El 31 de diciembre de 1989, el Comandante en Jefe Fidel Castro inauguró la escuela Solidaridad con Panamá, con el fin de brindar atención especializada a niños con limitaciones físico-motoras

Jesús Jank Curbelo, estudiante de Periodismo - Foto: Alberto Borrego - Diario Granma.- Como si nunca hubiera, de pequeño, corrido por esos pasillos. Como si nunca hubiera visto de cerca un sillón de ruedas, o un niño sin piernas, almorzando felizmente junto a otro con diferente discapacidad. Co­mo si nunca hu­biera visto adentro la escuela So­li­daridad con Panamá, entré con el fotógrafo el día de la anticipada celebración por su aniversario 26. Y sentí unos risibles deseos de llorar.


Había neblina. Pero desde el parqueo de la escuela sentí un halo tremendo de alegría, un halo que se hacía más notable mientras entrábamos, mientras los niños, los padres, sonreían, festejaban, cargaban pomos con refresco, dulces. Concluí que mi llanto, si lo hubiera, si acaso lo dejaba fluir, sería un llanto feliz. Un llanto de agradecimiento. De orgullo. Un llanto humano. Lleno de amor.

Amor —dice Esther La O Ochoa (Teté), directora del centro—, esa es la base de nuestro trabajo. Y eso me lo han enseñado los propios niños. Cuando la Revolución confió en mí para dirigir esta escuela, temí no ser capaz de enfrentar la tarea. Lloraba a escondidas, sentía compasión. “Pero los niños me enseñaron que son capaces de hacer lo que ninguno de noso­tros; me enseñaron a tener el corazón duro sin perder la ternura, como decía el Che”.

El 31 de diciembre de 1989, el Comandante en Jefe Fidel Castro inauguró este centro escolar, con el fin tremendo de brindar atención especializada a niños con limitaciones físico-motoras.

Desde entonces, la escuela acoge a niños de todo el país y los prepara, según sus capacidades, desde preescolar hasta noveno grado. En el caso de los niños con discapacidad intelectual, permanecen en el centro hasta los 21 años; luego, a través del programa de economía doméstica, se les prepara para vivir en familia, siempre y cuando sus discapacidades no les permitan incorporarse a la vida laboral. Los alumnos de intelecto conservado, una vez concluida la secundaria, pasan a estudiar en centros superiores, o se les asigna un empleo. Aun así, la escuela continúa dándoles seguimiento a través de los maestros de apoyo, o realizando visitas sistemáticas a los centros de trabajo.

Amor, esa es la base del trabajo en la escuela. Y eso lo enseñan los propios niños.

Martí dijo que el hombre tenía dos madres: la naturaleza y la circunstancia, señala Teté. A nuestros estudiantes —añade— la naturaleza los hizo así: unos en sillas de ruedas, o con mu­letas, o con andadores. Pero las circunstancias les permitieron vivir en Cuba. En una Cuba que no olvida a ninguno de sus hijos, donde el bloqueo nos limita grandemente el acceso a los medios necesarios, pero no ha podido apagar la sonrisa de estos niños.

Cuenta María de los Ángeles Pedraja que su hija, Edith Mary, ingresó al centro desde pe­queñita. Desde entonces —asegura— ha me­jorado notablemente. Me apena preguntarle la discapacidad de su muchacha, pero me explican luego sus maestros que se trata de una parálisis cerebral tipo hemiparecia espástica, o sea, dificultad de movimiento en un lado del cuerpo, en este caso, el izquierdo. “Mi escuela —afirma luego Edith Mary— es fabulosa, so­bre todo los maestros; siempre les voy a estar agradecida”.

Hay que reconocer la labor que realizan nuestros educadores, pero también hay que quitarse el sombrero frente a los padres, porque nosotros tenemos al niño un pedacito de la vida, pero ellos los tienen siempre, explica Te­té. Agrega que ningún papá está preparado para asumir un niño con discapacidad.

“Pero nuestro deber es educarlos para que no surja en ellos la lástima, el rechazo. Tenemos que llegar a formar parte de sus dinámicas familiares y, sobre todo, ganarnos su confianza”.

