Idania Rodríguez Echevarría - AIN.- El General de Ejército Raúl Castro Ruz, Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, envió hoy un carta de reconocimiento a los integrantes de Danza Contemporánea de Cuba (DCC), compañía que celebra mañana 55 años de fundada por el maestro Ramiro Guerra.


En la misiva Raúl se refiere al período fundacional de la agrupación en 1959 y como a través de una larga trayectoria de trabajo destaca en los más significativos eventos de su especialidad y ha representado a la Patria en decenas de giras por Europa, América, Asia y África.

La compañía, añade la carta, ha fundado un lenguaje danzario innovador en las raíces que identifica a su pueblo y forma parte de la vanguardia de la cultura revolucionaria cubana.

Julián González, ministro de Cultura, hizo entrega de la misiva a Miguel Iglesias, director del DCC, quien agradeció tan alto honor y dio a conocer el plan de giras nacionales y extranjeras de esa compañía a nivel nacional e internacional.

Además, fue presentada una multimedia realizada por Ediciones Cubarte que contiene entrevistas, documentales, videos y galería de fotos.

En este contexto se anunciaron los estrenos durante los meses de noviembre y diciembre de obras de dos jóvenes creadores de la compañía, en funciones en el teatro Mella.

Por estos días la compañía se prepara para las actuaciones los días 27 y 28 en el teatro Eddy Suñol, de Holguín y el dos y tres de octubre en el Terry de Cienfuegos.

El Conjunto de Danza Moderna, fundado en 1959 por el maestro Ramiro Guerra fue renombrado en 1987 como Danza Contemporánea de Cuba, después de adoptar otros nombres como Conjunto Nacional de Danza Moderna y Danza Nacional de Cuba.

Desde sus inicios tuvo un reconocimiento internacional innegable y a lo largo de su historia cuenta con más de 200 estrenos, al tiempo que ha bailado en los más importantes teatros de Europa, América latina, Canadá y los Estados Unidos.

Danza Contemporánea de Cuba: una espiral de 55 años

Norge Espinosa Mendoza - Cuba Contemporánea.- Surgió como empeño de ese fundador que se llama Ramiro Guerra, para alegría de todos aún vivo entre nosotros. Al llamado de la directiva del Teatro Nacional de Cuba, nació el 25 de septiembre de 1959, como Conjunto del Departamento de Danza Moderna de dicha institución. Fueron años míticos de frenesí, de trabajo incesante, de replanteo fogoso de lo aprendido en décadas precedentes, que bajo el influjo de los nuevos tiempos se ampliaba como un horizonte inesperado.

De luchar a solas en sus presentaciones, Ramiro Guerra tenía ante sí, de golpe, a 30 bailarines, blancos, negros y mulatos, que provenían de los orígenes más diversos. Las jornadas de entrenamiento fueron incesantes. Y la primera representación, el 19 de febrero de 1960, demostró que mucho más era posible.

Si Alicia, Fernando y Alberto Alonso consiguieron hacer de Cuba un punto en el mapa del ballet, Ramiro Guerra -junto a sus colaboradores más exigentes- puso a los cubanos en sintonía con la fuerza de la danza moderna en el orbe. Su aprendizaje bajo la guía de Nina Verchinina, José Limón, Martha Graham y otras figuras cruciales se mezcló con el acento de lo criollo, y su contacto con Andrés Castro y otros teatristas de la Isla le insufló un anhelo de espectacularidad que se combinó rotundamente con todo lo que se proponía a ese espectador que pudo aplaudir obras como Mulato y Mambí en aquella función inicial. 

Todo era experimento y reto. Dos mujeres dieron lo mejor que sabían al empeño, y la historia de esta agrupación no podría relatarse sin mencionar a la norteamericana Lorna Burdsall y a la mexicana Elena Noriega. Ambas lograron conciliar sus métodos con el genio y el temperamento de Ramiro.  

