Por David G. Gross*/Martianos-Hermes-Cubainformación.- Durante más de cien años, cuando se habla de la influencia francesa en Cuba, se explica que los cafetales o haciendas asentadas en el lomerío de la Sierra Maestra al Este de Santiago de Cuba, son los máxime exponentes de la cultura gala en nuestra Isla del Caribe. Eso es cierto, pero hay que aclarar algunas cuestiones al respecto.


Los estudiosos de todos los países, inclusive los nacionales, siempre ponen a la Isabelica como el mudo testigo del ejemplo del cafetal francés en la zona Oriental de la Isla y para los propios historiadores santiagueros, son los emporios cafetaleros de la Gran Piedra, los que muestran como se desarrolló el cultivo del rojo cerezo en estas serranías.

Más, al Sur de Palma Soriano, municipio que juega con la pre cordillera de la Sierra Maestra, entre los barrios de Hongolosongo y hasta el Oeste, en las elevaciones de San Ramón de Guaninao, decenas de ruinas cafetaleras franco-cubanas, duermen el sueño de los siglos en espera de una posible reconstrucción para ser aprovechadas en el turismo de montaña y demostrar a los visitantes cuan importante fue la llegada de los colonos franco-haitianos a Santiago en el lejano año de 1791, en su huída de la primera revolución libertaria de la Indo América.

El Grupo de Investigaciones Arqueológicas de Palma Soriano o GIAPS, como se le llama entre los especialistas del ramo, durante más de 20 años, ha explorado algunos de esos cafetales topándose con muros, muretes, tahonas, acumuladores de agua de gigantescos tamaños, bastardeauxs o bastardós como los llaman los campesinos, secaderos, tuberías de hierro fundido y miles de restos del menaje que usaron las familias de los hacendados o “señores del café”, procedentes esos fragmentos y medias piezas de la China milenaria o de Holanda y otros países.

Ha quedado demostrado que si la colonización cafetalera al Este de Santiago por La Gran Piedra fue de suma importancia y la más estudiada hasta el momento, la zona cafetalera de Palma Soriano no se queda atrás o quizás hasta sea más importante en su extensión y sobre todo por la riqueza de sus instalaciones y del menaje utilitario de que disfrutaron en su época los monsieur y mademoiselle que habitaron las casas señoriales y sus instalaciones.

Manuel Oliva Sirgo, Presidente del GIAPS y entusiasta arqueólogo de la cultura francesa en Palma Soriano, ha demostrado y caminado por el otrora Chemise de Colín que atraviesa desde El Cobre, a las puertas de Santiago y que conectaba a los emporios del cultivo e industrialización del café y que unía a los cafetales en una vía que basada en la ingeniería gala, soslayaba las altas cumbres y valles intramontanos, rebajando las pendientes para que pudieran atravesarlo la pesadas carretas tiradas por bueyes y las cómodas volantas tiradas por briosos caballos y mulos, en los viajes de los señores a la capital del Oriente de Cuba, en busca de vituallas o para complacer los gustos de las señoritas blancas o amulatadas, que iban de compras a las boutiques de la Rue du Clock, allá por la zona del Tivolí, donde  proliferaban los modelos de vestidos, las revista de modas para damas y caballeros importadas de Francia y hasta los finos sombreros y trajes para los barones dueños de las plantaciones.

En las haciendas se celebraban fiestas donde se escuchaban las piezas tocadas por pequeñas orquesta de cámara donde negros y mulatos esclavos interpretaban melodías de moda en París y por las encristaladas ventanas podían ver los visitantes los barracones para esclavos, así como el ir y venir de las piezas de ébanos, que así se les llamaba a los que eran sometidos al más duro trabajo entre los celajes de la sempiterna neblina que mojaba los sembradíos del aromático grano, entre el zumbido de las abejas, el cantío de las aves, el arrastrarse de las culebras y majaes de Santamaría y el ladrido de los perros guardianes, que llevaban sujetos a sus manos, los mayorales y contra mayorales que vigilaban a la negrada.

Resulección, La Margarite, Solís, Brazo del Cauto, La Serafín, Santa Clara y Hongolosongo, son algunos de los nombres con que fueron bautizados aquellos cafetales que enriquecieron la pre-montaña Suroeste en  Palma Soriano. Pero también los cafetaleros invadieron el Valle del Cauto hasta las cercanías de esta ciudad, en zonas llanas como Yarayabo, El Maniel y hasta la serranía de El Perú, donde todavía pueden verse ruinas bastantes conservadas, como en el último cafetal relacionado y que esperan por una reconstrucción que hasta el momento en que se escribe estas notas, forma parte de los sueños de los arqueólogos palmeros.

De singular belleza son los tranques o cortinas de pequeños embalses en las cárcavas donde tributaban potentes manantiales, hoy cegados por los arrastres y que sus aguas eran enviadas a los acumuladores del líquido por medio de tuberías de hierro fundido, para luego usarla en el uso doméstico de los señores o en las abluciones y cocina de los esclavos o en el proceso del despulpe de los rojos granos. Un cafetal de aquellos tiempos amanecía con los chasquidos de los látigos, el ladrar de los perros azuzados por los mayorales, los gritos horripilantes de los esclavos castigados al cepo, a quienes se les untaba árnica y aceite para curarles las heridas producidas por el maltrato y todo aquello unidos al maravilloso perfume de las flores de las plantaciones, la humedad de la neblina mañanera y el  olor del pan que se cocía  en las tahonas donde crujía la leña del caguairán, el palo de monte que no echaba humo y dejaba tizones que ni los del infierno.

Mientras tanto, en la casa señorial de la plantación, las esclavas domésticas sacaban para ser lavadas, las bacinillas esmaltadas de bellos dibujos dorados para botar los detritus de las señoritas y luego las ayudaban a  vestir con los  modelos y las telas con encajes provenientes de Marsella mientras un mulato, afeminado y con peluca empolvada dejaba correr los finos dedos de concertista sobre el teclado de un piano, que había llegado desde la lejana Santiago de Cuba encima de una carreta, cubierto por colchones ara que no se le rayara el pulimento.

Ya nada de eso existe y ahora las lianas cunden por doquier y para llegar, en lo alto de una colina al antiguo cafetal francés, tiene que ser tarea ayudada por los machetes, pero si usted se detiene y aguza los oídos, y con una buena dosis de romanticismo, quizás pueda escuchar los ladridos de los perros, los gritos de los mayorales, el aroma del café recién colado y el tintinear de las aguas que cae en los tanques acumuladores. Y si usted se lo propone, hasta podrá disfrutar de una bella melodía que canta sobre el Río Sena, Las Tullerías y el añorado París que quedó muy atrás…en el tiempo.

*David G. Gross, historiador, escritor y periodista cubano.

Enviado por el autor a: Martianos-Hermes-Cubainformación

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