“Los maestros son los segundos padres de mi hija, y les agradezco mucho ese sacrificio que hacen día a día”, insiste María de los Án­geles. “Si no existieran ellos, ¿cómo no­sotros solos íbamos a ayudar tanto a nuestros hijos, a darles tanta educación…? Ellos son lo principal”. Es bien sencillo corroborarlo. Nos bas­tó con dar un recorrido por las aulas. Con formar parte de las celebraciones, de la alegría del niño cuando el padre le da a escondidas el pequeño obsequio para que lo regale a su maestro: una flor, una postal. Cosas sencillas. Picar un cake, cantar felicidades. Abrazos, besos.

Oriel González-Arango es un joven profesor de Geografía. Lleva camisa y barba. Me cuenta que hace apenas unos meses, cuando se incorporó, le fue difícil adaptarse a la escuela, pero que poco a poco se fue identificando con los alumnos, pues la mayoría padece, al igual que él, de una parálisis cerebral infantil. Eso hace que me sienta más cerca de ellos, confiesa. Al principio —refiere— muchos se quejaban de mi letra, pero yo les decía: mi letra es igual a la de ustedes, porque tenemos las mismas dificultades. Yo me formé en escuelas regulares, y tuve que pasar mucho trabajo para graduarme en la Universidad; los profesores decían que yo era lento, y que eso retrasaba el proceso en las aulas. Por eso le veo doble im­portancia a esta escuela, porque permite dar a los alumnos una atención diferenciada, de acuer­do con sus posibilidades, señala.

En el centro —explica Anayelis Pérez Luis, subdirectora docente— tenemos varios discapacitados trabajando. Tratamos de que es­ta sea también una fuente de empleo, porque muchos de ellos han tratado de incorporarse a otros trabajos y les han negado el puesto por sus limitaciones, pero si la Revolución les da la posibilidad de graduarse en las universidades, ¿por qué vamos a cerrarles las puertas?

Construir esta escuela fue una tarea ardua. Construir tanto las paredes como las mentalidades de las gentes, porque apenas teníamos conocimiento de la labor que íbamos a desa­rrollar, expresa Marlén Arnedo Peña, asistenta educacional y fundadora. “Llevo 26 años aquí y no ha pasado el tiempo, me siento tan feliz como el primer día de que el Comandante nos diera la posibilidad de llevar a cabo esta bella obra, de conocer a estos niños desde pe­que­ñitos y ver cómo aprenden, unos más fácil, otros menos… Uno se siente orgullosa de ver el logro de su trabajo”.

Entramos al salón engalanado para la ceremonia. Borrego, el fotógrafo, camina de aquí hacia allá. Toma una foto, otra. Los niños se le acercan para que los retrate. Él accede, amablemente. Ríe. Se escucha el Himno. Luego un comunicado. “Ese nombre de maestro —se­ñala—, que es el más admirable que un hombre pueda dar a un semejante”. Un homenaje hermoso de los padres. Luego canciones. Esto ya lo he visto. Pero ahora me resulta majestuoso el baile de Edith Mary; o el modo en que Daylin, linda, sin brazos, danza casi con mímica el Ojalá de Silvio. Y la voz del pequeño solista, que me dijo en el pasillo que cuando crezca va a ser periodista.

Esta es la escuela que todo niño debería tener, dice Martha Damaris Cedeño, la mamá de Orelys. Ambas padecen del síndrome de Nieck, una malformación congénita con debilidad óseo-muscular. Fue ella la artífice del agasajo a los educadores. “Este homenaje —agrega— es una pequeñez, pero lo hicimos de corazón, para agradecerles todo el amor que brindan a nuestros hijos”.

Me sumo a sus palabras. Reconocer la labor de esta escuela es reconocer también la que realizan, en el país, los centros de enseñanza a otros discapacitados: ciegos, sordos, autistas, síndromes de Down. Y es, asimismo, elogiar a los maestros de enseñanza normal, que tanto empeño y sacrificio ponen, diariamente, en componer el futuro, en echar a andar ese motor pequeño que mueve la luz toda de esta nación…

El agasajo, el brindis. Algunas fotos más, y entrevistados. Después, como un lamento, llegó el carro. Subimos. Regresamos al periódico. Entonces, por fin, lloré.

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