Yuris Nórido - CubaSí.- Aunque algunos no se den cuenta, los esquemas de consumo cultural en Cuba han cambiado mucho, hasta el punto de que el panorama actual ha planteado desafíos impensados hace apenas una década. 


Utilizamos el térmio «consumo» a sabiendas de que muchos y muy importantes intelectuales lo asocian a prácticas puramente comerciales, como si el arte fuera un producto más para vender y comprar. Pero convengamos en que es un término diáfano y que describe muchos de los actuales procesos de asimilación de las artes y las letras.

El miércoles de esta semana sesionó en la sede nacional de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba un taller sobre el Programa de Fomento de la Cultura Audiovisual, que contó con la presencia de reconocidos creadores, investigadores y altos funcionarios de las instituciones culturales en el país.

Lo más probable es que la gran mayoría de las personas que están leyendo este comentario ni siquiera hayan escuchado hablar de ese programa, a pesar de que fue presentado ya hace un buen tiempo y tiene pretensiones de convertirse en la columna vertebral de las acciones para diversificar la cultura audiovisual de los cubanos.

Pero la verdad sea dicha: ha faltado sistematicidad, promoción, coordinación entre las instancias que tendrían que aplicarlo.

Y en los tiempos que corren, ocuparse de estos asuntos ya no es una opción, sino una necesidad impostergable. El cineasta Jorge Luis Sánchez lo resumió en un símil que a primera oída pudiera parecer exagerado y hasta escandaloso, pero que en realidad pone de manifiesto la importancia de la cultura para la gente: «El cine es tan importante como la leche en polvo».

Traduzcamos: hay que garantizar las condiciones básicas para una vida digna, pero ese concepto de una vida digna incluye también el derecho a disfrutar de opciones culturales, el derecho al crecimiento espiritual y al conocimiento.

Algunos de los participantes hicieron notar el aparente caos en que está sumido el consumo audiovisual en Cuba: ante el maremágnum de propuestas —buenas, regulares y malas—, mucha gente ve lo que puede y quiere, sin que importen demasiado las jerarquías artísticas, la calidad y los valores de las ofertas.

Está claro que no se puede imponer un gusto, y todavía más claro que cada persona debe tener la libertad de ver lo que prefiera. Ese espacio íntimo es, a todas luces, inviolable.

Pero el gusto sí puede ser influido, educado, orientado. Y esa es una responsabilidad de las instituciones culturales, comenzando por la más básica e importante: la escuela.

Que los planes de estudio de las enseñanzas primaria, secundaria y preuniversitaria ignoren en buena medida la creciente influencia del audiovisual en la conformación de la cultura contemporánea es, por decir lo menos, una deficiencia.

Ya es tiempo de que, desde los primeros grados, se impartan asignaturas de apreciación del audiovisual, de la misma manera en que se aprende de música y de artes plásticas. La pregunta es: ¿tenemos el personal preparado para esa misión? ¿Las carreras pedagógicas toman suficientemente en cuenta esa necesidad? Ese podría ser tema de otro comentario.

Por lo pronto, la televisión también tiene una responsabilidad en la promoción de lo mejor del cine y los dramatizados seriados. Ya se sabe que es difícil armar una parrilla con más de cincuenta películas semanales. Y por supuesto que no todo el cine que se transmite puede ni debe ser de arte (el puro entretenimiento, sin grandes pretensiones, también hace falta). Pero hay que pensar mejor las estrategias para jerarquizar las propuestas. Y para ofrecerle a los espectadores una visión crítica de muchas de las obras.

La disyuntiva ahora mismo no está en escoger entre el tan mentado «paquete» (que, obviamente, es un mecanismo circunstancial) y la propuesta «oficial», sino en procurar que la gente tenga acceso a lo mejor de la creación audiovisual, venga en el soporte en que venga, y que los consumidores tengan una visión crítica de todos los fenómenos.

Uno puede ver y hasta disfrutar (y de hecho, ve y disfruta) películas intrascendentes. La cuestión está en no creerse que eso que estamos viendo es lo mejor y lo único.

Convendría también no circunscribir el asunto al cine, pues se sabe que el espectro audiovisual es amplísimo: telenovelas, series, videos clips, videojuegos… Y las nuevas tecnologías abren mucho más las posibilidades.

Pero algo debe quedar establecido: este no es un tema menor, pues tiene un trasfondo social, político y económico con importantes implicaciones. No solo de pan vive el hombre. Las políticas garantizan el pleno ejercicio de los derechos culturales. En tiempos en los que el neoliberalismo clama por el imperio del dinero, el arte verdadero —cuestionador, incómodo, liberador— no puede quedar a expensas del mercado.