En menos de diez años, el repertorio del Conjunto tenía joyas tan notables como La rebambaramba, El milagro del Anaquillé, Ceremonial de la danza, Chacona y la excepcional Suite yoruba, primer clásico de la danza moderna en nuestra tradición.

El excelente documental de José Massip Historia de un ballet muestra a los ejecutantes de esa coreografía en plenitud, y la destreza de Eduardo Rivero o Santiago Alfonso nos deslumbra aún ante esas imágenes, que también sedujeron al público de muchos lugares del mundo, esparciendo la noticia de lo que en Cuba se estaba forjando.

La visita a Europa, en plena crisis de Playa Girón, es una leyenda que sus participantes cuentan de muchos modos. Ramiro ha recordado que bajó del avión en París casi vestido de diablito abakuá, pues los bailarines tuvieron que llevar consigo el vestuario de las coreografías a fin de reducir el equipaje en un vuelo de última hora. El éxito conseguido es no menos mítico.

El trabajo del Conjunto iba indudablemente en ascenso. Maurice Béjart, a su paso por la Isla, quedó fascinado. Intentó que la compañía llegara a Bruselas, pero esa fue una entre las muchas giras internacionales que no lograron materializarse debido a trabas burocráticas, recelos y otras actitudes incompetentes que no conseguían frenar el impulso de la agrupación.

El talento de Ramiro se conectaba cada vez más con los aires de renovación que la danza iba asumiendo, de ahí que hoy se le considere un adelantado de la danza teatro y puedan hallarse, entre las claves que manejó en sus piezas más arriesgadas, elementos que luego iban a definir la vertiente posmoderna de esta expresión.

Sus atrevimientos no eran solo formales, sino también de concepto, como ha de ocurrir en la obra de cualquier reformador genuino, y eso tuvo su precio. Tras los juegos lúdicos de un Improntu galante que saltaba a la platea, vino El decálogo del Apocalipsis, en 1971. Se trataba de un espectáculo itinerante que movería al auditorio por los jardines y locaciones del Teatro Nacional de Cuba, proponiendo discusiones y cuestionamientos que los funcionarios de la época entendieron como un dolor de cabeza, y que prefirieron evitar.

El estreno nunca fue consumado, y Ramiro, en acto de protesta, se retiró a su apartamento del López Serrano. La espléndida vista de La Habana que era su paisaje habitual le habrá aliviado un tanto ese distanciamiento, que en ningún sentido implicó parálisis, pues los diez años de inactividad coreográfica se convirtieron en época de estudios, y de libros que hoy son referencia primordial de nuestra danza y nuestra cultura.

Suite yoruba 

La compañía cambió su nombre, en 1974, a Danza Nacional de Cuba. Vinieron otros directores y trató de mantenerse vivo un repertorio que, sin Ramiro, comenzó a palidecer. Eduardo Rivero había crecido a la estatura de un gran coreógrafo, y a él se deben los triunfos de Okantomí y Súlkary, también preservado como pieza cinematográfica. El resto de la década vio llegar a nuevas figuras a la agrupación mientras se sucedían directivos y mandatos.

Sergio Vitier consiguió reactivar parte del espíritu necesario, y obras como Elogio de la danza, Fausto o Michelangelo movilizaron a los espectadores. Se irían sumando piezas de Arnaldo Patterson, Víctor Cuéllar y Eddy Veitía, y músicos, artistas de la plástica y directores teatrales como Roberto Blanco se enlazaron al quehacer de la agrupación.

A mediados de los 80 un bailarín asumía la dirección general de la compañía. Aún está ahí Miguel Iglesias, como líder férreo, celoso, polémico e inquieto de este ejército de bailarines que llega a los 55 años como un cuerpo que respira su propia memoria en una espiral de baile incesante.

De Danza Nacional de Cuba emergieron los perfiles que buscaron nuevas sendas para este arte entre nosotros. Narciso Medina, Rosario Cárdenas, Marianela Boán salen de ese cardinal en pos de un camino propio. Todos ellos, a su modo, reorganizan el legado de Ramiro Guerra, quien tras su rehabilitación no quiso regresar al tabloncillo donde él mismo tanto imaginara.

