuando los productores y responsables de la banda sonora de Soy Cuba comenzaron a conformar la plantilla de músicos que asumirían la interpretación de la compleja partitura original, creada bajo encargo por el maestro Carlos Fariñas, estas credenciales bastarían para que Chucho fuera seleccionado como pianista para las grabaciones.

“Puse todos los pianos en la grabación de la banda sonora original de Soy Cuba. Recuerdo que cuando terminábamos en el Teatro Musical salíamos casi todos los días caminando Carlos Emilio, Barreto y yo hacia el estudio aquel que está en Prado, donde grabamos la música completa. Barreto entró después que yo, por decisión de Duchesne de sustituir a quien inicialmente le habían asignado para la batería, porque no se trataba de improvisar o descargar, sino que había que leer la partitura y leerla con todas las de la ley”, rememora Chucho.

Ese lugar donde iba a grabar era el estudio de Prado 210, intervenido en los primeros meses de 1959 por el Gobierno Revolucionario. Había pertenecido a Gaspar Pumarejo, uno de los zares de la televisión antes de 1959, y fue por él destinado a acoger su proyecto Escuela de Televisión. Al pasar al ICAIC surgió la idea de utilizar a plena capacidad el abandonado foro televisivo, que fue reacondicionado y convertido en un estudio para la realización de la posproducción de sonido con el equipamiento que se había adquirido en Hollywood en 1959, lo que constituyó el primer estudio de sonido verdaderamente profesional establecido en Cuba.

Según José Galiño, voz autorizadísima en estos asuntos de la música en el cine cubano, “el primer trabajo realizado en este estudio transcurrió durante el proceso de realización de la película Soy Cuba, en el que mientras una parte del staff culminaba en exteriores las filmaciones, en el estudio de Prado, a principios de 1964, se grababa una parte de la música, pero con una particularidad: la orquesta sinfónica interpretaría la partitura siguiendo las imágenes fílmicas proyectadas en la pantalla del estudio. Este sistema, empleado en el Hollywood clásico, se utilizaba por primera y –por muchas décadas– única vez en Cuba”.

Chucho aparcó en un recóndito lugar de su memoria la experiencia pianística en Soy Cuba. Nunca más se habló del filme y él tampoco habló más de aquellos días. El silencio lapidario que aplastó a Soy Cuba por décadas pudo hacerle pensar que, en su hoja de vida, este sería, quizás, un trabajo sin mayor trascendencia, salvo la que derivara de la propia experiencia personal, al punto de no aparecer normalmente en las biografías más o menos oficiales que circulan en los más diversos espacios. 

Pasadas casi tres décadas y con la recolocación del controversial filme en el lugar que merece, de la excelente memoria de Chucho han aflorado los recuerdos sobre los días en que se enfrentó a la partitura original de Carlos Fariñas para Soy Cuba. Medio siglo después recuerda perfectamente aquella experiencia, que constituyó su primer trabajo para el cine, esta vez, en calidad de instrumentista, no de compositor.  

Tres años más tarde, en 1967, Chucho comenzaría a engrosar su filmografía en el cine cubano: crearía por encargo la música de sendos trabajos cinematográficos de los realizadores Sara Gómez y Sandú Darie: Una Isla para Miguel y La cocotología (corto de animación); participaría como instrumentista y compositor en el clásico Y tenemos sabor, de la Gómez, y también en memorables ediciones del Noticiero ICAIC Latinoamericano, por solo citar algunas de las muchas huellas que el gran pianista ha dejado para siempre en el cine cubano a partir de la década de los sesenta.

Según cuenta Chucho, la orquesta que grabó la banda sonora original de Soy Cuba reunió a músicos prominentes en cada instrumento que venían de la Filarmónica, la orquesta del Teatro Musical y muchas otras formaciones para trabajar bajo la batuta de Manuel Duchesne Cuzán (no se conservan las plantillas que pudieran revelarnos los nombres exactos de aquellos músicos).

Carlos Fariñas parece haber interpretado cabalmente lo que deseaba Mijail Kalatozov para su filme: la música original se inserta en la esencia épica que pretendía reconstruir un período demasiado abarcador de la más reciente historia cubana, en la dinámica de las escenas y en la grandilocuencia y el ritmo de la narración cinematográfica.

Desde el exotismo tropical que, al decir del maestro Carlos Fariñas “ellos [los soviéticos] evadían en sus películas y de modo ingenuo querían exaltar aquí como las secuencias del pecado erótico caribeño” en la famosa escena de la piscina del hotel Capri; los pasajes que recrean la lucha insurreccional en las ciudades y en las montañas; las escenas de desenlaces conmocionantes y trágicos, hasta otros momentos que quedaron para siempre en el anecdotario del filme, y que hacen pensar que no todo fue tan organizado como podríamos suponer.

Además de los ya narrados en el caso de Los Diablos Melódicos, hubo momentos de cándida improvisación, y uno en concreto nos dejó como saldo no premeditado una de las obras más importantes de la música contemporánea cubana para guitarra de los últimos cincuenta años: la mundialmente interpretada “Canción triste”, del maestro Fariñas.

En el excelente documental Soy Cuba. O mamute siberiano (2005), del realizador brasileño Vicente Ferraz, quien reencuentra, 41 años después a muchos de los que integraron el equipo de realización de Soy Cuba, Fariñas cuenta que "esa canción estaba programada por Kalatozov para un personaje de carácter popular, para un trovador popular, para el cual Enrique Pineda y yo debíamos componer una canción. No había todavía una selección de un actor que hiciera ese personaje… y Enrique y yo hicimos una canción. Pero la sorpresa nuestra es que a los tantos días sabemos que Kalatozov ya había filmado esa secuencia con un personaje que encontró por la calle, y cuando vemos por primera vez las imágenes nos damos cuenta de que era un hombre que ni siquiera tocaba guitarra, ni siquiera cantaba, sino que Kalatozov lo había seleccionado solamente por la imagen que le ofrecía".

La imagen de aquel anciano guitarra en mano fue filmada por Kalatozov, sin mayores averiguaciones, y según cuenta en el documental Enrique Pineda Barnet –quien fuera coguionista junto a Evgueni Evtushenko–, les dijo a él y a Fariñas que debían componer una canción para ponerla en la boca de aquel anciano ya fijado en el celuloide. "Hubo que inventarse una canción –explicó años después Pineda Barnet– trabajándola en moviola, sacando los fonemas, para luego tomarle a eso las medidas de tiempo, construir una letra coherente, que fuera una canción romántica, triste; triste, pero alegre; triste, pero optimista; cubana, pero universal; nostálgica, pero contemporánea. Entonces hicimos un nuevo trabajo, una nueva letra con sus tempos; Carlos [Fariñas] hace la música, y por edición se le colocó en la boca del viejo".

Ese es, según Fariñas “el final de la espontánea, dulce y triste canciónque canta ese anciano negro en el filme. Después fue transcripta definitivamente por Fariñas –me temo que resultó lo único salvado, como partitura, de aquella banda sonora original– y quedó como pieza de concierto, convirtiéndose con el paso del tiempo en un clásico dentro del repertorio guitarrístico contemporáneo, a la que dio el nombre de “Canción triste”, porque, según su autor, “triste es la entonación, pero triste también era su historia.” 

La autora agradece la colaboración de los maestros Chucho Valdés y Enrique Pla. También, y especialmente, de José Galiño, Iván Giroud y Luciano Castillo.

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