Para poder enfrentar la banalidad del paquete

Yuris Nórido - CubaSí.-  La manera más efectiva de combatir esquemas “contraproducentes” de consumo cultural es creando y difundiendo alternativas contundentes. Ese es el gran reto de los medios en Cuba…

En pleno siglo XXI, en una sociedad cada vez más abierta a múltiples influencias, prohibir ciertos productos culturales (pseudoculturales —dirían algunos) no tiene sentido. Por dos razones.

La primera es ética. ¿Quién se va a erigir en juez? ¿Quién tiene derecho a decidir qué pueden ver y qué no pueden ver los demás? ¿Con qué patrones? ¿Quién puede imponer —aunque le animen las mejores intenciones— esquemas de consumo?

La segunda es práctica. Nadie puede controlar el trasiego de información, que se mueve por vías formales o informales. Nadie puede entrar en una casa a comprobar qué están viendo sus habitantes.

Hay un espacio de libertad inviolable; tiene que estar garantizado.

El gran reto de los medios de difusión en Cuba es enfrentar ese impacto creciente de la banalidad, del mal gusto… Y no porque la banalidad sea “mala” en esencia, sino porque es empobrecedora, imperio de lo insustancial.

Hay que dejar algo claro: ciertas dosis de banalidad son hasta necesarias. No todo tiene que ser intenso, trascendental, significativo. A veces hace falta “desconectar”.

Lo preocupante es que sea banal todo lo que se consuma desde el punto de vista cultural. Mucho peor si esa banalidad está vinculada con antivalores, o con puntos de vistas francamente reaccionarios.

En la industria cultural contemporánea nada es inocente, ni siquiera lo que inocente parece. Es un complejo muy bien pensado, con un objetivo perfectamente establecido: el dinero.

Todo producto “seriado” está concebido para gustar a grandes mayorías, independientemente de sus implicaciones, de su vocación estética, de su profundidad metafórica, su compromiso social.

La lógica a veces es primaria, pero indudablemente efectiva: el “empaque” tiene que ser muy lindo, aunque el “contenido” sea nada.

El gran pecado de muchos de los “creadores” de ese entramado es precisamente ese: privilegiar hasta las últimas consecuencias el continente, darle cuerpo atrayente y seductor al sinsentido.

El gran pecado de muchos creadores más auténticos, gente que tiene cosas más relevantes para compartir, es precisamente descuidar el continente.

Y cuando hablamos de creadores, también hablamos de instancias de poder fáctico.

No hay que darle dos vueltas al asunto: lo que carece de atractivo, por muy importante que sea, siempre tendrá desventaja en este mundo, mundo de sensaciones.

Ciertas experiencias del socialismo real perdieron una batalla: la batalla por la belleza. Se llegó a pensar que “hermoso” era sinónimo de “banal”.

Y “feo” —es una realidad evidentísima— tampoco es sinónimo de “profundo”.

La manera más efectiva de combatir esquemas “contraproducentes” de consumo cultural (esquemas inmovilistas, adormecedores) es creando y difundiendo alternativas contundentes.

Creando símbolos.

Pero para eso hay que aprovechar un elemento que los “capitalistas de la cultura de masas” han sabido utilizar a su favor: la capacidad seductora del arte, de la cultura toda.

No es una batalla menor.

Los que en Cuba piensan que pueden declararle la guerra al tan mentado “paquete”, a golpe de censuras y restricciones, tendrían que tener claro que van a perder todos los combates.

El “paquete” solo desaparecerá cuando haya una oferta televisiva y cultural amplísima, capaz de satisfacer todas las demandas.

Es muy difícil, teniendo en cuenta la situación económica.

Es delicado, asumiendo la función emancipadora que le otorgamos al arte.

Se corre el riesgo de sucumbir ante la avalancha cultural que viene de los grandes centros de poder del mundo, donde impera la lógica del dinero. Una lógica que se sustenta en estructuras bien consolidadas.

Nuestra televisión —ya se sabe que la televisión es el más popular, el más influyente de los medios de comunicación— tiene que experimentar una transformación radical.

Paso al sentido del espectáculo, a la factura impecable… sin descuidar el trasfondo, la promoción de valores.

Hace falta mucho talento, hacen falta políticas más pragmáticas y efectivas, hace falta mucho trabajo. Pero también hace falta dinero. Sin recursos es muy difícil consolidar referentes.

De acuerdo: la economía tiene que ser el principal frente de las transformaciones de la sociedad cubana. Pero la cultura —que es el armazón espiritual de la nación— no merece menor atención.

¿Dónde está escrita “la política cultural” de la Revolución?

Yuris Nórido - CubaSí.- Mucha gente habla de la política cultural de la Revolución como si fuera un documento redactado, publicado y distribuido. “Esto o aquello tienen o no tienen que ver con lo que dice la política cultural de la Revolución”. Pero, ¿qué dice la política cultural de la Revolución?