Los bailarines de la Isla tienen una fuerza, un grado de sensualidad, de ritmo y musicalidad, que viene de la raíz misma de esta nación, y eso ha deslumbrado a coreógrafos de muchas partes del mundo, en un diálogo a escala internacional que caracteriza el estado más reciente de esta trayectoria.

La compañía sobrevivió el Período especial, abrió espacios a coreógrafos que marcaron una nueva fase, como Lídice Núñez y Jorge Abril, y, asegurada en el rigor técnico de nuestras escuelas, ha contado siempre con intérpretes eficaces.

Los bailarines de la Isla tienen una fuerza, un grado de sensualidad, de ritmo y musicalidad, que viene de la raíz misma de esta nación, y eso ha deslumbrado a coreógrafos de muchas partes del mundo, en un diálogo a escala internacional que caracteriza el estado más reciente de esta trayectoria.

Compás, Nayara, El riesgo del placer, Folia, Casi-casa son ejemplos de estos cruces, amén de sus colaboraciones con Carlos Acosta en proyectos como Tocororo. Las presentaciones en Londres, Estados Unidos de América y muchas capitales y festivales europeos confirman el respeto que DCC mantiene vivo, y que se expresa en el reclamo de más funciones entre nosotros, mientras se suceden éxitos en escenarios internacionales.

Osnel Delgado, George Céspedes, Julio César Iglesias combinan sus obras en un repertorio que también reclama a los veteranos, como Isidro Rolando, y que procura otros contactos con coreógrafos extranjeros, como Rafael Bonachela y Kenneth Kvamström. Títulos como La ecuación, Mambo3XXI, El peso de la isla o Mekanismo marcan las temporadas más recientes. Y aun más cerca en el tiempo están los aplausos dedicados a Sombrisas, Dejando el cascarón o Cristal, el estreno que la compañía sumó a su repertorio activo en agosto, firmado por Julio César Iglesias.

Como un árbol que danza sigue vive esta compañía. La defienden 55 años de memorias, presencias, despedidas, éxitos, tropiezos, premios, conquistas, retornos y experimentación. Nos ha hecho bailar con los ojos, con la mente, con el cuerpo y con el recuerdo una y otra vez.

Me alegra conocer a algunos de sus protagonistas, los que bailaron ayer y los que hoy siguen esos pasos. Ver sus propuestas, discutir con ellos, reclamarles más. Son parte de un elemento esencial de nuestra cultura, y un orgullo que debiéramos abrazar más a menudo.

Ramiro Guerra ya no está en el López Serrano, ahora su vista de La Habana se extiende desde la esquina de Infanta y Manglar. Le cuesta acomodarse a ese espacio nuevo, y tal vez para sentirse menos incómodo redacta sus memorias. Será un libro vivo porque en esas páginas va a contarnos el germen de lo que hoy nos acompaña. De aquello que, hace poco más de medio siglo, quiso regalarnos como un gesto que abrió la tradición hacia nuevos horizontes.

Por culpa suya, por su bendita culpa, no muy lejos del paisaje que ahora ve cada mañana están ensayando esos bailarines, esos coreógrafos, esos artistas. No creo que le lleguen a su ventana los ecos de esas clases y ensayos que levantan, a veces, algunos de sus discípulos, pero pienso en él como culpable terco y gozoso de lo que ahora mismo Danza Contemporánea de Cuba significa, prepara y nos regala.

Lazos secretos pueden unir lo más distante, y así, como en los pasajes de esas memorias que él escribe, pueden adivinarse los rostros de quienes bailaron junto a él, los de quienes preservaron sus enseñanzas, y los de aquellos que vendrán para que se mantenga vivo, en una espiral infinita, lo que es Cuba cuando baila de la manera en que él nos imaginó.

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