Lily Poupée - Foto: Claudia Camps.- Por mucho que nos resistamos, es evidente que estamos ante profundos cambios en todos los órdenes de la vida. Casi sin darnos cuenta, o quizás porque no queda más remedio que adaptarse, nos vamos convirtiendo silenciosamente en seres distintos a los de hace pocos años. Antiguas ilusiones se disipan, algunos sueños ocupan su sitial de quimeras (allá por el cielo del teatro) y desalojan la butaca principal que ocupaban; tragamos en seco ante la partida de los hijos, aceptamos que el vendedor de plátanos tenga mayor poder adquisitivo que el neurocirujano, seguimos a la espera de que se enderece la pirámide social, y contemplamos no ser admitidos en ciertos lugares “rififí”. En fin, somos otros.


También en el humor somos diferentes. Ya no existe sutileza para lanzar dardos críticos, ya no hay tapujos para decir en un escenario lo que se comenta en la calle, y a pesar de que tanta franqueza se agradece, algunos puntos me dejan entre el disgusto y la tristeza. En un espectáculo reciente al que asistí -por cierto, con alto nivel actoral-, un sketch consistía en que un grupo de aspirantes se presenta a un casting para una película que conducirá un famoso director extranjero. Los tres jóvenes que compiten muestran sus dotes artísticas y hacen “monerías” para congraciarse con el director, al cabo de las cuales son admitidos en el elenco.

Cuando reciben el guion, deciden estudiarlo y ensayarlo. En la medida en que avanzan en la lectura de los parlamentos y de las acciones que deben realizar, se hace evidente que se trata de una película pornográfica. El efecto en el público es inmediato. Los grotescos movimientos, las caras de asombro de los actores y la gimnasia sexual que se ven obligados a desplegar, contienen todos los componentes necesarios para provocar risa.

Llega un momento en que, ante la obviedad de lo que están haciendo, los propios actores deciden rechazar el guion. Con una supuesta dignidad, abandonan las piruetas y comienzan a deschavar del director, de la responsable de la selección, del engaño a que han sido sometidos, y enarbolan sus títulos de graduados de escuelas de arte, demostrando que son capaces de realizar trabajos actorales de real envergadura. Casi al terminar el número, uno de los jóvenes descubre una línea que aparecía al final de la convocatoria, y la lee en voz alta: “Aquí dice que nos pagarán 1000 dólares a cada uno”. De inmediato, todos se despojan de sus ropas y con gran entusiasmo vuelven a realizar los movimientos eróticos que dictaba el guion.

El público, además de reír desaforadamente, prorrumpió en estruendosos aplausos. Yo, que había seguido el espectáculo con satisfacción (una parte me pareció muy buena, cuando dijeron que en Cuba es común que ciertas industrias entreguen como terminadas obras inconclusas, como expresión de work in progress), me quedé abatida. Porque, al margen de la convincente comicidad del grupo, quedé atrapada en la pregunta: “Dios mío, ¿cómo reírnos de esta miseria?”.

¿Será posible divertirnos ya no solo de nosotros con nosotros, sino también contra nosotros? La verdadera pregunta, sin embargo, sería: ¿En qué nos estamos convirtiendo? Una cosa es admitir cambios y otra elogiar las concesiones. No es igual asumir que no seremos los mismos que alegrarnos de venderle el alma al diablo. Al menos, hagámoslo con el dolor de saberlo irremediable, y ojalá que por poco tiempo.

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