Hace algunos meses, en un debate en la Asamblea Nacional del Poder Popular, algunos diputados exigían un documento que estableciera pautas concretas sobre el tema. “¿Cómo yo sé si algo forma parte o no forma parte de la cultura que queremos promover?” —preguntaba una diputada.

Para ella y para algunos de sus compañeros de sesión ese asunto debería estar conceptualizado en un cuerpo escrito, de manera que no hubiera espacio para vagas interpretaciones.

—¿Hay una ley que defina la política cultural del país? —me preguntó un estudiante de periodismo que estaba haciendo su tesis.

—Hay leyes que definen algunos aspectos de la política cultural.

—Pero, ¿hay una ley que sea precisamente la Política Cultural del país?

—No la hay.

—¿Tendría que haberla?

—No me queda claro.

Ni a mí ni a muchos, obviamente. ¿Hasta qué punto puede legislarse sobre la actividad creativa? ¿Qué ámbitos de la creación deben ser sometidos al examen público y estatal? ¿Se puede, se debe prohibir alguna expresión puntual en el área de las artes y las letras? ¿En atención a qué autoridad? ¿Cómo respaldar los derechos de los creadores?

Está claro: todos los ámbitos artísticos (en tanto ámbitos laborales y de desarrollo humano) deben contar con cuerpos legales que organicen, ofrezcan visibilidad y resuelvan conflictos circunstanciales con los entes del poder o con otros entramados sociales.

En Cuba, la Constitución de la República reconoce la libertad creativa, y todo el cuerpo legal defiende el derecho de los artistas a expresarse, formal y conceptualmente.

Pero, ¿quiénes establecen las jerarquías entre las disímiles expresiones? ¿Quién decide qué se promueve, quién necesita subvenciones, quién accede a los circuitos institucionales? ¿Es posible, de hecho, hacer arte de espaldas a la institucionalidad?

La tendencia generalizada es responsabilizar al Ministerio de Cultura con todo el entramado artístico y literario del país. Pero el Ministerio de Cultura no es “la cultura”, sino el ente encargado de garantizar el apoyo estatal a todas las manifestaciones artísticas, teniendo en cuenta sus aportes al conjunto de la sociedad.

El ministro de Cultura, Julián González Toledo, lo explicaba hace un año en una entrevista concedida al semanario Trabajadores:

“En Cuba está garantizada la libertad creativa. Basta con ver lo que sube a los escenarios, lo que se publica, lo que se exhibe en las galerías. La realidad de este país es muy compleja. Y esa realidad, con todos sus matices, está en la escena. Los artistas están cubriendo un espectro amplísimo, desde una notable altura conceptual, estética, metafórica… El arte no es un ente meramente decorativo; es transgresor, irreverente, polémico. Puede llamar la atención sobre determinadas situaciones. Claro, no tiene por qué darle soluciones a esos problemas. La mayoría de los escritores y artistas cubanos hacen un arte comprometido con su realidad y con el pueblo. Y las instituciones los acompañan, no diciéndoles lo que tienen que hacer. De encauzar, de mostrar caminos en la creación debiera ocuparse —se ocupa— la crítica artística y literaria. Es imprescindible que exista más crítica en todos los medios. Nos hace mucha falta”.

Pero la crítica (incluso, la insuficiente crítica con que ahora contamos) puede mostrar caminos, pero no imponerlos. Y tampoco tiene “la autoridad” para establecer pautas inamovibles.

Es que hacer arte y literatura, está claro, no es como fabricar ladrillos.

Eso que llamamos Política Cultural de la Revolución Cubana en principio asume y reconoce lo mejor del acervo nacional. Tiene, si se quiere, un momento primordial: las celebérrimas Palabras a los Intelectuales pronunciadas por Fidel Castro en 1961.

De hecho, muchos funcionarios y artistas asumen que ese discurso es el documento fundacional (y base) de la política cultural revolucionaria.

El Ministerio de Cultura tiene una responsabilidad, pero la aplicación de la Política Cultural no le compete solo a esa instancia y su sistema institucional. Las organizaciones gremiales —Unión de Escritores y Artistas de Cuba, Asociación Hermanos Saíz…— tienen también claros cometidos. Y en definitiva, todos los que hacen arte en Cuba están “incluidos” en esa política. Incluso los que no acceden a circuitos “oficiales”.

Nadie por sí solo establece jerarquías. Es un proceso en el que influyen numerosos actores y circunstancias. Lo que debe estar claro es que la cultura es el sostén de la nación. Y no puede ser asumida desde posiciones tecnocráticas o mercantilistas.

Que se legisle, sí, para garantizar la supervivencia del arte como entramado imprescindible de la sociedad. Pero nunca para establecer límites artificiales o burocráticos.

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